jueves, 6 de enero de 2022

COMAMOS

16 de octubre de 1981, Villamarciel
 
Le resultaba imposible dormir. Por primera noche en muchos años, no compartía el lecho con ella y, también, por primera vez, sentía que el frío recién descubierto de la cama se componía de una infinidad de silencios y añoranza. 
Cuarenta y dos años juntos, que se dice pronto. Nueve hijos, de los cuales cuatro fallecieron en diferentes momentos de la infancia, debido a enfermedades conocidas o desconocidas. Siete nietos, por el momento, todos sanos como robles, que diría Don Nemesio, el viejo, y ya jubilado, médico del pueblo. Siete pequeños, alguno ya no tan pequeño, a los que echaba de menos, pues todos vivían lejos del pueblo, en la capital de la provincia o en Madrid. Todos sus hijos emigraron, en cuanto pudieron. Se marcharon de ese lugar donde él aún vivía, como buena parte de la gente de su edad, para buscar una mejor vida y, por lo que ellos cuentan, lo consiguieron. Él no podía juzgar si lo habían conseguido, pues sólo había estado en sus casas de visita y, por otra parte, la única referencia que poseía para poder comparar era su propia forma de vida en el pueblo, donde él se sentía feliz. Al menos hasta ese momento, en que todo constituía una novedad impregnada de dolor.
Ahora se encontraba solo y pensaba en todo aquello que anhelaba haber hecho o dicho. Haber hecho hecho o haberle dicho a ella.
Se desdibujaba en el recuerdo el día en que la conoció en la verbena de San Juan. Existía algo en ella que le llamaba poderosamente la atención. No la encontraba excesivamente guapa, tampoco fea, por supuesto. Su cuerpo, o lo que intuía de él, no podía considerarse un conjunto perfecto y excitante de curvas, aunque él si  intuía ciertas formas sensuales bajo su ropa de fiesta. A pesar de ese análisis lógico, que en realidad tenía mucho de instintivo e irracional, existía algo que hacía que la desease, como solo acontece cuando no existe explicación ni resulta necesaria. Y así comenzó todo en esa noche de junio de hace más de cuatro décadas.
Muchas veces pensó, y nunca se atrevió a decir a nadie, incluida su mujer, que podía considerarse afortunado. Él se desposó con una mujer por la que sentía algo, aunque jamás tuvo interés en poner nombre a ese estado que provocaba María, que así se llamaba su esposa, en su interior. ¿Para qué? 
Sin embargo, otros amigos suyos, unos cuantos, acabaron contrayendo matrimonio con mujeres cuya aspiración era la misma que la de la ellos: no acabar solos y señalados por la gente de orden del pueblo, que eran casi todos. Podía decirse que seguían una política de evitar problemas individuales y disfunciones sociales. 
Tras la boda todo discurrió como debía. Al año siguiente, casi un año y medio después de los esponsales, nació el primer hijo, Lorenzo, que murió meses después debido a una infección. Tal vez ese fue el momento en que más unido estuviese a mi mujer. Por primera, y casi última vez, se permitió llorar en público. En aquella época mostrar no se consideraba apropiado que los hombres mostrasen sus emociones. Existían excepciones como la muerte de un hijo, en especial si era el primogénito, y algún otro hecho aislado. 
El llanto no ocasionó esa unión, más bien puede decirse que esa comunión vino propiciada por el hecho, socialmente aceptado en estas circunstancias. de compartir el dolor con María. Pero pronto todo volvió a su ser. La rutina, las jornadas interminables de trabajo de ambos, en las que no se veían, porque cada uno tenía su cometido establecido desde mucho antes de que ellos nacieran. Dos personas que convivían bajo el mismo techo, con una ocupación común: subsistir. Y el domingo, el día de holganza, la misa, el bar para él, y las amigas para ella, constituían un breve quiebro a la variada rutina marcada por las estaciones. 
Llegaron más hijos, otros ocho, como antes se dijo, y con ellos nuevas ocupaciones y preocupaciones.  María, la mayor, rápidamente se puso a cuidar de sus hermanos más pequeños y a ayudar en los quehaceres de la casa. Encarnación, la tercera, en cuanto tuvo edad, alivió las obligaciones de la primogénita, ayudando en las labores del hogar.
 Ellos, a los 9 años, cuando terminaba la escuela, echaban una mano al padre en las tareas del campo. 
Las unas y los otros aprendieron en la escuela las letras y a hacer cuentas. Lo básico para poderse desenvolver en la vida, les dijo el maestro a los padres un domingo después de la misa. 
Si alguna vez tuvieron aptitudes para el estudio nunca lo supo. El docente nunca les dijo nada al respecto, ni lo contrario tampoco, y las circunstancias en aquel entonces tampoco .
Tuvieron hijos por lo mismo que sembraba el trigo a finales de octubre, porque es lo que tocaba y no se podía hacer otra cosa. 
Ahora, con la perspectiva que produce el paso del tiempo y las circunstancias vividas, le hubiese gustado estar más tiempo con ellos. Mejor dicho, le hubiese apetecido conocer como pensaban, como sentían, pero ahora ya era tarde. Ellos tenían sus parejas, sus hijos y él para sus descendientes se podía definir como el padre que los crio, que trabajó de sol a sol para que siempre tuviesen algo que llevarse a la boca, en una época de hambre. Un hombre recio, de pocas palabras y parco en afectos. Un anciano que parecía diferente cuando estaba con sus nietos, que sin ellos pretenderlo, le dibujaban una sonrisa perenne cuando estaba en su presencia. Una sonrisa pocas veces vista por sus hijos y que, en un principio, les resultó tan extraña como desconcertante, pero a la que se acostumbraron con el paso del tiempo. Al igual que se acostumbraron a ver como jugaba, como si le fuese la vida en ello, con esos pequeños que conseguían extraer de él algo desconocido hasta entonces para sus propios hijos.
Su cuerpo y lo que quedaba de su alma en esos momentos seguían en esa solitaria casa en aquella fría noche castellana de octubre. Sin María. Con su presencia constante, pero incompleta. Con el peso de todo aquello que tuvo que haberla dicho en todas aquellas ocasiones en que la miraba embobado porque la encontraba guapísima o cuando llegaba más allá de donde él podía llegar o cuando, simplemente, algo en su interior le hacía sentirse bien junto a ella y sentía la necesidad de decírselo, pero no lo consideraba apropiado, porque nunca vio a un hombre hacer ese tipo de cosas. 
Ahora sabía que era tarde. Ya no podía remediarlo. Se sentía huérfano de María y traspasado de decepción hacia sí mismo, por todo aquello que esquivó durante muchos años de convivencia con ella y que ahora fluía casi tan intenso como el dolor de la pérdida.


