Cuando uno, con demasiada frecuencia, escucha comparaciones entre hechos para justificar comportamientos despreciables, no puedo evitar acordarme de la letra de esa magnífica copla titulada Corazón loco. En especial de ese fragmento que reza: "Cómo se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco". ¿Por qué? Muy sencillo: porque esas falsas diatribas solo esconden una realidad: la laxitud de ciertas personas a la hora de seguir los principios que predican por tierra, mar y aire, erigiéndose, en muchas ocasiones, en la quintaesencia de la honestidad. Todo muy en la línea de esa Iglesia todopoderosa de tiempos pretéritos, cuya forma de actuar parece haber calado tanto en los de un lado como en los situados frente a ellos en lo verbal, lo de ideológico es mucho más cuestionable, en especial cuando llegan al poder.
Este subterfugio dialéctico, recurso de quien carece de argumentos o hechos que mostrar, oculta una verdad apabullante: la falta de principios. Los hechos comparados pueden ser aberrantes, sin tener que elegir entre uno y otro.
¿Qué prefieres, que te extraigan las unas de los pies o que te den cuatro hostias mientras permaneces atado?
¿Qué es mejor, un ladrón que milita en un partido que no es el tuyo o un mangante, afín ideológicamente, pero que ha robado poco?
¿Qué te gustaría más, una noche de lujuria con Rosi de Palma o comer en un restaurante de los que salen en Pesadilla en la cocina?
Ese es el nivel del argumentario del personal. Pero el problema no reside en ese tipo de dicotomías ficticias. El núcleo del asunto radica en si uno es coherente con los argumentos que defiende y no tanto si los demás comulgan con los planteamientos de uno. En otras palabras: resulta muy fácil ver la paja en el ojo ajeno, pero no tanto la viga en el propio. Y este tipo de planteamientos distractores no son más que cortinas de humo con la finalidad de desviar la atención, ajena y, en ocasiones, la propia, la de la propia conciencia, sobre actitudes nuestras o de los nuestros.
Por supuesto, todos tenemos contradicciones varias en nuestras vidas, en nuestras ideas o en nuestros actos, pero estas contradicciones, asumibles o no, resultan más llevaderas, e incluso fácilmente subsanables, cuando no ponemos con saña la lupa sobre los demás, dictándoles lo que deben y no deben hacer y nos preocupamos más de nosotros mismos.
También mejora mucho esa percepción de nuestras contradicciones y las hacen más fácilmente subsanables, si es el caso, cuando nuestros hechos muestran que en muchas ocasiones hemos mostrado coherencia con nuestras ideas y valores. Sin embargo, aquí existe un hatajo, usado por políticos de variado pelaje, periodistas (o lo que sean) y seguidores acérrimos de unas siglas: cambiar, con más o menos disimulo, esas ideas o valores, en función de lo que "se puede" o "no se puede" hacer.
Si se recapacita sobre este asunto, lo único que varía es la posición de quien muda de ideas o valores. El resto de variables no suelen cambiar, son las mismas que cuando se optaba por las primigenias ideas o valores. En este caso solo ha mutado una cosa: ya no se predica, ahora se debe dar trigo y las personas tienen la pésima costumbre de no alimentarse de palabras, ni de promesas.
Por supuesto, ante esta situación de las cosas siempre se puede plantear la disyuntiva: ¿Acaso preferís lo otro?. De nuevo una pregunta absurda. Yo prefiero que la gente cumpla con aquellas ideas que decía tener; pero la memoria es muy frágil y la capacidad para no dejarse arrastrar por esas trampas dialécticas por parte de ciertas personas también es frágil. Sin embargo, imagino que a una parte del personal, estos planteamientos ladinos, aunque no tengan una respuesta fácil, les generan un malestar interno, que es un claro indicador de que las cosas no son lo que parece. Porque ese tipo de cuestiones te vuelven el corazón loco.
Un saludo.
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