lunes, 23 de mayo de 2016

ESA SONRISA

No sabía como había llegado a aquel lugar ni a aquella situación. Lo último que recordaba era haberse acostado cansada, muy cansada, tras una jornada agotadora. La mejor descripción de lo que le rodeaba podía ser dantesco. Uno de sus mejores amigos yacía en el suelo sobre una gran mancha creada a partir de su propia sangre. Mancha que parecía proceder del manantial en que se había convertido su cabeza, tras sufrir un fuerte golpe que le había producido una tremenda herida. 
Un par de metros hacia la derecha pudo contemplar con horror como la cabeza de su mejor amiga, sentada en una vieja silla de madera y maniatada, había cedido a la fuerza de la gravedad y apuntaba a una más que probable muerte por rotura del tronco del encéfalo, producto de una maniobra intencionada
Para completar el cuadro, un desconocido, tumbado también sobre un charco de sangre entre la estancia y el pasillo, mostraba el mango de un gran cuchillo saliendo de su abdomen. No podía asegurar si había recibido una o más cuchilladas, pues el rojo invadía teñía su ropa y costaba profundizar en detalles como la saña del ejecutor.
No la cabía duda alguna sobre lo ocurrido: las tres personas habían sufrido la furia de uno, o varios, asesinos, que parecían haber disfrutado, acabando de diferentes formas con los tres finados. Pero a ella lo que parecía intrigarla más del asunto era por qué se encontraba en ese lugar. Cómo había llegado hasta allí y, lo más importante, cuál era su papel en todo este asunto. 
Cuando logró apartar esos pensamientos de su cabeza hizo lo que consideró más lógico: llamar a la Policía. En unos minutos los primeros agentes franquearon la puerta de la casa y, tras la fuerte impresión inicial, se hicieron cargo del asunto.
A partir de ese momento la casa se convirtió en un maremágnum. Gente, uniformada o no, entrando y saliendo, repitiendo las mismas preguntas y los mismos comentarios morbosos y, en algún caso, las mismas previsibles gracietas. Así durante casi media hora, hasta que la persona que parecía mandar en todo ese pequeño ejército me invitó a abandonar el lugar. escoltada por dos funcionarios policiales,sin uniforme, que me invitaron a acompañarles a una comisaría.
No voy a narrar lo que allí ocurrió. Baste decir que al abandonar el lugar, tras más de seis horas de espera e interrogatorios, me sentí humillada, ultrajada, por las insinuaciones que una y otra vez me lanzaban los interrogadores. Preguntas que atentaban contra mi intimidad y que llegaban a insinuar que cometí los asesinatos movida por celos. ¿Celos? ¿Celos de quién o de qué? Mi pareja, mi esposa, me ama y nuestra relación me colma de felicidad. Ella es una mujer maravillosa y yo creo ser también una mujer que la llene cada día con esa misma felicidad. Al menos yo me esfuerzo cada día para que así sea.
Casi una hora después de abandonar la comisaría llegué a mi casa. Sentí en el alma que mi cónyuge no estuviese en casa, llevaba dos días de viaje por cuestiones labores y aún tardaría dos más en volver a nuestro hogar. En cuanto pudiese hablaría con ella para contar la desagradable experiencia que había vivido durante este último día. Pero debía esperar a que ella me llamase. No quería interrumpir ninguna reunión con algo que podía esperar.
Me tumbé en la cama e ingerí una pastilla para tranquilizarme. Mi mente vagó por todo lo vivido durante el día, intentando ordenar lo sucedido. Demasiadas emociones para poder extraer conclusiones definitivas, en especial sobre mi papel en este asunto. Al final, fruto del cansancio del día y del fármaco, me dormí.
Cuando desperté no reconocía el lugar en el que me encontraba, tal vez porque aún me encontraba adormilada y no conseguía enfocar la estancia con nitidez. Seguía tumbada, pero no podía mover ni los brazos ni las piernas. Me aprecia escuchar un par de voces. Sí, alguien hablaba cerca de mí. Entonces lo tuve claro: todo había sido una pesadilla. Nada había ocurrido en realidad.
Seguía sin poder mover los brazos y las piernas, pero no me importó. Mi atención se centró en escuchar las voces. Me costaba mucho focalizar mi atención. Seguía en una especie de duermevela, que me impedía dominar por completo mis sentidos.
Ahora sí. Ahora parecía comprender las dos voces, una masculina y otra femenina, que parecían encontrarse muy cerca de mí. La mujer le decía al hombre:
- Creo que ni el bromuro de pancuronio ni el cloruro de potasio han surtido efecto.
