- ¿Qué ha dicho el doctor? - preguntó el hombre, que frisaba los cincuenta, entrando en la habitación en la que dos camas se encontraban ocupadas por dos hombres, uno anciano y otro de unos veinte años menos, ambos con goteros.
- La evolución es buena, pero lenta. Aún tendrá que permanecer unos días más hospitalizado - respondió la mujer interpelada - ¿Que te ha dicho de tu padre?
- Parecido. Seguirá aquí unos días, hasta que puedan darle el alta con garantías. Parece que no quieren un segundo reingreso - contestó con una entonación que no podía ocultar el cansancio, a pesar de su voz grave.
- Habrá que armarse de paciencia - alego ella, a modo de colofón. - Mira, están dormidos. Parece que la visita del doctor ha actuado como un analgésico.
- Creo que voy a aprovechar para bajar a la cafetería del hospital a tomar algo. ¿Te apuntas? - preguntó el recien ingresado en la habitación.
- ¡Gracias! Creo que te voy a acompañar, Pablo. Me vendrá bien despejarme un poco, aunque para ello deba tomar ese brebaje insufrible que en este lugar sirven bajo el nombre de café - acepto ella.
Ambos se encaminaron al ascensor, ella tras coger su bolso y asegurarse de llevar su móvil, para acceder hasta la planta baja, donde se encontraba ese lugar que durante estos últimos días les había servido para comer, cenar o, como en este caso, tomarse un café, siempre, con la excepción de esta ocasión, cada uno por su cuenta. Tras casi una semana coincidiendo, y casi conviviendo en ocasiones, en la habitación donde se encontraban hospitalizados el marido de ella y el padre de él, por primera vez habían decidido compartir un ratito de desahogo o desconexión lejos de los dos enfermos, que seguían durmiendo en la 403 del bloque C.
Eso no impedía que en las esperas en el pasillo de la cuarta planta del bloque C, bien porque debían limpiar la habitación, asear o cambiar a los enfermos o por cualquier otra cuestión, no se hubiesen producido conversaciones entre ellos, donde habían descrito sus respectivas situaciones vitales a su interlocutor. "Dos islas perdidas", dijo Gema cuando escuchó la narración, más o menos detallada, de los últimos quince años de la vida de Pablo. Y él pensó, aunque se guardó mucho de manifestarlo en voz alta, que tendría una gran suerte la persona que llegase a formar un archipiélago con ella.
Después de pedir dos cafés con hielo, cualquier cosa para mitigar el sabor de ese mejunje resultaba válida, se sentaron en una mesa al lado de un ventanal, cuyas vistas terminaban unos ocho o diez metros más allá, donde arrancaba uno de los edificios, el bloque A, del hospital. A ninguno de los dos pareció importarles mucho esa limitación paisajística, pues ella comenzó a hablar y él parecía escuchar con toda la atención que no tuvo durante su época de estudiante de secundaria.
- Esto resulta duro. Tantos días aquí. Los hijos lejos, con su vida hecha y sus obligaciones. Hace tiempo desistieron de venir. Los ingresos de Fidel en los últimos diez, doce años resultan frecuentes y ellos no pueden, ni deben, hacerse cada poco ochocientos km en el caso de uno y más de dos mil quinientas en el caso de la otra cuatro, cinco o seis veces al año, como poco. Estoy agotada, Pablo - contó ella, acompañando las palabras con un gesto con las manos, que servía para reafirmarse en su cansancio casi eterno.
- No sé muy bien que decir, Gema. Entiendo ese sentimiento de cansancio, pero, sobre todo, el de soledad ante esta situación repetitiva, que te lleva a enfocarte en el otro, olvidándose de uno mismo. Por momentos aparece la sensación de que la vida se escapa entre los dedos, sin dejarte elegir aquello que deseas hacer. Comprendo lo que vives, mi padre, como sabes, ha estado hospitalizado unas cuantas veces los últimos tres o cuatro años y resulta demoledor, y más estando solo en este trance, como nos ocurre a nosotros - concluyó mirando a los ojos cansados de color verde de ella.
- Sabes, durante muchos años la vida con Fidel solo puede calificarse como buena o muy buena, depende de las temporadas. Él tiene dieciséis años más que yo y gracias a ello me enseñó muchas cosas de la vida y, sobre todo, viví muy bien a su lado. Viajes continuos, buenos hoteles y grandes restuarantes, ropa de calidad... Todo lo que alguien, sin distinción de sexo, puede desear. A cambio de ello renuncié a mi vida profesional, pero tuve la suerte, y en ocasiones la preocupación, de ver crecer a mis dos hijos y criarlos yo, sin intermediarios. Sin embargo, ahora, la larga enfermedad de Fidel, que cada vez agrava más su capacidad de raciocinio, y la distancia a la que se encuentran mis hijos, me han dejado en una situación de soledad, en la que tengo la compañía de mi marido en cuerpo, pero no en alma. Esa persona de la que me enamoré hace muchos años se encuentra en un lugar lejano, irrecuperable y ahora convivo con alguien distinto, surgido de una enfermedad que ha carcomido su esencia. A veces me pregunto si cuando le llamo por su nombre y me responde hablo con la misma persona que conocí y con la que tantos recuerdos maravillosos tengo.
- Resulta todo demasiado complicado. La soledad, la exigencia continua, la imposibilidad de ser uno mismo, de realizarse, aunque sea mínimante - reflexionó Pablo.
- Cierto. Tú no tienes pareja en estos momentos y yo, aunque tengo a mi marido cerca, siento un vacío que me empuja a una sima sin salida. Todos los problemas los hemos de asumir en soledad, gastando unas energías y un tiempo que comienzan a mostrar sus límites a nuestras edades - argumentó ella. - Yo aún necesito vivir, disfrutar, sentir...
