Él no había decidido nacer en aquella familia de delincuentes.
Él había decidido dejar pronto el colegio y juntarse con aquellos otros chavales, con los que se había iniciado en la delincuencia.
Él había decidido consumir con doce años los primeros porros y probar, poco después, otra drogas.
Él había decidido seguir delinquiendo cuando salió de la cárcel.
Él había decido realizar este atraco, que se había complicado.
Él no había decidido recibir ese disparo que sabía acabaría con todo en unos pocos minutos.
Era consciente de que le quedaban horas de vida, a los sumo uno o dos días, y quería abordar aquel asunto, aquella preocupación, que desde hacía mucho tiempo le había atormentado y que nunca se había atrevido a afrontar.
Habló con ella y la rogó que le permitiese sincerarse, que le dejase contar lo que llevaba años corroyéndole en su interior. Necesitaba sincerarse. Ella accedió y fue a buscarla. Un par de horas después un mujer joven, de unos veinticinco años, se encontraba frente a él, que con voz débil, pero firme, se dirigió a ella.
- Quería verte antes de morir porque tengo algo muy importante que decirte- explicó el moribundo.
- Dime lo que quieras, padre.
- ¿Sabes que soy padre tuyo? ¿Quién te lo ha dicho?
- Nadie. Lo he adivinado yo sola.
- Y por qué no me has dicho nada.
- Eras tú quien debía decírmelo a mí. Yo no elegí ser hija tuya.
- Pero...¿cómo lo adivinaste?
- Con diez o doce años sentía que me mirabas diferente al resto de niños de mi edad. Había un trato diferente. Cuando íbamos a misa, sentía que me mirabas desde detrás del altar de una manera especial. Con el paso del tiempo comprendí que en tus ojos había una mezcla de ternura y dolor, que en un principio no supe interpretar, pero un día alguien dijo, en plan de broma, que me parecía mucho al cura, a ti, y, de inmediato, empecé a atar cabos.
- ¿Por qué no dijiste nada?
- Te repito que yo no elegí ser hija tuya. Considero que tú, o mi madre, debíais haber dado el paso al frente.
- Y... ¿qué pensaste durante todo este tiempo?
- En un principio estaba confundida. No sabía que hacer respecto al asunto. Tras unos meses decidí no hacer nada.
- ¿Y por qué venías todos, o casi todos los domingos a misa? ¿Querías verme?
- Es una buena pregunta. Te contaré que con quince o dieciséis años perdí la fe...
- Pero has seguido viniendo a misa - interrumpió el sacerdote.
- Sí, lo hacía por ver la hipocresía que podías desarrollar. Indicabas a tus feligreses cómo deberían ser y vivir y tú no dudabas en saltarte todos tus preceptos. Creo que acabó convirtiéndose en una acto de autoafirmación, en un recordatorio semanal de cómo no debía ser.
- Lo que dices suena muy duro.
- Es lo que hay.
- Al menos - dijo el hombre- espero que me perdones por todo lo que hice.
- Lo único que tengo que agradecerte es haberme enseñado todo aquello en lo que no me tenía que convertir y, como consecuencia de ello, no voy a mostrarme complaciente e hipócrita con alguien, aunque sea un moribundo. No tengo nada que perdonarte. Me pareces un ser despreciable y eso es el fruto de lo que has hecho durante tu vida. Te lo repito: no esperes perdón de mi. En tal caso, perdónate tú a ti mismo o, si en verdad crees en tu dios, búscalo en él.
Ella se levantó tras estas palabras, le dio un beso en la frente y susurró en el oído del hombre encamado:
- Espero que exista tu dios para que te pudras en el infierno que tan bien conozco.
Dicho lo cual abandonó la estancia con los ojos vidriosos.
Ambos se encontraban tumbados en esa cama, con las sábanas empapadas del sudor que el calor estival y el acto sexual, tan virulento como necesario, había provocado en sus cuerpo. En la habitación sólo se escuchaban dos respiraciones que volvían, poco a poco, a su ritmo normal. En ese silencio, roto por el aire expelido el recordó aquella vieja canción de Extremoduro que decía algo como: "Busco entre tus piernas la fe" y sintió que seguía militando en el bando del ateísmo.
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