En la noche del 24 de diciembre dos familias celebran el nacimiento de su dios. Dos familias relacionadas entre sí por el vínculo laboral que une a los dos varones que frisan los cincuenta años. Ese es el único nexo que tienen. Cada uno festeja la venida de su profeta en su hogar.
Uno de ellos, el jefe, celebrará esa festividad con su familia en su lujosa casa, con sus tres hijos y su aún atractiva esposa. Además, los padres de él, aún en buenas condiciones psíquicas y físicas a pesar de que ya flirtean con los ochenta, les acompañan en esta cena tan especial. Degustarán los exquisitos platos cocinados horas antes por su cocinera, que esta noche, como el resto del servicio, se encontrará con su respectiva familia.
La otra familia sólo puede considerarse como una familia escuálida, monoparental. Sin hijos. Al menos sin hijos cercanos en ese momento. Su dos hijas y su hijo se encuentran junto a su madre, a la que le toca disfrutar de su compañía durante esa parte de la fiestas navideñas. Sólo, frente a una lata abierta de caviar (ese lujo que se ha permitido esa noche y que ha supuesto un desembolso considerable para su maltrecha economía de mozo de almacén), que no había probado nunca y que descubre que no le gusta. Sólo frente a la ausencia de pensamientos.
De repente asoma algo en su mente: el Cuento de Navidad de Dickens. El espíritu que hace justicia, a su manera, convirtiendo al rico mezquino en una buena persona que termina formando parte de la familia de su explotado trabajador. ¡Cómo le gustaría que la genial narración del británico se convirtiera en realidad!
Durante un rato se dedicó a fantasear sobre el asunto. Esperando que algo cambie en esa lúgubre noche. Desea que aparezca una señal de cualquier tipo. Incluso un mensaje en su móvil podría servir. Algo. Pero pasan los minutos y ningún ser espectral comparece en la habitación. De nuevo, sin apenas percibirlo, su mente vuelve al blanco. Al abandono de la soledad.
Un fogonazo vuelve a poner en marcha su cabeza: ¡Lsas rulas que le pasó su compañero! "Un viaje sin salir de casa", le aseguró. Las tiene aún en el bolsillo de su abrigo. Tres pastillas rosas, de pequeño tamaño, que, a primera vista, no parecen poseer la capacidad de transportarte a ninguna parte.
Él nunca ha tomado ese tipo de sustancias. Había fumado porros en su época joven; pero consumir drogas duras o sintéticas era un paso que nunca se había atrevido a dar.
Una noche es una noche, pensó. Nada puede ser peor que esta sensación.
Se tomo una de ellas. En poco tiempo sintió una sensación de bienestar como no recordaba. Su cabeza funcionaba muy rápido. Le costaba centrarse en todo lo que había en ella. Las imágenes e ideas se sucedían con celeridad. Pero, sin saber como, la habitación se llenó del Espíritu de la Navidad. Una luz inundaba el cuarto. De la luz emanaba una voz dulce que decía comprender lo que le ocurría. Decía saber que lo sentía. Entender su sensación. La voz le pidió que la siguiese. Ella se encargaría de reparar todas las afrentas que había sufrido.
De repente la ventana se abrió y la intensa luz formó una gruesa línea que fue vaciando de color la sala, llenando de formas diurnas las calles por donde pasaba.
Él no lo dudó por un momento; debía seguir a ese nuevo compañero que le aseguraba la redención. El no era Ulises y había encontrado a sus sirenas.
Dos días después, a primera hora de la mañana, en el despacho de su empresa destinado al jefe, dos personas mantenían una conversación.
- Yo no puedo, ni quiero, acudir allí. Vas a ir tú.
- Creo que debías ir tú. Tú eres el jefe y en un hecho como éste la familia te lo agradecerá.
- No pienso hacerlo. ¿Qué le digo a sus hijos? Qué su padre se puso hasta el culo de drogas y se tiró por la ventana. ¡No me sale de los cojones pasar ese mal trago! Te quiero a las doce en esa iglesia. Eres el puto gerente y también cobras, y muy bien, por hacer este tipo de cosas.
- ¡Vale! ¡Déjalo ya! Allí estaré.
- Y otra cosa. Contrata rápido a alguien que sustituya a ese gilipollas. No quiero que ninguna preocupación me joda estas fiestas de Navidad.
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