Tengo la impresión de que en las últimas entradas la teoría ha protagonizado buena parte de lo que te he escrito y existe la posibilidad, querido diario, de haberte aburrido con tanto así debería ser, así debería hacerse esto o lo otro. Sin embargo, hoy me preocupan otras cosas, más del día a día, de la interacción con los alumnos, que, en el fondo, viene a constituir la esencia de esta profesión.
No resulta infrecuente escuchar a algún compañero: "tengo una tutoría que..." y, en ocasiones, acompañada de calificativos no muy positivos. Siempre me ha chocado escuchar la expresión "tengo una tutoría" o "tengo una clase", porque, para empezar nunca he conocido una tutoría en la que todos los alumnos tengan un comportamiento similar, una capacidad de aprendizaje parecida, ni tan siquiera una actitud igual ante lo que acontece dentro del aula. A fuer de ser sincero, reconozco que se trata de una forma de hablar coloquial y que, en muchas ocasiones, no pasa de ahí. Sin embargo, en otras ocasiones, si escucho las citadas expresiones como forma de catalogación y, en general, correspondiéndose con una calificación negativa de los alumnos de ese grupo. Cuando esto ocurre, en especial si se trata de Educación Infantil o primeros cursos de Educación Primaria, pienso que esos chavales no han tenido mucha suerte.
Recuerdo una conversación que tuve hace años con alguien de un equipo psicopedagógico que me hizo una afirmación contundente, y certera: para saber por qué una clase es "mala" basta con saber qué docentes han pasado por ese grupo. Al menos uno de ellos tiene bastante que ver con esa circunstancia. No puedo estar más de acuerdo.
Considero que una de las labores de los docentes consiste en contribuir a la socialización de nuestros alumnos y, como el propio concepto indica, a socializarse se aprende en sociedad y, en muchas ocasiones, mediante la instrucción de una adulto, un docente en este caso. Además de las normas elementales de convivencia: respeto, solidaridad..., que deben mostrarse en todo momento en las aulas, existen otros aspectos, más relacionados con el mundo académico, que también forman parte de la socialización y sobre los que los docentes tenemos cierta competencia: el sentimiento de eficacia a la hora de abordar las diferentes tareas, los hábitos de orden (compartidos con el hogar), la necesidad de esforzarse para resolver de manera correcta los diferentes cometidos escolares... Resulta obvio que cuando ciertos docentes se plantean que determinados grupos, además de ser uniformes, tienen un comportamiento estable, siempre negativo, han declinado cambiar nada y, por ende, se conforman con ir tirando y que salga el sol por Antequera.
Repito que en los cursos más altos de Primaria, en especial cuando arrastran un "historial" negativo, y en Secundaria, donde las hormonas hacen de las suyas, las cambios resultan más difíciles, aunque no imposibles, pero en Educación Infantil y en los primeros cursos de Primaria no parece muy adecuado hablar de comportamientos colectivos permanentes. Creo que se debería hablar de dejadez o de ganas de hacerse notar, no en base a lo que se hace, sino porque, a pesar de no hacer nada, la labor es la de un mártir de la causa (sea cual sea la causa).
Intuyo que todo se ciñe a ser un poco vigotskyano y pensar que existe una zona de desarrollo próximo en todos los ámbitos de la vida de los alumnos, siendo nuestra función la de presentar aquello que queremos que adquiera de la manera adecuada para que lo adquiera.
Pensando en lo próximo que voy a escribir parece que en mi zona de desarrollo próximo lo único que se vislumbra es cabreo. Aunque, bien mirado, pienso que, además de la crítica, aporto algo que se puede hacer por cambiar las cosas y eso, además de un presumible enfado, significa que sigo deseando cambiar las cosas, lo que implica algo más que enfado. Tal vez todo se deba a que se avecina el fin de curso y esto genera algo de estrés o de ganas de vacaciones.
Lo que no debe al cansancio es esa sensación de injusticia y derrota que sigo sintiendo cuando me cuentan las condiciones de vida de algunos alumnos. Recuerdo que la jefa de estudios de un centro me hablaba sobre un crío que no solía traer los deberes hechos, ni el material. Mi respuesta fue automática: servicios sociales. Sin embargo, tras escuchar la situación por la que atravesaba la familia me envainé mi superioridad moral e interioricé que mi cometido era, por un lado, intentar que aprendiese lo más posible durante el tiempo que trabajaba conmigo y, por otra parte, intentar que el crío estuviese cómodo conmigo, intentando que las clases fuesen, a la par que útiles, relajadas. No puedo evitar sentir infinita pena por esos niños arrastrados por circunstancias sobre las que ellos no tienen capacidad de elección (a veces no la tienen ni los padres). Cada vez que veo algo así pienso en la suerte que tiene mi hijo.
Vamos a ir hacia otros derroteros, pues me pongo mustio y no parece pertinente. Por ello vamos a otro asunto que quería contarte, querido diario. En la Educación Especial se produce ese cosa tan curiosa, también existe en la otra, como trabajar la atención, en teoría escasa, en tareas que nada tienen que ver con las actividades normales de la vida diaria de los alumnos.
La atención forma parte de lo que se conoce como los procesos cognitivos básicos. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que sin atención el resto de los procesos no van a poder ponerse en práctica, pues la atención supone la puerta de acceso al resto. Si alguien no presta atención no podrá aprender, ni tan siquiera podrá realizar las actividades de la vida diaria de manera efectiva. Además, si no focalizamos nuestra atención sobre lo que queramos emprender, resultará casi imposible que tengamos éxito en la tarea, pues nos distraeremos con cualquier otro estímulo que esté presente.
