A veces, querido diario, se tiene la impresión de navegar por aguas agitadas, sin tener nada claro si el carnet de capitán de nave que poseo ha sido un regalo o ha sido ganado a pulso, de manera merecida. Imagino que a todo el mundo que tiene que tomar decisiones o que depende de personas que toman decisiones que repercuten en terceros le ocurre algo parecido: la inseguridad, el sentimiento de injusticia cuando contemplas como ciertas personas hacen de la incoherencia su bandera y dicha incoherencia afecta a otras personas que no pueden ni saben decidir.
Es posible que algún compañero de profesión docente lea este diario, de manera accidental, dentro de un tiempo y se sienta identificado con este sentimiento de duda y, a veces, de impotencia cuando se tiene la impresión de que las cosas no funcionan como debieran. También existe la posibilidad de que ese mismo compañero docente considere que se trate sólo de una estupidez de un tipo que tenía mucho tiempo para perder escribiendo.
Cuando ocurre este tipo de situaciones se suele acabar encontrado a compañeros que, por lo general, de manera explícita y, lo más importante, basándose en los mismos fundamentos teóricos y humanistas, acaban compartiendo tu punto de vista. No se trata de refugiarse en opiniones ajenas que confirmen lo que resulta obvio para uno mismo. Más bien se busca saber que no se navega en un caldo espeso de ignorancia y falta de empatía.
Suena duro, querido diario, pero uno no puede evitar pensar, en ocasiones, lo que acabo de plasmar negro sobre blanco. Imagino que, como ser humano que soy, también puedo caer en ese error en ocasiones. No lo sé con certeza, aunque hago mucho porque no sea así. Creo que eso es lo mejor que me ha aportado la experiencia: reflexionar, e intentar actuar, en consecuencia con las necesidades emocionales y afectivas del alumno.
Cambiando de tema, o no, me preocupa sobremanera la epidemia de etiquetas que sigue asolando a una parte significativa de la sociedad, incluida dentro de ella parte del sector educativo.
Cuando hace una miriada de años comencé a estudiar para ejercer de ésto me inculcaron en vena que el modelo clínico (estático) había saltado por los aires, en beneficio del modelo educativo (dinámico, basado en las necesidades educativas del alumno), pero, en ocasiones, veo muertos (como en la película).
Hace no mucho una doctora me preguntaba sobre mi función en el sistema educativa. Ella me preguntaba si me dedicaba a rehabilitar a los niños con los que trabajo. Mi respuesta fue tajante: No puedo rehabilitar algo que nunca ha existido. Mi función, lo haga mejor o peor, es enseñar cosas nuevas a los alumnos. Los niños con necesidades educativas especiales no tienen una etiqueta, tienen necesidades educativas (lo sé, querido diario, me repito), no una patología que determina de antemano todo lo que pueden o no pueden hacer.
Recuerdo que hace muchos años, soy viejuno, y lo sabes, querido diario, cuando trabajaba en un centro de Educación Especial, acuñé una frase: "Lo que ese niño consiga aprender contigo, no lo ha conseguido hacer nunca nadie antes". Puede sonar a boutade, a narcisismo en vena o a lo que se quiera, pero esas palabras resultan un resumen magnífico de nuestro trabajo. Se trata de hace crecer a los niños como personas, sin fijarse en si es rubio, moreno, alto, bajo, tiene una trisomía en el cromosoma 21 o padece una enfermedad sin diagnosticar. Da igual. Nuestra labor consiste en creer en que los niños pueden desarrollar una buena parte de sus capacidades para alcanzar la mayor autonomía posible, a veces muchísima, en la sociedad en la que viven. Y esa labor: dura cuando se trata de niños con problemas de conducta, monótona a veces, basada en pequeños avances en ocasiones, que mucha gente no ve o a la que no parecen interesar, es nuestra labor. No somos héroes, somos unos asalariados que hacemos esto lo mejor que podemos y sabemos y que, en ocasiones, podemos sentirnos orgullosos de creer en un modelo educativo y no en un modelo clínico.
Sabes, querido diario, cuando comencé a escribir hoy me sentía hastiado, cansado de vivir de manera cíclica las mismas cuestiones, pero, a medida que ido aporreando teclas y he ido enlazando párrafos, se me ha ido diluyendo esa sensación, esa desazón y me he vuelto a dar cuenta de que, con mis errores, este asunto que me da de comer merece la pena. Me viene a la mente la imagen de un crío con el que trabajo en la actualidad y la evolución del mismo y sí, esta historia merece la pena, aunque sólo fuera porque el primer nombre que dijo en su vida fue el mío y porque, a pesar de que queda mucho y muy duro, por hacer, me encanta que me sonría cada vez que me ve y me llame por mi nombre.