- Sí- repuso la voz del hombre- Solo el calmante ha hecho su trabajo. Aunque parece que se está despertando.
- No sé si volver a aplicar el procedimiento o esperar la decisión del Gobernador- expuso confusa ella.
- Nosotros debemos contarle lo sucedido y que él decida qué hacer- zanjó el hombre.
¿Bromuro de pancuronio, cloruro de potasio? Esas sustancias me sonaban, aunque no estaba seguro de qué. Por fin desapareció esa especie de modorra y pude contemplar la aséptica sala en la que me encontraba tumbada. En ese instante me di cuenta de que me encontraba atada de pies y manos.
¡Dios! ¡El bromuro de pancuronio y el cloruro de potasio son dos de los tres componentes de la inyección letal! ¡Me han intentado ejecutar!
No sabría definir con precisión lo que sentía. Tal vez lo que mejor defina mi estado sea aterrada. Me agité, intentando zafarme de lo que me mantenía atada a mi cadalso. Como era previsible no lo conseguí. Al girar la cabeza, en uno de las absurdas tentativas por liberarme, pude contemplar que a mi derecha se encontraban varias personas sentadas, observando la escena. No parecían tener excesivo interés en mi lucha por escapar. Diríase que parecían contrariadas porque yo hubiese llegado a poder intentar seguir viviendo.
De repente me fijé en una de ellas y la reconocí. Entre ese reducido grupo se encontraba mi esposa, que esbozó una casi imperceptible sonrisa cuando se dio cuenta de que la miraba. En ese instante todo vino a mi mente con la claridad de un día despejado de verano.
Mis dos mejores amigos habían organizado una cena en su casa para festejar que habían decidido casarse. A esa cena sólo acudiríamos cuatro personas: ellos dos, el hermano de ella y yo. Mi esposa se encontraba fuera de por un asunto laboral, que habia surgido de manera imprevista, y no pudo acudir.
La cena resultó muy agradable y divertida. Julien, el hermano de la futura esposa, al que no conocía con anterioridad, resultó ser un excelente conversador, con un sentido del humor maravilloso. Como colofón, en los postres, apareció, de improviso, mi pareja. Nos explicó que pudo zafarse antes de tiempo de sus obligaciones y nada le apetecía más que compartir con nosotros esta velada. Aportó unos magníficos profiteroles, que decía haber comprado en una afamada panadería italiana que se encontraba en la ciudad que había visitado por trabajo. Me extrañó que hubiese traído ese dulce, pues a mí no me gustaba, pero en un instante disipó mi extrañeza al enseñarme una pequeña tarta de queso, mi favorita. "Sé que no te gustan los profiteroles, pero no les iba a privar a ellos de esta delicatessen. Como puedes comprobar, y podrás probar, no me he olvidado de ti", explicó, mientras me daba un beso.
Los cuatro dimos cuenta de los dulces sin excesivas contemplaciones. Estaban exquisitos. Mi cónyuge no probó ninguna de las delicias que había traído, lo cual no me extraño, pues llevaba una estricta dieta desde hace casi dos meses.
Pasados unos pocos minutos noté cierto sopor, que, por lo que observaba, resultaba mucho más profundo en los otros comensales. Sería más preciso decir, en los otros tres comensales. Mi pareja no parecía sufrir los mismos síntomas. Entonces vi por primera vez esa leve sonrisa. Ella me miraba con ese asomo de sonrisa. Fue en ese momento cuando el trío compuesto por el futuro matrimonio y el próximo cuñado del esposo se quedaron dormidos sobre la mesa. Yo, a duras penas, conseguía mantener los ojos abiertos. En ese momento la recién aparecida habló, dirigiéndose a mí. "Los profiteroles contienen un relajante neuromuscular en altas dosis, que ha provocado la somnolencia en ellos. Tu tarta de queso también está aliñada con esa misma sustancia, pero en dosis menor, lo que te provoca somnnolencia y una gran dificultad para coordinar tus movimientos, pero no te hará dormir. Vas a asistir al asesinato de los otros tres comensales, sin poder impedirlo. Y, lo mejor, te echarán a ti la culpa de ellos. ¿Por qué? Me he cansado de ti. De tus mimos, de tus detalles, de tu falta real de pasión. ¡Estoy harta! Necesito otra cosa. No sé muy bien el qué. O sí. Romper con lo cotidiano, con la seguridad de lo cotidiano. Necesito algo como lo que estoy a punto de hacer". Y en ese momento volví a ver ese asomo de sonrisa que ahora veo al otro lado del cristal en una persona que se encuentra entre el público que asiste a mi ejecución.

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