24 de diciembre de 1981, Villamarciel.

Un año más todos sus hijos, sus parejas y sus nietos se encontraban en la casa familiar del pueblo. En Nochebuena siempre había acontecido así, excepto el año que Encarnación dio a luz a su segundo hijo, Andrés, que fue así llamado en honor a su abuelo materno, el 23 de diciembre. 
Todos menos María. Al menos en cuerpo presente, porque su recuerdo envolvía a los adultos que se encontraban ese día allí. 
Cuando comenzó la cena, también por primera vez, Andrés, el anfitrión, interrumpió todas las conversaciones porque quería dirigirse a todos los que allí se encontraban: "Tengo algo importante que contaros".
Esas palabras abrieron un silencio denso. Un silencio denso y expectante, cargado premonitoriamente de recuerdos y de ausencia, al menos para los adultos. Un silencio de extrañeza entre los niños, que nunca habían presenciado ese rostro serio y grave en el rostro de su abuelo, que acompañado de ese tono de voz desconocido, resultaba desconcertante para ellos.
Comenzó a hablar con de manera pausada, con la facilidad de quien ha estudiado un guión y tiene capacidad para la interpretación. En el fondo, iba a interpretar la obra de su vida, y aunque no estuviese acostumbrado a la oratoria, esto facilitaba la fluidez del discurso.
"María, mi mujer, vuestra madre, vuestra suegra, vuestra abuela, nos dejó hace dos meses. La hecho de menos. Mucho. Imagino que vosotros, sus hijos, mis hijos, también sentiréis esa pena por su partida. 
Sabéis, durante este tiempo, estas semanas sin mi mujer, he tenido ocasión de vivir el dolor, la soledad, el vacío más absoluto y otras cosas a las que no sé poner nombre. De todo ello lo que más me duele es aquello que yo pude hacer y no hice cuando ella se encontraba entre nosotros. Y no, no me refiero a tratar mejor a vuestra madre. Jamás la falté al respeto. Al contrario, siempre la respeté. Jamás visité un prostíbulo ni la insulté ni mucho menos la pegué. Sin embargo, lo que jamás oyó de mis labios es que la quería, y la quería mucho. En ninguna de las muchas veces que lo pensé, que lo sentí, tuve el valor de comentárselo, aunque sintiese una necesidad imperiosa de ello. Cuando esto ocurría existía en mí un vacío generado por la cobardía, que se rellenaba, en falso, porque sabía que hacía lo que se esperaba de mi, de un hombre. Fuimos educados para trabajar de sol a sol, con la única finalidad de crear y mantener una familia. 
En aquella época no se nos permitía pensar ni expresar sentimientos. Todo lo más ahogar nuestra monotonía en el vino peleón del bar; lo que llevo a más de uno al alcoholismo. Como a Lucio, que cuando llegaba borracho a su casa era frecuente que pegase a Charo, su mujer. Por más que hablé con Lucio no conseguí que la dejase en paz. Cuando estaba sereno lloraba y decía arrepentirse de ello, pero tras beber se convertía en otra persona, una bestia para la persona a la que debía respetar por ser su mujer y por la consideración que debía sentir hacia la persona que en el día a día del pueblo intentaba tapar la miseria en que se había convertido la vida de Lucio y de los que le rodeaban.
Sin embargo, jamás la dije . que la quería ni lo guapa que la encontraba cuando se vestía para la fiesta o para ir a misa ni lo feliz que era con el nacimiento de cada uno de vosotros ni...
Pero eso, por desgracia, ya no puedo remediarlo. Sin embargo, sí puedo contaros lo feliz que me sentí cuando María aprendió a leer. Sabes, fuiste la primera persona en mi familia que leyó con fluidez y que escribía sin tener que deletrear. También me sentí orgulloso cuando el maestro me contó que tú, Mauro, eras muy bueno haciendo cuentas. Cuando tú, Andrés, me dijiste que querías irte a la ciudad y que además de trabajar ibas a estudiar, aunque no hice ningún comentario, la alegría y el sentimiento de felicidad me invadió por dentro. 
Podría seguir hablando largo rato, pero la cena se enfriaría, y a vuestra madre eso no le gustaba. Recordad como se ponía cuando no teníamos prisa en sentarnos a la mesa porque las conversaciones atrasadas se convertían en más importante que lo que ella había cocinado durante todo el día para nosotros, su familia. 
Sólo quiero añadir algo más: Aunque a ella no se lo dije nunca, quiero que sepáis que amaba a vuestra madre con todas mis fuerzas. Y también me gustaría que supieses que me siento orgulloso de todos vosotros, hijos míos. Os quiero y os agradezco que estéis aquí en este día con vuestras parejas y con vuestros hijos, mis nietos.
Al final, ha resultado mucho más fácil decirlo de lo que pensé durante décadas que sería.
Gracias por escucharme y hagamos caso a vuestra madre. Comamos". 




3 comentarios:

Unknown dijo...

Paco me ha sorprendido muy gratamente tu forma de escribir, no sabía de esta 'faceta' tuya ;) Me gustó mucho tu forma de describir el momento, los gestos y palabras del personaje. Un saludo.

PACO dijo...

Muchas gracias por tu comentario y por usar parte de tu tiempo en la lectura de mi relato.

Perla dijo...

Paco, muito bonito!!!
Gostei!
Já falamos 😉