viernes, 7 de octubre de 2022

EL MOMENTO ADECUADO

 A pesar de su edad hasta ese momento no había comprendido que en lo relacionado con el amor y con las relaciones asociadas el dolor podía constituir un elemento tan importante y común como el placer o el bienestar que este genera. La convivencia, el final de la misma. La unión, la separación. La compañía, la soledad. El deseo de estar solo, el sentimiento de soledad. El conformismo, el inicio de una nueva búsqueda... El anverso y el reverso.  Disfrutar y sufrir.

Él, Manuel, ahora se encontraba en algún lugar del reverso, ya conocido con anterioridad, pero con unos matices distintos a lo vivido hasta entonces. Con absoluta certeza esta mutación se debía a dos cuestiones: un cansancio indefinible, cimentado en una acumulación, tampoco excesiva, de fracasos y el escepticismo que empezaba a adueñarse de él sobre su propia capacidad para convivir con alguien. Esta forma de afrontar esta etapa lo encaminaba a seguir el sendero de la prudencia, de la frialdad racional antes de tomar decisión alguna sobre hacia dónde encaminarse y, sobre todo, con quién debía rehacer el camino.  Él lo resumía esta forma de vivir esta situación en tres palabras: ¡La puta edad!

Todo ello no le impedía utilizar algunas plataformas de citas, "para no aburrirse... Y si cae algo, pues...", explicaba a algunos de sus conocidos.  De ahí salieron varias citas y alguna aventura de una noche en la cama, que no tuvieron continuidad. Ni él ni su compañera ocasional tenían mayor interés en volver a verse de manera concertada. 

Manuel se dejaba llevar. Los días no resultaban iguales, pero sí faltos del aliento vital, que convierte lo cotidiano en algo excepcional. Cabalgaba sobre las semanas, sobre los meses, con la tranquilidad de quien no espera nada, absolutamente nada, y solo se deja llevar revestido por la certeza inapelable del paso del tiempo. Acompañaba al frío de las noches de enero, al calor de las tardes del estío, el nacimiento de la luz y la vida en primavera y la paulatina claudicación de la luz en otoño, reflejada en los ocres que tintan el suelo de antiguas y efímeras existencias vegetales. 

De vez en cuando escuchaba La canción del daño, de León Benavente, y, aunque trataba de no hacerlo, se sentía identificado con la cruda letra, una historia de mil historias tan certera como lúcida. De manera automática, como si de un resorte que le impelía a salir del abismo se tratara, se proponía hacer mil y una cosas diferentes, que con el paso del tiempo iba olvidando. 

En una de estas fases agudas que le empujaban a cambiar, a abandonar su abandono, conoció a Blanca. Blanca puede describirse como todo aquello que necesitaba Manuel, sin él intuir siquiera que lo necesitase. Tal vez solo buscase, en un primer momento, que todo fluyese sin grandes pretensiones ni expectativas. Lo esencial, lo nuclear, radicaba en que todo parecía avanzar con facilidad. No existían preguntas innecesarias ni respuestas abruptas, solo aquello que los unía. 

Por supuesto, Blanca le resultaba atractiva. Miente quien defiende que el físico no tiene importancia a la hora de iniciar una atracción; la primera impresión, positiva o negativa, entra por los ojos. Después ya cada cual debe jugar sus cartas, pudiendo modificar esa primera impresión. 

Cuando Manuel describió a Blanca a sus amigos, que aún no la conocían, dijo de ella que "era  morena, guapa, bajita y con un buen culo". Por supuesto también habló de su personalidad, pero eso pareció importar menos a sus oyentes y lo que verdaderamente provocó la curiosidad en ellos tenía que ver con aquello que se puede percibir a través de los ojos. Cuando la conocieron no dudaron en felicitar a su amigo porque "parecía muy maja", mensaje que, de manera eufemística, significaba que concordaban con la descripción inicial que su amigo les dio de su nueva pareja, al menos en la parte que a ellos les interesaba. 

La relación volvió a hacer que Manuel volase a ras de suelo, de nuevo. Había olvidado esa sensación. Tal vez porque hubiese desterrando la posibilidad de volver a vivirla en ese caldo espeso formado por la dejadez, que durante los últimos tiempos le había invado. Ahora le importaban poco las horas, los días o las noches, la lluvia o el viento, el Sol o la Luna, los sueños o la realidad, la sed o el hambre, viajar o permanecer en la cama... Porque las horas, los días, las noches, la lluvia, el viento, el Sol, la Luna, los sueños y la realidad solo constituían un escenario en el que vivir junto a Blanca, que daba sentido a todo. La sed era un anhelo de los labios de Blanca o de los fluidos de su vagina y el hambre solo existía cuando no podía poseer su cuerpo en la cama de sus casas o en cualquier otro lugar donde se encontrasen de viaje.