Es posible que algún compañero de profesión docente lea este diario, de manera accidental, dentro de un tiempo y se sienta identificado con este sentimiento de duda y, a veces, de impotencia cuando se tiene la impresión de que las cosas no funcionan como debieran. También existe la posibilidad de que ese mismo compañero docente considere que se trate sólo de una estupidez de un tipo que tenía mucho tiempo para perder escribiendo.
Cuando ocurre este tipo de situaciones se suele acabar encontrado a compañeros que, por lo general, de manera explícita y, lo más importante, basándose en los mismos fundamentos teóricos y humanistas, acaban compartiendo tu punto de vista. No se trata de refugiarse en opiniones ajenas que confirmen lo que resulta obvio para uno mismo. Más bien se busca saber que no se navega en un caldo espeso de ignorancia y falta de empatía.
Suena duro, querido diario, pero uno no puede evitar pensar, en ocasiones, lo que acabo de plasmar negro sobre blanco. Imagino que, como ser humano que soy, también puedo caer en ese error en ocasiones. No lo sé con certeza, aunque hago mucho porque no sea así. Creo que eso es lo mejor que me ha aportado la experiencia: reflexionar, e intentar actuar, en consecuencia con las necesidades emocionales y afectivas del alumno.
Cambiando de tema, o no, me preocupa sobremanera la epidemia de etiquetas que sigue asolando a una parte significativa de la sociedad, incluida dentro de ella parte del sector educativo.
Cuando hace una miriada de años comencé a estudiar para ejercer de ésto me inculcaron en vena que el modelo clínico (estático) había saltado por los aires, en beneficio del modelo educativo (dinámico, basado en las necesidades educativas del alumno), pero, en ocasiones, veo muertos (como en la película).
Hace no mucho una doctora me preguntaba sobre mi función en el sistema educativa. Ella me preguntaba si me dedicaba a rehabilitar a los niños con los que trabajo. Mi respuesta fue tajante: No puedo rehabilitar algo que nunca ha existido. Mi función, lo haga mejor o peor, es enseñar cosas nuevas a los alumnos. Los niños con necesidades educativas especiales no tienen una etiqueta, tienen necesidades educativas (lo sé, querido diario, me repito), no una patología que determina de antemano todo lo que pueden o no pueden hacer.
Recuerdo que hace muchos años, soy viejuno, y lo sabes, querido diario, cuando trabajaba en un centro de Educación Especial, acuñé una frase: "Lo que ese niño consiga aprender contigo, no lo ha conseguido hacer nunca nadie antes". Puede sonar a boutade, a narcisismo en vena o a lo que se quiera, pero esas palabras resultan un resumen magnífico de nuestro trabajo. Se trata de hace crecer a los niños como personas, sin fijarse en si es rubio, moreno, alto, bajo, tiene una trisomía en el cromosoma 21 o padece una enfermedad sin diagnosticar. Da igual. Nuestra labor consiste en creer en que los niños pueden desarrollar una buena parte de sus capacidades para alcanzar la mayor autonomía posible, a veces muchísima, en la sociedad en la que viven. Y esa labor: dura cuando se trata de niños con problemas de conducta, monótona a veces, basada en pequeños avances en ocasiones, que mucha gente no ve o a la que no parecen interesar, es nuestra labor. No somos héroes, somos unos asalariados que hacemos esto lo mejor que podemos y sabemos y que, en ocasiones, podemos sentirnos orgullosos de creer en un modelo educativo y no en un modelo clínico.
Sabes, querido diario, cuando comencé a escribir hoy me sentía hastiado, cansado de vivir de manera cíclica las mismas cuestiones, pero, a medida que ido aporreando teclas y he ido enlazando párrafos, se me ha ido diluyendo esa sensación, esa desazón y me he vuelto a dar cuenta de que, con mis errores, este asunto que me da de comer merece la pena. Me viene a la mente la imagen de un crío con el que trabajo en la actualidad y la evolución del mismo y sí, esta historia merece la pena, aunque sólo fuera porque el primer nombre que dijo en su vida fue el mío y porque, a pesar de que queda mucho y muy duro, por hacer, me encanta que me sonría cada vez que me ve y me llame por mi nombre.
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