lunes, 3 de abril de 2017

EL INDIVIDUO Y EL LOBO

"Los que no construyen deben quemar.
Es algo tan viejo como la historia..."

Fahrenheit 451, Ray Bradbury



Uno recuerda obras como "1984", "Fahrenheit 451" o el soberbio cómic "V de Vendetta" y no puede evitar sentir que los autores de esas obras intuyeron la deriva que iban a seguir nuestras "muy democráticas" sociedades: recorte de libertades individuales, con la finalidad de combatir a un enemigo (en este caso el terrorismo) y supeditar todo a la producción. De hecho, el aumento de gasto en armamento propuesto por Trump, y aceptado por Merkel o Cospedal, es un canto a las sociedades militarizadas que aparecen en los libros citados con anterioridad, aunque en ese caso los enemigos tengan nombres asociables, más o menos, con lugares reales, y en nuestra realidad se escuden bajo el nombre de terrorismo.
Ese eufemismo, endurecimiento de las leyes (utilizado incluso por aquellos que critican esta forma de proceder), resulta muy útil para intentar ocultar la merma de nuestras libertades, en pos de un objetivo difuso y, sobre todo, que siempre va a proporcionar una excusa perfecta para seguir caminando por la senda totalitaria en la que han entrado los dirigentes políticos que nos han tocado en desgracia.
La cuestión funciona de esta manera: ante el riesgo de que un loco, o varios, cometan un acto criminal, utilizando el nombre de una deidad como excusa, los gobernantes estrechan la vigilancia a todo aquello que consideran sospechoso. Bajo el paraguas del vocablo sospechoso cabe cualquier cosa, basta que los políticos de turno lancen mensajes de advertencia y los medios afines, o no, se hagan eco de aquello que los gobernantes consideran pernicioso. Como dijo Goebbels (o, al menos, a él se le atribuye esta frase): "una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad". A partir de aquí todo resulta válido. Y es este aspecto el más preocupante. Veamos por qué.
Imagino que el lector se encontrará al cabo de la calle sobre las conversaciones telefónicas grabadas por el antiguo CNI (hoy CESID) a Juan Carlos, el Borbón, sobre sus amoríos y fiestas erótico-festivas varias. Tampoco pillara de nuevas a nadie que personajes como Angela Merkel, por ejemplo, han sido grabadas por los servicios de espionaje de un país amigo. No resulta arriesgado defender que los servicios secretos de los diferentes países recopilan información de todo aquel que consideran importante y que lo hacen sin consentimiento de autoridad judicial alguna. Sería un cuestión honda y compleja en extremo, deliberar sobre lo conveniente o no de este tipo de actuaciones. La respuesta lógica: nada de esto debería suceder. Sin embargo, existe una zona de sombra donde lo convencional resulta difuso y, tal vez, un lastre. Uno se acuerda de esa espía inglesa que se acostaba con Beidegber, ministro de Asuntos Exteriores  franquista, entre el 1939 y 1940, que, además de hacer mostrar al militar simpatías anglófilas, se cree que le sacó valiosa información, que fue a parar a manos británicas. Quien dice líos de faldas, habla de otro tipo de montajes y componendas, que pueden resultar útiles en determinados momentos y para fines muy concretos. Excluyendo, por supuesto, la tortura o el asesinato.
Parece evidente que quien participa en este juego corre una serie de riesgos, que pueden tener consecuencias no deseables, pero eso forma parte del asunto o debería formar parte de él.
Sin embargo, esta entrada no va destinada a abordar ese tipo de acciones puntuales, que pudiesen tener un sentido, o entrarían dentro de lo aceptable. El asunto que nos ocupa hoy es algo bien diferente: el sometimiento de la ciudadanía a unas normas y unas prácticas que limitan la capacidad de expresión (bien por represión, bien por acceder a comunicaciones, en teoría, secretas), que cercenan la libertad (encarcelando a personas por sus ideas o sin pruebas) y que hacen habitual ver en ciudades de medio orbe a militares patrullando por las calles. En el fondo, todo forma parte del mismo conglomerado: miedo y distracción, a partes iguales o no, para desviar nuestra atención y fijarnos en una imagen satanizada, en la que volcar todos nuestros miedos.
En realidad, el terrorismo, o quienes lo practican, les importan de manera relativa. Prueba de ello es que en Libia, Nigeria (país incluido entre los cuatro con riesgo, o realidad, de hambruna a causa del grupo terrorista Boko Haram), Yemen... los terroristas campan a sus anchas y nadie parece interesarse en exceso por ellos. La verdadera cuestión tiene algo más que ver con dos aspectos:

  • A ningún político le gusta aparecer como una persona ineficaz ante sus votantes.
  • Con la excusa reprimen los posibles movimientos disidentes (véase en España los juicios por enaltecimiento terrorista) e imponen, con la menor contestación posible, sus doctrinas neoliberales, que, por ejemplo, siempre han defendido aumentar el gasto en armamento por parte de los países (el negocio es el negocio y ellos defienden el negocio).
En efecto, todo se reduce, como se comprobó con la Ley Patriótica de George W. Bush, a reducir la disidencia y tener las manos libres para hacer lo que plazca al ejecutivo de turno. Es contra este aspecto: la justificación del recorte de libertades por parte de gobernantes a los ciudadanos, a los que dicen proteger, justificada por "intelectuales" y por medios de comunicación, contra la que considero debemos revelarnos. No se pueden, ni se deben, blindar actuaciones ilegales, como las escuchas masivas, amparándose en un supuesto peligro. Este tipo de actuaciones, que mancillan los preceptos básicos de cualquier carta magna, deben llevar aparejados un duro, durísimo castigo; no debiendo tener cobijo en ninguna legislación. 
Nuestra "seguridad", esa excusa zafia, no debe constituir ninguna excusa. Tal vez debamos pensar que siempre existe la desgraciada posibilidad de que uno, o varios, locos hijos de puta cometan una atrocidad, se haga lo que se haga, de hecho cada vez se ponen más "medidas" y, aunque se evitan atentados, siguen existiendo. Una vez aceptado eso, y que se debe hacer todo lo posible, sin salirse de la línea, por parte de los encargados del asunto, sus excusas, que justifican la castración de nuestra libertad, perderán su sentido y entonces veremos que el enemigo, que existe, es otro: el cada vez más desigual reparto de la riqueza en el mundo.
No me gustaría acabar esta entrada sin reflexionar sobre algo que me pareció lo más tremendo de Fahrenheit 451, que he vivido en mis propias carnes: la utilización de individuos anónimos para justificar causas aberrantes, sin importar las consecuencias. No voy a destripar el libro de Ray Bradbury, pero sí me gustaría incidir en la utilización que el poder, todo el poder, hace de los seres anónimos, individuales, para justificar su existencia y la necesidad de esa maquinaria coercitiva. Las vidas nuestras, la del ciudadano de la calle, vale menos que nada cuando quienes detentan el poder necesitan hacerse notar o justificar su existencia. Somos meros peones desechables en su míserable maquinaria de opresión y poder. 
Piense el lector en este aspecto y en las ideologías absolutistas, no sólo las más reaccionarias, con las que nos ha tocado vivir en nuestros días. Para ellos, a lo sumo, constituimos un número, una estadística, sin alma, sin alegría, sin rostro, pero, eso sí, con miedos y tan necesarios como desechables para alcanzar sus fines: el poder económico y/o ideológico.

Un saludo.

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