Manuel aún seguía en la fase de enamoramiento, Blanca también, cuando ella, por primera vez, le invitó a compartir unas rayas. Era sábado por la noche, se encontraban en un local de moda para gente que se encontraba en el entorno de los cuarenta y le dijo que fuesen al servicio a "meterse unos tiritos". Él se sintió desubicado. Respondió que había fumando mucha maría y mucho costo, pero que hacía tiempo que lo había dejado, y que "nunca se había metido farlopa, porque se conocía y sabía que iba a acabar enganchado".

 "Mira, yo suelo pillar medio pollo algún sábado, más o menos una vez al mes, lo suelo compartir con una amiga. Nos metemos tres rayas cada una, como te he dicho, igual en un mes o en un mes y medio no vuelvo a probarla. Si tienes cuidado no acabas pillado. Yo llevo así unos cuantos años", explicó mientras le enseñaba con mucho sigilo la bolsa donde se encontraba el medio gramo de cocaína. 

Indeciso, Manuel demoró su respuesta. Por una lado quería compartir la sensación con Blanca, pero, por otra parte, sentía pánico ante la idea de la adicción que generaba esa droga y él sabía que si la probaba le iba a gustar y iba a repetir con demasiada frecuencia. Tras unos segundos, confuso aún, declinó la invitación. 

"No pasa nada. Lo entiendo", contestó ella antes de darle un beso en los labios e irse al servicio. Cuando volvió, varios minutos después, él la observó y no notó nada, tal vez los ojos un poco más abiertos, pero dos minutos después ella cambió. Comenzó a moverse, bailar, acercarse a él de manera sugerente. Fue en ese instante donde Manuel se decidió: "Vamos al servicio, yo también quiero estar como tú" y ambos se encaminaron al servicio de hombres, en el que no había que esperar para entrar. 

La noche discurrió de manera divertida y frenética. Al menos así lo recordaba él, cuando se despertó, ya con el mediodía superado, junto a ella. A su lado Blanca seguía dormida, mientras la miraba embelesado. La amaba. Era feliz. No necesitaba nada más. 

Ambos seguían enamorados algún mes después, pero la rutina diaria de cada uno iba reclamando su lugar en la vida de ambos. La magia comenzaba a desvanecerse, aunque querían, y necesitaban, seguir el uno junto el otro. Sin embargo, no varió la necesidad de seguir saliendo los fines de semana para romper con todo aquello que la semana conllevaba. Pero, como todo aquello que se repite por sistema, este aspecto también terminó por adoptar el color gris de lo predecible y solo algún viaje ocasional conseguía rebajar la tonalidad cenicienta. Esta previsibilidad, con total certeza, influyó en que ambos aumentasen la cantidad de cocaína que adquirían y consumían La euforia que les procuraba cada raya  conseguía que abandonasen todo lo que en su mente les lastraba, abandonándose el uno en el otro y en sí mismo.

Durante más de un año limitaron este estilo de vida a fines de semana, algún viernes, cada vez más, y todos los sábados. Los domingos no solían probar la droga, pero, de vez en cuando, hacían excepciones. 

Llegado ese momento, Manuel sabía que el siguiente paso en esa recorrido que habían emprendido Blanca y él hacía tiempo poseía un nombre: adicción. De nuevo, como cuando ella le ofreció consumir por primera vez, se sentía confundido. De nuevo, analizó los pros y los contras. 

Dos días después había tomado una decisión, que Blanca sabría cuando llegase el momento oportuno.

Esa misma tarde el móvil de Blanca sonó. En la pantalla aparecía una foto de Manuel, mientras sonaba un tema de Vetusta Morla. "¿Qué se le habrá olvidado?", pensó. Cuando pulsó el botón verde sobre la pantalla escuchó una voz femenina: "¡Buenas tardes! Conoce usted a Manuel Sánchez Vela", inquirió la voz. Ella, sorprendida, respondió: "Sí, es mi pareja". "Siento comunicarle que ha fallecido hace unos minutos debido a un accidente de tráfico". No oyó nada más. La luz se desvaneció, el alma, en el que no creía, pareció deslizarse fuera de ella a través de todos y cada uno de los poros. Apenas escuchaba a alguien preguntándole desde el otro lado del teléfono si seguía ahí. Haciendo un esfuerzo hercúleo, como el boxeador que se levanta por enésima vez del suelo del ring para continuar el combate, solo acertó a articular: "¿Dónde está?". La voz femenina le explicó que estaban trasladando el cuerpo al Instituto Anatómico Forense...


