Aún conservaba la esperanza de que alguien apareciese en breve y le rescatase. Allí, atrapado bajo ese conjunto de metal informe en que se había convertido su vehículo tras el accidente, con el teléfono móvil a la vista, pero a unos seis metros de distancia, nada podía hacer para mejorar su situación. El dolor había pasado a un segundo plano porque sus sentidos llevaban mucho tiempo centrados en detectar algún signo de actividad humana. Voces, pasos, luces que rompiesen la oscuridad que le rodeaba y que sólo quebraba, de manera tímida, una Luna en cuarto creciente, recién estrenado, cualquier manifestación humana que le permitiese recibir ayuda, si conseguía llamar su atención mediante gritos... O mediante la cantidad de voz que fuese capaz de emitir con su cuerpo magullado y sus cada vez más escasas energía. La idea de no conseguir llamar la atención de un posible rescatador por su incapacidad para hacerse notar le aterraba. Tal vez por ello, tras los primeros momentos del accidente, donde gritó demandando auxilio, en los que las fuerzas aún estaban intactas, no había vuelto a demandar socorro en voz alta. Desde ese primer momento fatídico habían transcurrido casi ocho horas según su reloj de pulsera y las fuerzas habían menguado de manera significativa, hasta el punto de sentir que el sueño, o el desmayo, querían ocupar el lugar de la consciencia. Pero debía seguir despierto, porque en aquel paraje, distante más de diez kilómetros del pueblo más cercano y en aquél lugar en que se encontraba, en la parte baja de un terraplén de casi veinte metros. entre los árboles y arbustos, nadie le buscaría, a no ser que él llamase su atención.
Una de las estrategias que su mente había adoptado para olvidarse del dolor, sobre todo del que sentía en sus piernas, atrapadas por las estructura del automóvil, era la de recordar. Escenas de su pasado volvían vívidas, como si se tratase de una proyección cinematográfica, a su memoria. Episodios que, de alguna manera, habían marcado su vida se hacían presente.
La primera que surgió en su cabeza fue aquella, ya muy lejana en el tiempo, que transcurrió durante una cena en la casa de una de sus expareja. En ella descubrió que, de los cuatros comensales, él, el más alternativo a priori, era el que menos experiencias vitales había tenido, relacionadas con el sexo, las drogas, los viajes... Recordó sentir que alguien, tal vez él mismo, le había estafado. En ese instante, mientras se sentía inferior a aquellas otras tres personas que narraban sus peripecias, comprendió que lo alternativo consistía en vivir situaciones, no en repetir consignas ideadas por otros.
Un ruido distrajo su vuelta al pasado. Había escuchado algo, un movimiento, tras unas retamas en flor que se encontraban frente a él. No se trataba de una personas. Eso resultaba evidente. Algo, que tampoco era el viento inexistente, había producido aquel sonido. Cualquier animal podía haberlo hecho. Esperaba, con toda la fe que llevaba décadas sin usar, que se tratase de un ave o de un pequeño bicho, que temiese tanto su presencia como él podía temer que el ser que había producido ese ruido fuese un jabalí.
Siguió escuchando y creyó discernir, ya bastante más lejos, el crepitar de un par de ramas secas, que se quebraban al paso de algo. Se concentró aún más, cerrando los ojos, para discriminar cualquier sonido, pero, a partir de ese momento, la noche solo le devolvió silencio.
El mismo silencio que se estableció unos años después entre aquella expareja y él. Aunque, de vez en cuando, se enviaban mensajes. Él solía iniciar las conversaciones, en realidad unos pocos mensajes en los que las respuestas que recibía siempre eran frías; de mera cortesía. Aunque durante mucho tiempo intentó no pensarlo, él seguía enamorada de ella, o, al menos, seguía considerando que ella había sido la mejor mujer con la que había compartido su vida. A pesar de que en ese momento no supo verlo, porque estaba ocupado en recalcar sus contradicciones interiores y lo insatisfecho que se sentía con su vida.
¡Ahora sí! El inconfundible sonido de un motor llegó hasta él. Había llegado el momento de juntar todas su fuerzas y gritar con ellas. ¡Socorro! ¡Ayúdeme! ¡Socorro! Su voz llegaba hasta la carretera. De eso estaba seguro. Como de que con aquella música que salía desde el coche, a un gran volumen, sus ocupantes no escucharía su petición de rescate.
