Frente a él un frasco de Lexapro comprado ayer, aún por estrenar. En su ser dolor, mucho dolor. Dentro de su mente una idea: acabar.
No era la primera vez que esa idea aparecía en su cabeza; aunque sabía que nunca había surgido con esa fuerza tan brutal e hipnótica. En ese momento todo estaba lleno de esa energía paliativa que inflamaba hasta el aire que aún no había inhalado.
Recordaba que la primera vez que surgió con fuerza la idea de acabar se acordó de su hijo, al que no vería crecer y, sobre todo, al que no podría acompañar en su maduración. Esa idea de orfandad, generada de forma egoísta, bastó para alejarlo del pretil de aquel viaducto. Recuerda que, mientras se encaminaba a su vehículo, mando un mensaje a su hijo con sólo dos palabras: Te quiero. En ese momento se dio cuenta de que nunca había escrito esas dos palabras juntas dirigidas a su vástago. Desde entonces rara era la semana que, con cualquier disculpa o justificación, no le escribía este texto escueto y necesario para ambos.
Desde aquella noche habían pasado bastantes años y hoy se encontraba solo, como en aquella ocasión, y con ganas de acabar, como aquella vez, pero con mucha más decisión. Solo; el sentimiento de soledad, ese fiel compañero de la última parte de su vida. Esa sensación de no importar a nadie; esa impresión de que a nadie le puedes resultar importante.
Mediaron dos o tres años entre la primera y la segunda vez que abordó la cuestión de acabar. Había decidido hacerlo de tal forma que su hijo no sintiese vergüenza por lo que iba a hacer o no se preguntase por qué y si él podría haber hecho algo por evitarlo. Un accidente de tráfico, un despiste en la conducción, guardaría las apariencias y finalizaría de igual forma que algo mucho más evidente. Rememoró aquel hecho, en especial el momento en que conducía por la autovía con destino a una carretera convencional mucho más sinuosa y peligrosa para la conducción, y más útil para su propósito, y sonó el teléfono, que descolgó de manera refleja. La voz de Luisa, su anterior pareja, lleno todo tras el "diga" inicial de él. Durante varios minutos sólo se escuchaba la voz de ella, pidiéndole perdón por su comportamiento, rogándole, una y otra vez, que volviesen.
Hacía tiempo que no sentía nada por ella, pero la idea de que alguien le necesitase, de que fuese necesario para alguien le llevó a levantar el pie del acelerador de manera instintiva y moderar la marcha. La sensación de no encontrarse sólo en este mundo, o de compartir con otra persona sus respectivas soledades, le reconfortó y le hizo desviarse de aquello que parecía irremediable hacía sólo un par de minutos. Lo curioso del asunto es que sólo había visto una vez a una cama en un centro hospitalario. Cambió de sentido en la primera oportunidad que tuvo más a Luisa desde aquel día y durante ese breve encuentro apenas tuvo tiempo para decirla que ella había dejado de interesarle, que no la amaba, si es que alguna vez llegó a amarla. Tal vez sólo buscó mitigar su soledad junto a ella y, tal vez, lo que evitó que él acabase no fue tanto la llamada, como constatar que existían más personas, muchas intuía, con esa misma soledad en su mochila y que, por qué no, por alguna de ellas podría llegar a sentir algo más que una afinidad . Algo más que un intento de engañar a la soledad. Y, en efecto, ella apareció. Como también el tercer intento de acabar.
