sábado, 13 de agosto de 2022

CUADERNO DE VIAJES

 El mar se está convirtiendo en un elemento necesario y casi imprescindible. Vivir tierra adentro, con horizontes lineales y predecibles, comienza a resultar insufrible. Sin embargo, existen dos mares distintos en uno solo: el de los que lo conocemos fugazmente y el de aquellos que son parte de él.

Los primeros, en su mayoría, rozan con él lo mínimo imprescindible. Bañarse un rato ínfimo en él y coger el color de piel necesario para que poder presumir a la vuelta de haber estado en la playa. Por la tarde la piscina del hotel, las actividades organizadas, una cerveza o un refresco de cola... La noche se hizo para el paseo marítimo. Hordas caminando, la mayoría en la misma dirección, hacia ningún lugar. No se molestan en mirar la Luna sobre el mar, ni en acercarse al agua o pasear por la arena. ¿Para qué? Han estado en la playa. La marabunta, ciega, seguidista, casi avasalladora (en especial si caminas frente a ella) se conforma con repetir, fuera de lugar y de horas, los hábitos cotidianos. 

Creo que tuve la suerte de compartir el sonido del agua mientras la Luna rielaba en el mar con la persona que más quiero en el mundo y creo que tuve la suerte de enseñarle a ver y, casi seguro, a disfrutar de ese retazo nocturno que la gente apresurada en busca de la nada se niega a disfrutar.

Los que forman parte de la geografía del mar, aquellos que viven a su lado día tras día, tienen sus playas, lejos de urbanizaciones y extraños, haciendo allí lo que han hecho siempre, sea lo que sea que hayan hecho. No existe el horario invisible de las comidas masificadas del hotel ni los juegos estereotipados; solo viven allí con el mar de fondo.

Este mar, padre de culturas milenarias, que en esta ocasión emerge rodeado del desierto conquistado por el plástico. Mar de navegantes de cabotaje, de creadores de dioses, de filósofos y de formas de gobierno. Mar de sol, de Luna Llena, de futuro, de todo lo que no tenemos los que moramos aferrados a la dura tierra estival.

Comer para subsistir o para deleitarse. Existen pocas cosas más sublimes que una buena comida y pocas experiencias más insatisfactorias que una mala vianda, y más si pretende disfrazarse de algo sofisticado. Ambas experiencias vividas en un solo día, de lo esperpéntico a la casi divino. La reflexión surge con la rotundidad de quien se siente estafado y horas después mimado: demasiada gente haciéndose pasar por cocineros ilustres, cuando en realidad solo son unos iluminados que inflan la factura de sus platos, para disimular su mal hacer. Pero, a cambio, conviene dar las gracias a todas esas personas que apuestan por la buena cocina, que no siempre debe ser ultravanguardista, utilizando buenos productos, puntos de cocción adecuados y presentaciones que incitan a comer. Una simple fritura de pescado, un costillar con salsa barbacoa, un pulpo a la brasa sobre espuma de patata o un rape con alcachofas (mientras se contempla la Luna Llena sobre el mar) pueden contener ese mismo amor por una profesión y respeto hacia los clientes que la creación más sofisticada o vanguardista.

Creo que una de las cosas que he hecho bien con mi hijo es educar su paladar, lo tiene más selecto que yo. Paladear un pequeño manjar, disfrutando todo lo que puede aportar a los sentidos. Un legado que espero transmita a sus hijos, si los decide y puede tener.

El mar. Siempre el mar. Promesa de redención y de huida. La Luna Llena como símbolo de todo lo que pudo ser y nunca fue y de esa búsqueda que continúa. Mar de rayos lejanos, que rasgan la noche con la brusquedad de lo instantáneo e imprevisible y, a la vez, con la dulzura de lo nuevo.

Reflexiones sobre sexo, casi perfecto, permanecen en el recuerdo. Tal vez la medida de como creció todo, hasta que todo saltó por los aires por la codicia. 

Soledad como trabajo titánico. Soledad como hábitat tiránico. Soledad como un todo. 

Y allí, casi de vuelta, en medio de nada, aparece ella: rubia, preciosa (hubo que mirarla una segunda vez para cerciorarse de que en realidad era tan bella), no muy alta, acompañada. De inmediata la mente lanza un mensaje contundente: es esa mujer de la que uno se podría uno enamorar con facilidad. Cruce de miradas continua. No existen los acompañantes. Al final vence la sensación de una cafetería en medio de una autovía no puede ser el inicio de nada. Pero por el cerebro pasa una y otra vez que podía haber sido ella. Una última mirada de despedida. Despedirse de nada.

Y cerca del hogar aparece cierta ansiedad; un ahogo que impide terminar las frases enjuagado hasta ese momento en el agua salada. De nuevo, volver a empezar y, en cierta manera, volver a terminar.

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