¡Desilusión y frío por todo el cuerpo! Frío de la noche y frío empapando la esperanza de salir con bien de aquella situación.
Desilusión como la que sintió tras varios años de consumo de drogas y de haber roto con el pasado, lanzándose a la aventura de vivir lejos, de iniciar todo desde la nada, de buscar trabajos inestables y de no encontrar el refugio, el sosiego, que buscaba en los brazos de alguna mujer. Habían pasado por su vida varias parejas, pero, a lo sumo, lo único que le proporcionaban, era refugio ocasional entre sus piernas. A pesar de que algunas de ellas sí sentían hacia él lo que él buscaba en ellas y no encontraba. En el fondo sabía que esa búsqueda interna, esa insatisfacción seguía ahí, a más de quinientos kilómetros del lugar donde había nacido esa constante en su existencia. Siempre recordaba haber estado embargado por esa sensación de que algo faltaba para completar el puzzle de sus existencia.
En realidad, esos primeros años en los que rompió fueron divertidos. Había acumulado todas las experiencias que echaba de menos. Fiestas, libertad, sexo. Todo aquello que le había hecho creerse inferior. Lo había conseguido, solo porque deseaba vivirlo y porque se había lanzado a ello. Pero eso no le hacía sentirse mejor... Ni peor.
Sonó su teléfono móvil. Alguien le había enviado un mensaje, casi con toda certeza un wasap. ¿Quién podría enviar un mensaje a las seis de la madrugada? No lo sabía, pero, ¡ojalá!, que le echase en falta y moviera cielo y tierra para que le encontrasen. Pero dudaba que esto fuese así. En los últimos tiempos no había nadie que añorara su presencia. Al menos él no tenía esa constancia. Puede que alguna mujer se siente atraída o estuviese enamorado de él, pero a él no le constaba.
De manera progresiva e inconsciente, había ido renunciando a establecer vínculos nuevos con nadie y había establecido una distancia prudencial con aquellas personas más cercanas. No había destruido las relaciones pasadas, pero las había reducido a lo imprescindible. Esa carcoma que le acompañaba siempre, la insatisfacción, el vacío, habían dado un paso al frente y ahora regían sus destinos.
De nuevo le vino a la cabeza la escena de aquella cena, el rostro de aquella mujer, por la que sentía sintiendo algo, y comprendió que llevaba toda su vida huyendo de sí mismo, de la posibilidad de ser feliz. Desconocía como sentirse feliz.
En ese instante creyó escuchar una voz lejana, muy lejana, que, de manera inmediata, le trajo la solución a la mente. No cabía duda sobre lo que debía hacer para acabar con ese sentimiento de infelicidad plena que siempre había vivido. La solución resultaba tan sencilla y como evidente y no dudó en ponerla en práctica. Cerró los ojos, ladeó un poco la cabeza, para lograr mayor comodidad, y dejó de luchar contra la fatiga y la necesidad de abandonarse al sueño o al desmayo.
Una de las estrategias que su mente había adoptado para olvidarse del dolor, sobre todo del que sentía en sus piernas, atrapadas por las estructura del automóvil, era la de recordar. Escenas de su pasado volvían vívidas, como si se tratase de una proyección cinematográfica, a su memoria. Episodios que, de alguna manera, habían marcado su vida se hacían presente.
La primera que surgió en su cabeza fue aquella, ya muy lejana en el tiempo, que transcurrió durante una cena en la casa de una de sus expareja. En ella descubrió que, de los cuatros comensales, él, el más alternativo a priori, era el que menos experiencias vitales había tenido, relacionadas con el sexo, las drogas, los viajes... Recordó sentir que alguien, tal vez él mismo, le había estafado. En ese instante, mientras se sentía inferior a aquellas otras tres personas que narraban sus peripecias, comprendió que lo alternativo consistía en vivir situaciones, no en repetir consignas ideadas por otros.
Un ruido distrajo su vuelta al pasado. Había escuchado algo, un movimiento, tras unas retamas en flor que se encontraban frente a él. No se trataba de una personas. Eso resultaba evidente. Algo, que tampoco era el viento inexistente, había producido aquel sonido. Cualquier animal podía haberlo hecho. Esperaba, con toda la fe que llevaba décadas sin usar, que se tratase de un ave o de un pequeño bicho, que temiese tanto su presencia como él podía temer que el ser que había producido ese ruido fuese un jabalí.
