El día estaba llegando a su fin y Marta, agotada, deseaba meterse en la cama para dormir siete u ocho horas. Había conseguido, no sabía muy bien cómo, no despertarse durante la noche ni una sola vez en. Tras muchos años de noches interminables en vigilia o de continuas interrupciones del sueño, en los últimos meses consiguió dormir sin interrupción alguna, sin necesidad de consumir ninguna sustancia para ello. Eso le hacía abordar la vida de otro manera.
No sabía con precisión si se encontraba cansada de todo el trajín diario o aburrida de la monotonía de sus días.
Los días de diario eran todos muy similares: despertarse para ir trabajar; trabajar casi toda la mañana; volver a casa y calentar en el microondas la comida que preparó ayer o que descongeló; comer sola; fregar el plato, los cubiertos y el táper; lavarse los dientes; ver las noticias tumbada en el sillón; volver a trabajar; ir a clase de baile (cada cierto tiempo cambiaba el tipo de baile que practicaba); ducharse al volver a casa; cenar mientras ve la televisión; lavarse los dientes, tumbarse en el sofá a ver la televisión hasta que se queda casi dormida, momento en el que se va a la cama.
Los sábados y los domingos no resultan muy distintos, al menos en lo referido a la previsibilidad. Las únicas diferencias llegan cuando hace alguna excursión, lo demás rutina. Series, algún libro, tomar café con alguna amiga y, de manera excepcional, alguna comida o alguna cena con compañeros o con amigos.
Cualquier observador ajeno a la vida de Marta sabría, tras dos o tres semanas, lo que iba a acontecer el martes, el viernes o el domingo en su previsible existencia.
Ese bucle no la incomodaba ni la desasosegaba; se había convertido en ella misma.
De vez en cuando echaba la vista atrás y pensaba que su vida actual no tenía nada que ver con aquello que soñaba en su periodo universitaria. Tal vez lo único que había conseguido de aquello que idealizaba en aquellos tiempos era un buen trabajo, que la permitía darse todos los caprichos que quería. En verano realizaba un viaje largo a algún país lejano. Vestía ropa de marca, tenía un vehículo de alta gama, que usaba muy poco. Su piso, que podía calificarse como de lujo, estaba en uno de los lugares más cotizados de la ciudad...
De vez en cuando se acostaba con algún hombre, aunque lo hacía, más que por necesidad, por no desaprovechar las escasas ocasiones que tenía de hacerlo. El problema no consistía en que no fuese una mujer atractiva, que aún lo seguía siendo, si no en esa rutina que le dificultaba conocer a nuevas personas o encontrar la situación adecuada para entablar una conversación relajada, sin el trabajo como eje de cualquier diálogo o charla.
Todo demasiado previsible.
Ahora había llegado el momento de dormir, el mejor momento del día. Sin preocupaciones, sin pesadillas, al menos desde hacía unos meses. Las pesadillas recurrentes habían dejado paso a un período de tranquilidad que duró un par de semanas o tres, no lo recordaba con exactitud y ahora carecía de importancia. Sin embargo, sí fue consciente, casi desde el principio, que algo había cambiado en su vida. No había ningún hombre nuevo en su vida; seguía en el mismo trabajo de siempre y no había novedades significativas en el mismo. No había cambiado de casa, ni tenía intención de hacerlo. Le gustaba mucho su piso, que había decorado con mimo y con el estilo que le permitía su holgada cuenta corriente. Pero algo había cambiado.
Se metió debajo las sábanas y casi al instante se durmió.
Escuchó un sonido, que reconoció de inmediato. Echó mano a su móvil y con los ojos entrecerrados apagó el despertador que había sonado a la hora de siempre. Como casi cada día en los últimos meses odió ese sonido. La hubiese gustado seguir durmiendo, seguir soñando, como en los últimos meses.
Mientras se duchaba recordaba lo que había soñado durante la noche, que, con pequeñas diferencias, se repetía una y otra vez durante las ocho o nueve últimas semanas. Ella se encontraba junto a un hombre, no excesivamente guapo, pero sí atractivo. Juntos reían, cocinaban, se amaban de manera apasionada y fogosa (como nunca lo había hecho en la vida real). Amanecían juntos y él la despertaba con un beso, casi una caricia, en los labios, que precedía a estas palabras: ¡Buenos días, Marta, amor mio! Y, entonces, también de manera invariable, la despertaba el sonido que emitía el móvil, anunciando que comenzaba la realidad.
Mientras el agua cálida recorría su cuerpo desnudo, rememoraba todo lo que había fabulado durante la noche y se sentía con fuerzas para comenzar otro rutinario día, que la conduciría al mejor momento del día: la noche, el momento de soñar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario