viernes, 18 de junio de 2021

PUNTO FINAL

 El cielo estival no mostraba rastro de nube alguno. El azul del impoluto  firmamento se encontraba diluido en la potente luz generada por el vertical sol veraniego, que a esas alturas del día se enseñoreaba de todo aquello que la vista y la imaginación abarcaba. Todo parecía dominado por el sopor que genera la canícula en las personas, los animales y los edificios. Hasta las paredes parecían querer preservar la calma, reteniendo los sonidos entre ellas generadas en la densidad asfixiante del aire abrasador. 

Todo parecía flotar en calma sobre el tórrido tiempo detenido, generado en aquel clima veraniego . Todo menos ella, que se afanaba desafiante por terminar todo aquello que la conduciría a un nuevo lugar en el espacio, en el tiempo y en sí misma. Colocó dos blusas, perfectamente dobladas, sobre el resto de ropa que contenía la maleta. A continuación cerró la maleta, la más grande de las dos que conformaban su equipaje, agarró cada una de ellas con una mano; abrió, como pudo, la puerta que comunicaba la casa con la calle y no paró hasta llegar al vehículo negro de su propiedad. Soltó su equipaje para buscar en su bolso la llave del coche y, cuando la encontró, procedió apresuradamente a abrir el maletero e introducir en él la pareja de maletas. Con la misma celeridad cerró el portón trasero del vehículo, abriendo a continuación la puerta que permitía acceder al asiento del conductor. Se sentó en él, se ajusto el cinturón de seguiridad y arrancó. En unos pocos segundos desapareció de aquella calle, de aquel lugar, de aquella ciudad, de aquella forma de vida.




A las cuatro y media, algo pasadas, llegó a su casa, tras finalizar su jornada laboral y, para su sorpresa, ella no se encontraba allí. Solo existía el silencio incómodo que nace en los momentos de desconcierto, que presagian, aún sin saberlo, cataclismos universales que caben en un solo corazón y en un único instante casi eterno.

No fue hasta después de llamar de manera repetida  a su teléfono móvil, obteniendo siempre una respuesta inmediata de una voz pregrabada: "El teléfono está apagado o fuera de cobertura", que advirtió que parte de la ropa de ella no se encontraba en su lugar habitual del armario. También pudo comprobar que faltaban las dos maletas más grandes que ella poseía. El hueco dejado por los objetos anunciaba un hueco mucho más grande y difícil de reemplazar. Una sima repentina, que atraía de manera indefectible hacia lo más hondo, hacia lo más oscuro, hacía el dolor. Justo antes de comenzar ese descenso imposible de controlar, pensó: Al menos ella se encuentra bien.




Unas horas después, a algo más de trescientos kilómetros del lugar que había abandonado hacía no mucho, se encontraba ella, acompañada por la persona con la que, desde hacia varios meses, compartía algo más que buenos momentos. Su, hasta hace unas horas amante, había ido hasta allí con ella, para iniciar una nueva existencia en común. Lejos de todo aquello que había constituido la rutina de sus vidas. Un comienzo huyendo de la soledad, de la sensación de espera eterna, del sentimiento de soledad perenne. Huyendo de su vida rutinaria en que se había convertido todo. Huyendo de su pareja y de la impresión continua de sentirse minusvalorada. Al fin y al cabo, huyendo para comenzar de nuevo. Su nueva media naranja era amable con ella. Se desvivía por agradarla y había conseguido que algo, enterrado hace tiempo bajo el paso de las hojas del calendario, volviese a renacer con la energía que ya pensaba haber perdido para siempre. Esa persona que se encontraba ahora frente a ella había contribuido de manera decisiva a ello.




Sentía una extraña lucha en su interior, en la que pugnaban la necesidad de volver a escuchar su voz contra el orgullo y parecía que este último iba ganando. Orgullo de persona abandonada, que no quiere mostrar la necesidad de ella. Una sola humillación, la pérdida, la fuga, inesperada resulta más que suficiente en estos momentos. El orgullo es lo único que, en estos momentos, logra mantener a flote lo poco que queda en su interior. Una tabla de salvación provisional a la que aferrarse en medio del naufragio. Una vez desaparecido el capitán que guiaba su destino y las cartas de navegación, solo queda la sensación de no dejarse humillar aún más. La amaba casi tanto como la odiaba y, aunque se negase a reconocerlo en estos momentos, ahí residía el quid de la cuestión y de ahí nacía todo el dolor que recorría su cuerpo y su espíritu, e impregnaba cada átomo de todo lo material e inmaterial que le conformaba, de manera inmisericorde. 

Para evitar la tentación de volver a marcar su número lanzó con fuerza contra la pared su teléfono inteligente, buscando romper ese vínculo que le unía a ella de manera permanente con ese gesto, que dejaba entrever la rabia que también sentía por todo lo que estaba aconteciendo.





Ella no pensó mucho en lo que había dejado. Tal vez no tenía tiempo o, quizás, necesidad de hacerlo. Rodeada por los brazos de su actual pareja, en la cama, se aferraba al presente y al futuro, que podía construir junto a esa persona que la abrazaba por detrás, exorcizando con los brazos que la rodeaban,  y con su cuerpo, pegado a la espalda de ella,  todos los males encerrados en el pasado. Allí se sentía segura. Lejos de los miedos que la atenazaban hacía solo unas horas. Lejos de la sensación de que su vida estaba controlada por una pareja que aportaba el dinero al hogar y, debido sobre todo a su trabajo, marcaba los ritmos vitales de ambos. Sin embargo, entre esos dos brazos sentía el alivio que suele generar haber tomado la decisión correcta. La decisión de que nadie gobierne su vida. Decisión que trae aparejada la consecuencia de sentirse amada, como antes de que la memoria se diluyese en un recorrido de rutina y melancolía. Nunca más se dejaría dominar como hasta entonces. Ella era la dueña de su vida y de sus decisiones. Y había tomado la decisión, tiempo atrás, de acabar con todo aquello que la limita.





No pudo evitar recordar las varias infidelidades que ella había cometido, y de las que se había enterado (posiblemente hubiese tenido más relaciones que no conocía). Tras el sentimiento de humillación (de nuevo humillación) siempre había terminado perdonándola. Ella decía que se sentía sola y que necesitaba el cariño que en casa no tenía. Ese argumento conseguía desarmar todo atisbo de rabia, de humillación o la necesidad de abandonarla. Sentía que no podía dar aquello que ella, la mujer más maravillosa que había conocido, necesitaba. Ella conseguía que el sentimiento de culpa apagara todos los incendios que sus escarceos provocaban. Tal vez, pensó en ese momento, todo se reducía a que la amaba y lo que ella hacía le beneficiaba, pues impedía que tuviese que decir sobre continuar junto a ella o abandonarla. La culpa propia, real o ficticia, inducida o autoinducida, resultaba el pretexto ideal para no decidir, a pesar del sufrimiento que ello conllevaba. Por un momento pensó que, visto desde fuera, el término bragazas definía muy bien su comportamiento. 





La persona junto con la que se encontraba en ese momento era la décima o la undécima con la que había tenido una relación desde que se emparejó con quien había compartido su vida los últimos siete años. Con la excepción de los primeros meses, esos en los que las hormonas permiten volar bajo a los enamorados, jamás contempló la posibilidad de mantener una relación monógama. Necesitaba vivir nuevas experiencias, sobre todo sexuales. Descubrir aspectos novedosos en una relación sexual y experimentar formas de placer desconocidas. 

Ella consideraba que los mimbres de la existencia iban más allá de encerrarse en otra persona, con las limitaciones que ello conllevaba. Esta perspectiva hacía que no sintiese arrepentimiento ni sentimiento de culpa alguno por sus actos. Algo que sí percibía en su expareja cuando esta se enteraba de sus infidelidades (al menos de alguna de ellas). En realidad, esta asunción de responsabilidades propiciaba que sintiese una cierta comodidad cada vez que yacía junto a una mujer que no fuese la suya.





Tuvo un pálpito y se aprestó a confirmarlo. De manera atropellada accedió a la aplicación de su banco, a través de su móvil, y pudo comprobar que en la cuenta conjunta sólo aparecía una cantidad: treinta y cinco céntimos. Había vaciado la cuenta,  transfiriendo el dinero compartido a otra cuenta suya personal (reconocía los cuatro últimos números de la cuenta bancaria donde había ido a parar el dinero compartido). Aunque su sueldo , y sus ahorros personales permitían que abordase todas las situaciones económicas presentes y futuras con holgura, esta nueva traición suponía una nueva humillación y aportaba una nueva pista sobre la intencionalidad y la minuciosa planificación de todo lo que estaba viviendo. 

Si la balanza entre el odio y el amor aún estaba, hace unos momentos, en un extraño y frágil equilibrio, tras la comprobación ésta se inclinó de manera notoria hacia el balancín que contenía el odio. El peso  de éste resultaba cada vez mayor en su interior y no quería, ni seguramente podía, modificar esa situación. La odiaba como sólo se odia cuando te rompen el amor. 





Su nueva pareja estaba encantada con el regalo que acababa de entregarla: un magnífico colgante realizado por una afamada firma de joyería. La joya, pagada con parte del dinero que había en la cuenta corriente conjunta, le sentaba a la mujer que se encontraba frente a ella, con la que había decidido iniciar un proyecto de vida conjunta, extraordinariamente. Eva, que así se llamaba la mujer con la que había emprendido esta nueva aventura, dejaba traslucir la felicidad que generaba en ella el magnífico presente recibido. 

No existe mejor forma de comenzar algo nuevo que recibiendo una joya donde los diamantes, símbolo de la eternidad, no escasean, pensó ella mientras elegía la magnífica pieza de orfebrería para su nueva amante. 






Ella, sola en la que había sido la casa de ambas hasta hace bien poco, sentía que las paredes supuraban recuerdos dolorosos, en los que siempre estaba esa persona que, hasta hace bien poco, era cada una de las letras de la palabra vida . 

Su cerebro, en un acto de supervivencia básico y de amnesia momentánea, sintió que tenía hambre. Llevaba casi doce horas sin probar bocado, aunque hasta ese momento no se percatara de ello. Se dirigió al frigorífico como un robot sin vida al que le han programado esa misión, abriendo la puerta del electrodoméstico cuando llegó a su altura. Solo encontró un par de yogures y un táper, del que desconocía su contenido. La curiosidad pudo más que la desgana y abrió la tapa. Alitas de pollo con salsa barbacoa, ese era su contenido. 






La mañana antes de partir ella había pasado un buen rato en la cocina de su ya antiguo hogar. La preparación de las alitas de pollo con salsa barbacoa, el plato favorito de su expareja, no resultaba rápida y pretendía tener dicha comida terminada antes de abordar la cuestión de hacer las maletas. Como iba ser la última vez que cocinara para ella decidió añadir un extra a la salsa: varios frutos secos triturados. El objetivo era que aportara un toque afrutado, pero sin notarse en el paladar su presencia. Esto último resultaba fundamental, porque de otra manera no ingeriría la comida y los alérgenos que contenían no harían el efecto deseado en ella. Y tampoco habría servido de nada que hubiese vaciado de epinefrina todos los inyectables que ella tenía casa, para paliar los efectos de una reacción alérgica grave generada por la ingesta de frutos secos. Cuando tomo la decisión de abandonarla decidió acabar con todo lo que ella representaba y lo planificó a conciencia.




Ella se encontraba allí, sujetando la puerta abierta de la nevera, decidiendo, sin saberlo, sobre su futuro. Decidiendo si comerse un yogur o esas alitas con salsa barbacoa que, a pesar de lo que le decía a su expareja, no le resultaban un plato irresistible. Simplemente ella cocinaba mal, muy mal, y casi lo único aceptable, al menos para su paladar, que salía de la cocina cuando la mujer que la había abandonado se enfrascaba era ese guiso. 

Y allí siguió, durante casi medio minuto, con la puerta abierta sujeta por la mano derecha, hasta que decidió qué comer.