Siguió escuchando y creyó discernir, ya bastante más lejos, el crepitar de un par de ramas secas, que se quebraban al paso de algo. Se concentró aún más, cerrando los ojos, para discriminar cualquier sonido, pero, a partir de ese momento, la noche solo le devolvió silencio.
El mismo silencio que se estableció unos años después entre aquella expareja y él. Aunque, de vez en cuando, se enviaban mensajes. Él solía iniciar las conversaciones, en realidad unos pocos mensajes en los que las respuestas que recibía siempre eran frías; de mera cortesía. Aunque durante mucho tiempo intentó no pensarlo, él seguía enamorada de ella, o, al menos, seguía considerando que ella había sido la mejor mujer con la que había compartido su vida. A pesar de que en ese momento no supo verlo, porque estaba ocupado en recalcar sus contradicciones interiores y lo insatisfecho que se sentía con su vida.
¡Ahora sí! El inconfundible sonido de un motor llegó hasta él. Había llegado el momento de juntar todas su fuerzas y gritar con ellas. ¡Socorro! ¡Ayúdeme! ¡Socorro! Su voz llegaba hasta la carretera. De eso estaba seguro. Como de que con aquella música que salía desde el coche, a un gran volumen, sus ocupantes no escucharía su petición de rescate.
¡Desilusión y frío por todo el cuerpo! Frío de la noche y frío empapando la esperanza de salir con bien de aquella situación.
Desilusión como la que sintió tras varios años de consumo de drogas y de haber roto con el pasado, lanzándose a la aventura de vivir lejos, de iniciar todo desde la nada, de buscar trabajos inestables y de no encontrar el refugio, el sosiego, que buscaba en los brazos de alguna mujer. Habían pasado por su vida varias parejas, pero, a lo sumo, lo único que le proporcionaban, era refugio ocasional entre sus piernas. A pesar de que algunas de ellas sí sentían hacia él lo que él buscaba en ellas y no encontraba. En el fondo sabía que esa búsqueda interna, esa insatisfacción seguía ahí, a más de quinientos kilómetros del lugar donde había nacido esa constante en su existencia. Siempre recordaba haber estado embargado por esa sensación de que algo faltaba para completar el puzzle de sus existencia.
En realidad, esos primeros años en los que rompió fueron divertidos. Había acumulado todas las experiencias que echaba de menos. Fiestas, libertad, sexo. Todo aquello que le había hecho creerse inferior. Lo había conseguido, solo porque deseaba vivirlo y porque se había lanzado a ello. Pero eso no le hacía sentirse mejor... Ni peor.
Sonó su teléfono móvil. Alguien le había enviado un mensaje, casi con toda certeza un wasap. ¿Quién podría enviar un mensaje a las seis de la madrugada? No lo sabía, pero, ¡ojalá!, que le echase en falta y moviera cielo y tierra para que le encontrasen. Pero dudaba que esto fuese así. En los últimos tiempos no había nadie que añorara su presencia. Al menos él no tenía esa constancia. Puede que alguna mujer se siente atraída o estuviese enamorado de él, pero a él no le constaba.
De manera progresiva e inconsciente, había ido renunciando a establecer vínculos nuevos con nadie y había establecido una distancia prudencial con aquellas personas más cercanas. No había destruido las relaciones pasadas, pero las había reducido a lo imprescindible. Esa carcoma que le acompañaba siempre, la insatisfacción, el vacío, habían dado un paso al frente y ahora regían sus destinos.
De nuevo le vino a la cabeza la escena de aquella cena, el rostro de aquella mujer, por la que sentía sintiendo algo, y comprendió que llevaba toda su vida huyendo de sí mismo, de la posibilidad de ser feliz. Desconocía como sentirse feliz.
En ese instante creyó escuchar una voz lejana, muy lejana, que, de manera inmediata, le trajo la solución a la mente. No cabía duda sobre lo que debía hacer para acabar con ese sentimiento de infelicidad plena que siempre había vivido. La solución resultaba tan sencilla y como evidente y no dudó en ponerla en práctica. Cerró los ojos, ladeó un poco la cabeza, para lograr mayor comodidad, y dejó de luchar contra la fatiga y la necesidad de abandonarse al sueño o al desmayo.
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