Pasaron dos o tres meses desde el fallecimiento de Manuel antes de que ella se atreviese a enfrentarse a los papeles, recuerdos conjuntos y demás objetos de él. No cabe duda de que el hecho de recibir la notificación de la autopsia, donde certificaba que cuando tuvo el accidente no se encontraba bajo el efecto de la cocaína, contribuyó a abordar esta tarea, pospuesta hasta ese momento sine die. El contenido de esa carta había liberado a Blanca de un sentimiento de culpa que la asfixiaba desde el trágico día en que perdió a la persona a la que amaba. Nunca se hubiese perdonado que la causa del fallecimiento, o la posible causa, hubiese estado vinculada al uso de la cocaína, que él no había probado con anterioridad hasta que ella se la había ofrecido aquel sábado. 

Al poco de entrar en la casa encontró un sobre en el que se podía leer: Para mi amada Blanca. Se tomó un tiempo antes de cogerlo y ver su contenido, porque el significado de lo que acababa de ver descartaba todas las certezas que poseía sobre el luctuoso suceso que había acabado con la vida de Manuel. Aunque desconocía el contenido, tenía conciencia plena de lo que implicaba: él sabía que iba a morir. 

Un día antes del accidente había comprando un gramo de cocaína, que no había consumido. Hoy la llevaba en el bolso, "por si acaso", y ante lo que acababa de ocurrir decidió hacer uso de la misma. Se hizo una raya y la esnifó antes de abordar la lectura de la carta dirigida a ella. 

Cinco minutos después, cuando decidió que su ánimo era el adecuado, abrió el sobre y extrajo un único folio de él y leyó en voz baja:

"Querida Blanca, si está leyendo esto lo primero que debo hacer es pedirte disculpas. 

Como ya intuirás mi muerte no se debe a un mero accidente. En realidad, se trata de un suicidio. De nuevo te pido disculpas. 

Sé que, seguramente, no vas a entenderme ni a perdonarme, pero, al menos, me gustaría explicarte lo que me ha llevado a tomar esta decisión. Espero que lo leas hasta el final, aunque después acabes odiándome.

Unos días antes del accidente me di cuenta de que íbamos camino de convertirnos en unos adictos a la coca y pensé en las opciones que se presentaban ante esta realidad. Las dos opciones, obvias, eran dejar de consumir o seguir hasta el final. 

La primera opción nos privaría de esos momentos, los mejores de nuestra relación desde hacía unos meses, y, muy probablemente, acabaría separándonos, pues el día a día no nos gustaba a ninguno de los dos y necesitábamos ese escape, controlado, para salir de la realidad que nos envolvía. Sabes, no quería volver a pasar por el dolor que implica una ruptura, el sentimiento de soledad, la nada. 

Seguir consumiendo nos llevaría a no ser nosotros nunca más y yo estoy enamorado de ti, y no creo que lo estuviese de una persona adicta, que solo viviese para meterse rayas. Una persona que no es la que yo conocí y a la que, hasta la fecha de mi muerte, seguía amando.

Ante esta disyuntiva, el dolor o la adicción, y lo que ello conllevaba, solo parecía existir una salida, dejar todo tal como estaba en este momento y lo que he hecho me ha parecido la única forma de mantener todo suspendido en el tiempo, aunque sea a través de tu recuerdo. De nuevo te pido disculpas, pero creo que es lo mejor para ambos. Tú, con el tiempo, podrás rehacer tu vida. Yo no sufriré ni dependeré de ninguna sustancia para ser feliz.

Te amó."

Mientras arrojaba lo que quedaba de la cocaína a la taza del váter, mascullaba entre dientes: "Podías habérmelo dicho, en vez de suicidarte, ¡hijo de puta!"  Y en ese momento lloró, porque recordó que en las fechas anteriores a su suicidio ella también había pensado lo mismo que él la había contado por escrito y tampoco se lo dijo. Simplemente lo pospuso hasta que llegase el momento adecuado.

No hay comentarios: