lunes, 29 de junio de 2020

COSAS NUEVAS Y VIEJAS

Esto de la nueva normalidad es como la vieja normalidad, pero con un toque surrealista que, en algunas ocasiones, roza lo esperpéntico. Basta ver el asunto de las mascarillas.
Hasta hace poco un tipo entraba en un banco con una mascarilla y todo el personal, menos Bruce Willis, se tiraba al suelo y entregaba al atracador hasta a la suegra, como señal de buena voluntad. Ahora, si el atracador va sin mascarilla es duramente reprendido por los trabajadores de la entidad bancaria y no le permiten acercarse a ellos para recoger el fruto de su trabajo, la pasta, si no lleva una mascarilla ffp2, que las quirúrgicas pueden transmitir el bicho con más facilidad. No sólo eso, le obligaron a lavarse las manos con gel hidoalcohólico antes de que le dieran los 715 euros que consiguió robar.
Baste decir que el otro día, detuvieron a un atracador de bancos y le pedían más cárcel por no llevar mascarilla, que por el atraco a punta de pistola que había cometido. ¡La leche!
Pero no todo iban a ser desventajas: la gente que come ajo está de enhorabuena con el uso de la mascarilla. Mejor dicho, la gente que trata con los comedores compulsivos de ajo están de enhorabuena. De hecho ya existen influencers que promocionan mascarillas reutilizables con bonitos dibujos de ajos, queso, pies o cepillos de dientes... Variando la imagen en función de las características personales del portador y de su olor característico.
Resulta sorprendente lo rápido que nos hemos adaptado a la situación. ¡Bueno, no siempre!
El otro día un amigo mío conoció a un mujer en un bar y se puso a hablar con ella. Todo parecía ir sobre ruedas: dos o tres copas; gustos comunes; alguna sonrisa cómplice... Hasta que ella dijo que estaba caliente. Entonces mi amigo se bloqueó. No sabía si llamar al 112 y decir que estaba con una mujer que podía tener síntomas del coronavirus o invitarla a ir juntos a su casa e intentar poner una pica en Flandes. 
Mi amigo, que nunca quiere inmiscuirse en asuntos privados como la salud o el estado civil de las mujeres que conoce en los bares, no lo dudó y la invitó a su casa. Pensó que, si realmente se encontraba en el inicio de la enfermedad, lo mejor sería darla una alegría para el cuerpo, que luego podía pasarlo muy mal con dichoso virus, y, al menos, el habría contribuido a alegrar ese período anterior a la enfermedad.
Tengo otro amigo que ese sí se ha adaptado bien a las circunstancias. Cada vez que conoce a una mujer le cuenta a qué se dedica, lo que suele darle buenos réditos, porque, por lo general, suele impresionar a las mujeres. 
¿A qué se dedica mi amigo? A hacer estudios sobre los hábitos que teníamos los españoles en los momentos en que el estado de alarma impedía a la mayoría de los españoles salir de casa. No sólo estudiaba los hábitos, él iba puerta por puerta para verificarlos. Comprobaba si la mayoría vestíamos esos días pijama, chándal o estábamos en bolas. También estudiaba la higiene personal de aquellos a los visitaba: limpieza corporal, afeitado, depilación de bigote femenina... Las mujeres admiran a mi colega. Un tipo capaz de jugarse el pescuezo por saber, y transmitir, como hemos vivido durante el confinamiento, mola. Igual  las molaría un poco menos si supiesen que mi amigo es repartido de una empresa de mensajería y no ha parado de trabajar durante estos meses, llevando paquetes a diestro y siniestro.
Esta situación que hemos vivido nos ha impulsado a situaciones perjudiciales para nuestra salud: sobrepeso, ingerir demasiados hidratos de carbono, alcoholismo fomentado por el Gobierno... 
¿Alcoholismo fomentado por el Gobierno? Cierto. Mire sino lo que le ocurrió a un amigo mío. Vivía en un lugar que entró en fase 2 y quería ir al campo a andar con su familia. Consultó con la Administración y le dijeron que no podía alejarse de su localidad. Tras la frustración que sintió miró  en el listado de actividades permitidas que podía hacer y vio que podía juntarse con otras catorce personas para beber en una terraza. Veintiún días se tiró saliendo a beber cervezas con otras catorce personas para olvidar que no podía hacer senderismo. A día de hoy tampoco puede realizar esa actividad deportiva porque está esperando un transplante de hígado porque esos días estuvo muy frustrado por no poder pasear por el campo y bebió mucho, muchísimo, durante esos veintiún días para borrar ese sentimiento. Ha pérdido un hígado, pero ha ganado el agradecimiento de todos los bares del barrio. Él solo ha contribuido a mantener a flote la economía de todos los bares del barrio. Un filántropo.
También es verdad que hay cosas que no han cambiado con la nueva normalidad. Ahora no se puede bailar en las discotecas, lo que implica que hemos triunfado nosotros: los levantadores de vaso en barra fija. Los que no bailábamos aunque nos fuera en ello la vida. Al final, la Naturaleza ha puesto las cosas en su sitio.
De igual forma, los consumidores compulsivos de series, los que no tenían amigos y permanecían en casa por obligación, los admiradores de Álex Ubago han vivido esta situación con total normalidad. Los unos, los primeros, porque tenían todo el tiempo del mundo para su hobby. Los segundos porque no se han debido deprimir por no poder salir y los últimos porque escuchar a ese tipo es sufrimiento y soledad, como el confinamiento.
Esta nueva realidad ha traído una serie de distorsiones, que se ven claramente en el mercado laboral. Como es sabido, la pandemia ha generado un problema en la Economía de todos los países. Muchas personas han perdido sus puestos de trabajo. Una gran parte de esos trabajadores se han pasado casi dos meses haciendo magdalenas, bizcochos, pan... en sus casas y han incorporado esta nueva habilidad a su currículum. Ahora sobran panaderos y reposteros y faltan torneros fresadores, trabajadores de la siderurgia, peones camineros. También hacen falta nutricionistas, que ayuden al personal a rebajar las consecuencias de probar los productos generados durante el período de formación de estos reposteros y panaderos.
En fin, que esta nueva vida que nos ha tocado tiene sus cosas buena y malas, pero, por favor, pase lo que pase, nunca escuchen a Álex Ubago. Piensen que de todo se puede salir y que nadie merece un nivel de sufrimiento tan alto como el que se consigue escuchando una canción del vitoriano.