"Quieren cortarnos la lengua
con la tijera de la intransigencia,
con la tijera de la necedad,
con la de la autoridad.
Quieren callar nuestra voz..."
Piedra contra tijera. Soziedad Alkoholika
Uno recuerda cuando Gustavo Bueno defendía, con mucho tino, que, tras exponer cada cual sus ideas, no era obligatorio convencer al interlocutor de su error. Cada cual puede tener sus criterios sobre un asunto determinado. Lo importante reside en tener la capacidad de exponer las diferentes perspectivas.
Tal vez, sólo tal vez, esta visión resuma a la perfección en que consiste la convivencia: cada cual puede pensar lo que le dé la gana y nadie debe imponer sus ideas al vecino. Sin embargo, existe una tendencia actual que consiste en imponer unos prejuicios, que llaman ideas, fundamento esta imposición en una especie de supremacía moral.
En realidad, esta concepción no tiene nada de moderna. Lo que ha variado es la sustitución del linchamiento físico y real, por un linchamiento a través de redes sociales, medios de comunicación y de seres que viven de subvenciones, proclamando la buena nueva.
A diferencia de lo que defendía el profesor marxista, la buena nueva se caracteriza por dos aspectos:
- No se molesta en escuchar los argumentos del otro.
- Es de obligado cumplimiento para todo el mundo.
El lector se podrá preguntar: ¿por qué no necesita escuchar y, sobre todo, por qué se basa en la premisa de la obligatoriedad? Muy sencillo. Porque, ante todo, el mensaje se fundamenta en la superioridad moral del emisor. No se trata de aportar argumentos e intercambiar ideas, aunque no se llegue a un acuerdo. La esencia del asunto se basa en aceptar todo el corpus doctrinal porque, de no hacerlo, se entra a formar parte de una categoría despreciable. Una categoría despreciable donde se ubican los incultos, los salvajes, los excluidos de una sociedad de bien y perfecta. Dicho de otra manera: la gente que no acepta, sin rechistar, las imposiciones ideológicas de otros no lo hacen porque han llegado a esa conclusión gracias a unos argumentos sólidos, sino por todo lo contrario, por tratarse de un ser intelectual y moralmente inferior. Parece obvio que con este punto de partido, en el que no se habla de ideas ni argumentos, uno de los interlocutores se sitúa por encima del otro, aunque sólo sea de manera nominal. Esta "diferencia de altura" es la base de una autoproclamada superioridad moral, que desvirtúa no sólo los argumentos del contrario, sino al propio contrario en sí, despojándole, en determinadas ocasiones de su cualidad humana. Baste recordar en nuestro país lo que suponía hace unas décadas que a alguien le llamasen rojos o, en la actualidad, decir que una parte del feminismo actual es una burda manifestación de fundamentalismo, cuando no de papanatismo interesado.
En la esencia de esta supuesta superioridad moral también existe un componente de autoridad y de castigo. Quienes la ejercen no sólo quieren que todo el mundo piense como ellos, además anhelan castigar, aunque ya no sea físicamente, a quienes osan contradecir sus creencias absolutas. Basta ver las redes sociales o leer y escuchar a muchos periodistas doctrinarios para darse cuenta de que además de la imposición de sus ideas (en realidad no son suyas, pero subirse al carro queda muy bien) buscan machacar al rival. Eso sí, todo revestido en una falsa demagogía, basada en buscar el bien común. Un bien común difuso, que nunca se alcanzará, porque siempre quedan enemigos que perseguir y a los que derribar (a ser posibles desde el sillón de casa y parapetados tras un móvil).
Uno, que ya es viejuno, piensa que aquellos que persiguen ideas constituyen parte de ese ejército de intransigencia que han pretendido anclar la humanidad a certezas absurdas, que sólo beneficiaban a unos pocos. Cuando los argumentos del otro no sólo no se pueden rebatir, sino que, además, debes asumirlos a riesgo de ser tal o cual cosa denigrante, huyo por sistema. No me interesa el mesianismo, ni el autoritarismo y menos aún si va recubierto de buen rollo. Mi bondad o maldad moral sólo la deben juzgar aquellas personas de mi entorno a las que les va algo en ello y deben hacerlo por mis acciones, no por mis ideas.
Por cierto, para todos aquellos que me juzguen por esta u otra entrada: soy imperfecto, y lo seré siempre, aunque intento mejorar, pero tengo claro que mi imperfección forma parte de mí, lo que me convierte en ser humano, no en una careta donde se esconde el miedo a la diferencia y las ganas de ser superior y hacerlo notar.
Un saludo.
En la esencia de esta supuesta superioridad moral también existe un componente de autoridad y de castigo. Quienes la ejercen no sólo quieren que todo el mundo piense como ellos, además anhelan castigar, aunque ya no sea físicamente, a quienes osan contradecir sus creencias absolutas. Basta ver las redes sociales o leer y escuchar a muchos periodistas doctrinarios para darse cuenta de que además de la imposición de sus ideas (en realidad no son suyas, pero subirse al carro queda muy bien) buscan machacar al rival. Eso sí, todo revestido en una falsa demagogía, basada en buscar el bien común. Un bien común difuso, que nunca se alcanzará, porque siempre quedan enemigos que perseguir y a los que derribar (a ser posibles desde el sillón de casa y parapetados tras un móvil).
Uno, que ya es viejuno, piensa que aquellos que persiguen ideas constituyen parte de ese ejército de intransigencia que han pretendido anclar la humanidad a certezas absurdas, que sólo beneficiaban a unos pocos. Cuando los argumentos del otro no sólo no se pueden rebatir, sino que, además, debes asumirlos a riesgo de ser tal o cual cosa denigrante, huyo por sistema. No me interesa el mesianismo, ni el autoritarismo y menos aún si va recubierto de buen rollo. Mi bondad o maldad moral sólo la deben juzgar aquellas personas de mi entorno a las que les va algo en ello y deben hacerlo por mis acciones, no por mis ideas.
Por cierto, para todos aquellos que me juzguen por esta u otra entrada: soy imperfecto, y lo seré siempre, aunque intento mejorar, pero tengo claro que mi imperfección forma parte de mí, lo que me convierte en ser humano, no en una careta donde se esconde el miedo a la diferencia y las ganas de ser superior y hacerlo notar.
Un saludo.
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