Recuerda los primeros meses con ella, Sandra, como si los hubiese agotado ayer. Nunca había vivido algo tan intenso. Comprendió por primera vez, y única, la expresión que utilizaba su amigo Santiago: volar bajo, refiriéndose a estar enamorado. Un halo de felicidad absurdo e inagotable parecía envolver lo cotidiano. No lo había sentido antes y, una vez en esa vorágine, sólo deseó que nunca finalizase ese extraño e intenso período. Pero los deseos, por lo general, no se corresponden con la realidad y, de nuevo, montó en su vehículo para acabar, tras la ruptura, tan inesperada como escueta, que ella le planteó. Y, de nuevo, una llamada cercenó toda posibilidad de cumplir con la idea inicial, en este caso por obligación. La obligación de ayudar a sus padres. Su madre había sufrido una caída y estaba hospitalizada con un pronostico aún indeterminado, pero que ataría a su progenitora un tiempo, también indeterminado, a una cama en un centro hospitalario. Cambió de sentido en la primera oportunidad que le brindó la calzada y enfiló su automóvil en dirección a la ciudad donde vivían sus padres.
Durante la comparecencia de su madre la voluntad de acabar se diluyó. De nuevo sentía que su presencia era importante para alguien, para sus ancianos padres, que necesitaban en esos momentos de enfermedad e incapacidad su ayuda para salvar la situación lo mejor posible y, en el menor tiempo posible, encauzar su vida hacia la normalidad; sea esto lo que sea.
Hoy, años después de aquel episodio, sus padres habían fallecido. Su hijo residía en a más de tres kilómetros, felizmente casado y con una magnífico empleo y con un nieto al que podía ver, a lo sumo, una o dos veces al año. Llevaba tiempo sin pareja y, en ese momento, consideraba que no necesitaba compartir parte de su vida, "atarse", a otra persona. Se había acostumbrado a esa soledad que incluso le estaba apartando de los escasos amigos que seguía manteniendo. Todo ello le había impulsado a ingerir de una sola vez todos los comprimidos del frasco que el psiquiatra le había prescrito para combatir su depresión. En esta ocasión no quería nada aparatoso. A nadie le iba a preocupar en exceso que acabase. Por ello decidió hacerlo sin dolor y de manera tranquila.
Abrió el frasco con suavidad. Desenrosco el tapón de la botella de agua y, cuando finalizó esta operación, se dispuso a coger el bote de cristal que contenía el medicamento. Cuando comenzó a acercar a su boca, se escuchó una canción, Frío, una vieja canción del desaparecido grupo Alarma. Alguien le estaba llamando. Detuvo el movimiento de su brazo y durante un momento dudó sobre a qué debía dar prioridad.
La canción sonó dos o tres segundo más.
Durante la comparecencia de su madre la voluntad de acabar se diluyó. De nuevo sentía que su presencia era importante para alguien, para sus ancianos padres, que necesitaban en esos momentos de enfermedad e incapacidad su ayuda para salvar la situación lo mejor posible y, en el menor tiempo posible, encauzar su vida hacia la normalidad; sea esto lo que sea.
Hoy, años después de aquel episodio, sus padres habían fallecido. Su hijo residía en a más de tres kilómetros, felizmente casado y con una magnífico empleo y con un nieto al que podía ver, a lo sumo, una o dos veces al año. Llevaba tiempo sin pareja y, en ese momento, consideraba que no necesitaba compartir parte de su vida, "atarse", a otra persona. Se había acostumbrado a esa soledad que incluso le estaba apartando de los escasos amigos que seguía manteniendo. Todo ello le había impulsado a ingerir de una sola vez todos los comprimidos del frasco que el psiquiatra le había prescrito para combatir su depresión. En esta ocasión no quería nada aparatoso. A nadie le iba a preocupar en exceso que acabase. Por ello decidió hacerlo sin dolor y de manera tranquila.
Abrió el frasco con suavidad. Desenrosco el tapón de la botella de agua y, cuando finalizó esta operación, se dispuso a coger el bote de cristal que contenía el medicamento. Cuando comenzó a acercar a su boca, se escuchó una canción, Frío, una vieja canción del desaparecido grupo Alarma. Alguien le estaba llamando. Detuvo el movimiento de su brazo y durante un momento dudó sobre a qué debía dar prioridad.
La canción sonó dos o tres segundo más.
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