- Te comprendo perfectamente. Una mujer atractiva, culta y agradable como tú no creo que tuviese problemas para ello en otras circunstancias, pero... El sentimiento de responsabilidad, del deber hacia otras personas nos sumerge en un laberinto del que sólo el final de la otra persona puede sacarnos medianamente indemnes. Pero mientras el tiempo se acaba y los sentimientos, los deseos, las necesidades se diluyen, despersonalizándonos un poco más aún - dijo él.
- Cierto - dijo ella, mientras miraba con detenimiento los rasgos de la cara del hombre que se encontraba enfrente, lo que la permitió constatar algo que ya sabía, pero que no se había detenido a considerar: ese tipo, de voz grave, y en ocasiones un poco alocado, le resultaba muy atractivo. Le hubiese gustado que las circunstancias distasen mucho de las que les había llevado a establecer un vínculo de complicidad ante la situación que estaban viviendo, pero las circunstancias no podían cambiarse.
- Me gustas mucho - comentó con su voz profunda y a la vez cautivadora. - Espero que no consideres que me aprovecho de tus circunstancias de debilidad o de la necesidad de alguien que te arrope. No es cierto. Simplemente has conseguido encender dentro de mí algo que llevaba bastante tiempo extinguido por completo.
- No sé que decir. Por un lado me resulta halagador. El hecho de sentirme importante para alguien, para ti, me genera una maravillosa sensación. Pero, por otra parte, como has dicho, la obligación, el deber me produce... - respondió Gema mientras con sus hombros generaba un mensaje de incertidumbre, de duda.
- Resulta curioso, que te muestres como alguien pasivo, que recibe halagos y que se debe a otra persona, obviando lo que sientes - razonó Pablo.
- Me gustas. Me resultas atractivo. ¿Eso es lo que quieres escuchar? - contestó. - Pero no es el momento.
- ¿Por qué? - preguntó, con una firmeza que sorprendió a ambos.
- Ya te respondí antes: por el deber - explicó escuetamente.
- ¿Y el deber hacia ti? - repuso él.
Ella se limitó a volverse a encogerse de hombros.
- Intentémoslo. ¿Qué podemos perder? - propuso mientras cogía las manos de Gema.
- Tengo tantas dudas, tantos miedos y, sobre todo, tendría tantos remordimientos por dejar a Fidel en esa situación - argumentó sin soltar las manos que él le había ofrecido.
- Yo en tu lugar también las tendría. Egoístamente solo te puede decir que dejes decidir a tu corazón, a tu necesidad o a ambos - contestó. - Nunca pensé que de mi boca saliese esto, ni tan siquiera me planteé que podría decirlo, pero me alegro de que, por enésima vez, mi padre fuera hospitalizado; de otra manera jamás te hubiese conocido. No sé si para ti posee algún sentido lo que acabo de decir, pero para mí resulta algo así como la luz que anuncia el final del tunel.
- La luz que anuncia el final del tunel - repitió ella. - ¿Y si después acaba la vía y nos espera el abismo?
- ¿Un abismo como en el que nos encontramos ahora? - argumentó Pablo.
- ¿Y Fidel? ¿Qué pasará con Fidel? - respondió Gema.
- No soy yo quien debe responder a esa pregunta. Pero, me dijiste que la decisión de internarle en una residencia la tenías tomada desde hace tiempo y que sólo te quedaba por dar el paso, el más duro, de decidirte por una. Tú no puedes cuidar de él como lo harán en un buen geriátrico. Su situación cognitiva muy deteriorada. Sus olvidos, incluso a veces de tu nombre. Sus respuestas, en ocasiones violentas cuando se siente perdido. Sus caídas frecuentes, debido a la torpeza motriz que la enfermedad le causa. Necesita un tipo de atención muy específica que tú no le puede proporcionar y lo sabes - adujo con voz pausada. - Además, siempre podrás visitarlo en esa residencia y ayudarle en lo que necesite. Su patología seguirá un proceso que llevará a Fidel a no reconocerte y, probablemente, a acabar encamado. Lo siento, suena duro, pero no he dicho nada que no hayas pensado tú.
- Lo sé - contestó, acompañando las palabras con un gesto de asentimiento con la cabeza. Un gesto que parecía abrir la puerta a una realidad necesaria y tantas veces aplazada por ese sentimiento del deber, por una fidelidad mal entendida y, por qué no decirlo, por un miedo a qué va a ocurrir cuando en la casa sólo resida ella. Sólo su voz y las sombras de los recuerdos plagados de ausencias.
- Siento algo por ti. Algo muy poderoso, que me hace desear venir a este jodido hospital todas las mañanas. Vamos a intentarlo - dijo sin dudar.
- ¿Qué pensarías si fuese a ti a quién abandonara, en vez de a Fidel? - preguntó
- Obviamente, no me gustaría. No te puedo contestar otra cosa. Pero en este asunto soy Pablo, que sólo aspira a que la persona que ama, tú, le corresponda. En las relaciones siempre hay vencedores y vencido, que, a veces, en función de las circunstancias son los mismos. Intuyo que, decidas lo que decidas, siempre vas a perder de alguna manera - reflexionó. - Si me rechazas te reprocharás no haberte dado una oportunidad. Si me aceptas, sentirás, al menos al principio, que has dejado al hombre con el que has compartido experiencias, hijos... en una residencia, mientras tú disfrutas de la vida.
- Lo has descrito perfectamente.
- Creo que deberías tomar una decisión que suponga el menor daño para ti - argumentó.
Ella calló en su turno de respuesta. Tras unos segundos de duda se limitó a acercar sus labios a los de él y le dio un beso fugaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario