Escuchaba su conversación, que suponía interesante para él, y sólo sentía un vacío neutro, despojado de interés y de emoción alguna. En ese momento comprendió que esa persona, situada frente a ellas, se encontraba a una distancia infinita, imposible de salvar. Interiorizó, sin necesidad de reflexionar sobre ello, que cualquier esfuerzo por anular esa lejanía resultaría un esfuerzo absurdo, condenado al fracaso de antemano.
Se levantó de su silla e interrumpió el monólogo que él llevaba desgranando durante casi diez minutos, para decir: "Me voy de casa. No siento nada por ti. En media hora tendré hecha mi maleta y abandonaré esta casa para siempre. Sólo me llevaré lo indispensable. No quiero nada más. No me busques. No me llames. No te necesito. Ya no me aportas nada, ni negativo ni positivo".
Habían pasado más de veinte años desde que pronunció esas frases concisas y tajantes, que se convirtieron en el preludio de su nueva vida. No había planificado nada. Salió de casa, llamó a su hermana menor, para que la acogiera de manera provisional, y, una vez solucionado su problema más acuciante, se dedicó a realizar lo que ella consideraba necesario para llenar su vida.
Lo único que no varió fue su trabajo, que la permitía tener una estabilidad económica, a pesar de no sentirse realizada en él dese hacía varios años; pero sabía que, por el momento, ese constituía un peaje necesario para poder llevar a cabo el resto de planes.
Cuando encontró un pequeño apartamento de alquiler, que satisfacía todas sus necesidades, y abandonó la casa de su hermana, sintió, por primera vez en mucho tiempo, una sensación de libertad, que descubrió necesitaba, tanto o más, que beber o alimentarse. Sin embargo, no tardó mucho en aparecer también la soledad de las mañanas sin un buenos días; la soledad del silencio en el hogar; la soledad de las comidas y las cenas de un único comensal. La soledad de no tener la costumbre de conocer la soledad.
Tal vez esa época fue la más complicada para ella. Pensó, repetidas veces, dar marcha atrás y volver con él, pero su orgullo, y el pavor, que la provocaba el retorno con la cabeza gacha, pudo más que el silencio de los días en que estar sola pesaba como una lápida en vida.
Con el paso del tiempo su círculo de relaciones cambió bastante y empezaron a aparecer hombres, de una edad parecida a la suya. En un principio se sintió reconfortada. Hombres atractivos, y menos atractivos, con los que poder hablar, cenar, bailar, practicar sexo, o a los que poder negárselo, pasaron por su vida. En ese instante no concebía cómo podía haber estado encerrada en una relación anodina y sin futuro, que la privaba de ese entusiasmo y esa alegría que la hacían sentirse atractiva y deseable. Es cierto que en ese tiempo también hubo fracasos, con algunos hombres que le resultaban interesantes, pero pronto tuvo claro que la mancha de la mora, con otra verde se quita.
Ese tiempo sirvió para mostrarla el interés que aún despertaba en los hombres y que existía una forma de estar diferente, en la que casi cualquier locura tenía cabida, incluido el aspecto sexual.
Pero esa etapa, igual que llegó, se desvaneció. Sin pretenderlo, sin avisar de ello. Y volvieron a hacerse notar los cubiertos para uno, los amaneceres sin abrazos y la música tapando silencios. Resultó casi inevitable volver a plantearse si haber cerrado la puerta de su casa con una maleta, y la necesidad, constituía la mejor opción. De nuevo, resultó inevitable pensar que no había posibilidad, ni necesidad, de volver atrás.
Esa etapa la sirvió para conocerse a ella misma. Se dio cuenta de que no había tenido ocasión de ello en toda su vida. La niñez y la adolescencia no se prestaban a una reflexión pausada. El noviazgo y la convivencia con su expareja tampoco propiciaban, ni hacían necesaria, plantearse nada en ese aspecto y los últimos tiempos habían estado marcados por la urgencia y la necesidad de satisfacer pasiones inmediatas.
En aquel tiempo adquirió conciencia de la necesidad que tenía de no hacerse daño. No se trataba de ese concepto tan de moda que se basaba en no quererse o en que alguien disponga, en cierta forma, de tu vida. Más bien se podía definir como la necesidad que sentía de no perder el tiempo en pos de quimeras.
Poco tiempo después también acuñó, como divisa propia, la necesidad de no cerrar la posibilidad de vivir aquello que apetece, aunque, de antemano, ella vislumbrase la posibilidad de fracaso al embarcarse en cualquier empresa o relación. No le importaba el fracaso, que cada vez sabía tolerar mejor.
No hacerse daño y no renunciar a nada la llevaron a nuevas experiencias, no siempre exitosas, que la permitieron conocer y sentir nuevas sensaciones. Muchas veces no se trataba de algo excepcional, al menos desde su punto de vista, pero sí eran nuevas experiencias, que iban desde conocer entornos y personas diferentes, abordar tipos distintos de relaciones o aprender nuevas, y más efectivas, formas de encarar los problemas y la frustración.
El recuerdo de todo ello le asaltaba ahora, casi treinta años después de anunciar su partida del que fue su hogar y de la que fue su forma de vida. Ahora, en la misma habitación en la que comunicó su marcha a aquel hombre moribundo, del que había venido a despedirse, sentía gratitud hacia él. Gratitud por no oponerse a sus planes. Gratitud por mostrarla, de manera involuntaria, lo que no necesitaba en su vida. Gratitud por no haberse intentando ponerse en contacto con ella desde que cerró la puerta del que fue su hogar. Gratitud por permitirla ser lo que ella era en este mismo momento.
Ahora sabía que él fue siempre un hombre bueno al que quería mucho por ello, pero al que nunca amó.
Lo único que no varió fue su trabajo, que la permitía tener una estabilidad económica, a pesar de no sentirse realizada en él dese hacía varios años; pero sabía que, por el momento, ese constituía un peaje necesario para poder llevar a cabo el resto de planes.
Cuando encontró un pequeño apartamento de alquiler, que satisfacía todas sus necesidades, y abandonó la casa de su hermana, sintió, por primera vez en mucho tiempo, una sensación de libertad, que descubrió necesitaba, tanto o más, que beber o alimentarse. Sin embargo, no tardó mucho en aparecer también la soledad de las mañanas sin un buenos días; la soledad del silencio en el hogar; la soledad de las comidas y las cenas de un único comensal. La soledad de no tener la costumbre de conocer la soledad.
Tal vez esa época fue la más complicada para ella. Pensó, repetidas veces, dar marcha atrás y volver con él, pero su orgullo, y el pavor, que la provocaba el retorno con la cabeza gacha, pudo más que el silencio de los días en que estar sola pesaba como una lápida en vida.
Con el paso del tiempo su círculo de relaciones cambió bastante y empezaron a aparecer hombres, de una edad parecida a la suya. En un principio se sintió reconfortada. Hombres atractivos, y menos atractivos, con los que poder hablar, cenar, bailar, practicar sexo, o a los que poder negárselo, pasaron por su vida. En ese instante no concebía cómo podía haber estado encerrada en una relación anodina y sin futuro, que la privaba de ese entusiasmo y esa alegría que la hacían sentirse atractiva y deseable. Es cierto que en ese tiempo también hubo fracasos, con algunos hombres que le resultaban interesantes, pero pronto tuvo claro que la mancha de la mora, con otra verde se quita.
Ese tiempo sirvió para mostrarla el interés que aún despertaba en los hombres y que existía una forma de estar diferente, en la que casi cualquier locura tenía cabida, incluido el aspecto sexual.
Pero esa etapa, igual que llegó, se desvaneció. Sin pretenderlo, sin avisar de ello. Y volvieron a hacerse notar los cubiertos para uno, los amaneceres sin abrazos y la música tapando silencios. Resultó casi inevitable volver a plantearse si haber cerrado la puerta de su casa con una maleta, y la necesidad, constituía la mejor opción. De nuevo, resultó inevitable pensar que no había posibilidad, ni necesidad, de volver atrás.
Esa etapa la sirvió para conocerse a ella misma. Se dio cuenta de que no había tenido ocasión de ello en toda su vida. La niñez y la adolescencia no se prestaban a una reflexión pausada. El noviazgo y la convivencia con su expareja tampoco propiciaban, ni hacían necesaria, plantearse nada en ese aspecto y los últimos tiempos habían estado marcados por la urgencia y la necesidad de satisfacer pasiones inmediatas.
En aquel tiempo adquirió conciencia de la necesidad que tenía de no hacerse daño. No se trataba de ese concepto tan de moda que se basaba en no quererse o en que alguien disponga, en cierta forma, de tu vida. Más bien se podía definir como la necesidad que sentía de no perder el tiempo en pos de quimeras.
Poco tiempo después también acuñó, como divisa propia, la necesidad de no cerrar la posibilidad de vivir aquello que apetece, aunque, de antemano, ella vislumbrase la posibilidad de fracaso al embarcarse en cualquier empresa o relación. No le importaba el fracaso, que cada vez sabía tolerar mejor.
No hacerse daño y no renunciar a nada la llevaron a nuevas experiencias, no siempre exitosas, que la permitieron conocer y sentir nuevas sensaciones. Muchas veces no se trataba de algo excepcional, al menos desde su punto de vista, pero sí eran nuevas experiencias, que iban desde conocer entornos y personas diferentes, abordar tipos distintos de relaciones o aprender nuevas, y más efectivas, formas de encarar los problemas y la frustración.
El recuerdo de todo ello le asaltaba ahora, casi treinta años después de anunciar su partida del que fue su hogar y de la que fue su forma de vida. Ahora, en la misma habitación en la que comunicó su marcha a aquel hombre moribundo, del que había venido a despedirse, sentía gratitud hacia él. Gratitud por no oponerse a sus planes. Gratitud por mostrarla, de manera involuntaria, lo que no necesitaba en su vida. Gratitud por no haberse intentando ponerse en contacto con ella desde que cerró la puerta del que fue su hogar. Gratitud por permitirla ser lo que ella era en este mismo momento.
Ahora sabía que él fue siempre un hombre bueno al que quería mucho por ello, pero al que nunca amó.
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