Aunque suene simple bastará con dos ejemplos para ilustrar esto último:
1- Ponerse una prenda de ropa, cuyo proceso lo tenemos automatizado, pero, al no prestar atención, lo podemos hacer de manera incorrecta: lo de atrás hacia delante o del revés.
2- Cuando vamos andando por la calle con el móvil, sin prestar atención a nuestro desplazamiento, podemos tropezar, chocar con una farola, porque hemos centrado nuestra atención sobre el aparato y hemos dejado de hacer caso a los obstáculos que existen en nuestro camino.
Resulta obvio que cuando abordamos tareas más complejas nuestro nivel de atención, tanto sostenida como focalizada, cobra mayor importancia. No necesito la misma capacidad de atención para resolver una división que para batir unos huevos para una tortilla. Para realizar las tareas escolares se necesita una capacidad de atención importante por parte de los alumnos, lo que no siempre ocurre. En algunos casos de manera puntual y en otros de forma generalizada. Cuando esto último ocurre se dice que el niño tiene un problema de atención. No voy a enrollarme, querido diario, con las causas de este tipo de cuestión, en muchos casos motivacional, pero sí con las soluciones que se proponen. Existe una creencia que defiende que los problemas atencionales se pueden corregir mediante unas fichas específicas para trabajar este aspecto. Así, a vuelapluma, parece una incongruencia dedicar la "poca" atención del alumno a trabajar algo no relacionado con los contenidos curriculares. Lo poco que, a priori, tenga se debería utilizar para adquirir el mayor número de contenidos curriculares, a ser posible los mismos que sus compañeros. La lógica parece que invita a seguir este camino.
Por otra parte, cuando aparecen este tipo de asuntos siempre me pregunto lo mismo: ¿quién asegura que este tipo de actividades, y no otras, son lo mejor para trabajar determinados aspectos? La editorial, que hace negocio con ello.
Existe otra cuestión importante: el sentimiento de autoeficacia. Si el alumno resuelve actividades descontextualizadas, sin sentido alguno, van a sentir, a lo sumo, que son capaces de resolver unas cosas raras, que no sabe muy bien para qué sirve. Si ese esfuerzo, con la correspondiente atención individualizada del especialista, lo dedica a adquirir contenidos que sus compañeros han visto o están viendo, el alumno tendrá más posibilidades de sentir que es capaz de hacer lo mismo que los demás, lo que puede resultar mucho más motivador para él. Al menos para mí lo sería.
Tal vez este tipo de material, que cuesta un pico, desaparecía de los centros en los que aún exista, si se tuviese en cuenta que los materiales deberían ser lo más normalizados posibles y que siempre se debe buscar, en especial en los alumnos con mayores dificultades, que lo trabajado deber ser lo más útil posible para su vida cotidiana.
Quería hablar algo sobre el tema tan en boga del acoso escolar, pero no deseo extenderme en demasía, por lo que dejaré para la próxima visita que te haga, querido diario.
En breve nos vemos.
No resulta infrecuente escuchar a algún compañero: "tengo una tutoría que..." y, en ocasiones, acompañada de calificativos no muy positivos. Siempre me ha chocado escuchar la expresión "tengo una tutoría" o "tengo una clase", porque, para empezar nunca he conocido una tutoría en la que todos los alumnos tengan un comportamiento similar, una capacidad de aprendizaje parecida, ni tan siquiera una actitud igual ante lo que acontece dentro del aula. A fuer de ser sincero, reconozco que se trata de una forma de hablar coloquial y que, en muchas ocasiones, no pasa de ahí. Sin embargo, en otras ocasiones, si escucho las citadas expresiones como forma de catalogación y, en general, correspondiéndose con una calificación negativa de los alumnos de ese grupo. Cuando esto ocurre, en especial si se trata de Educación Infantil o primeros cursos de Educación Primaria, pienso que esos chavales no han tenido mucha suerte.
Recuerdo una conversación que tuve hace años con alguien de un equipo psicopedagógico que me hizo una afirmación contundente, y certera: para saber por qué una clase es "mala" basta con saber qué docentes han pasado por ese grupo. Al menos uno de ellos tiene bastante que ver con esa circunstancia. No puedo estar más de acuerdo.
Considero que una de las labores de los docentes consiste en contribuir a la socialización de nuestros alumnos y, como el propio concepto indica, a socializarse se aprende en sociedad y, en muchas ocasiones, mediante la instrucción de una adulto, un docente en este caso. Además de las normas elementales de convivencia: respeto, solidaridad..., que deben mostrarse en todo momento en las aulas, existen otros aspectos, más relacionados con el mundo académico, que también forman parte de la socialización y sobre los que los docentes tenemos cierta competencia: el sentimiento de eficacia a la hora de abordar las diferentes tareas, los hábitos de orden (compartidos con el hogar), la necesidad de esforzarse para resolver de manera correcta los diferentes cometidos escolares... Resulta obvio que cuando ciertos docentes se plantean que determinados grupos, además de ser uniformes, tienen un comportamiento estable, siempre negativo, han declinado cambiar nada y, por ende, se conforman con ir tirando y que salga el sol por Antequera.
Repito que en los cursos más altos de Primaria, en especial cuando arrastran un "historial" negativo, y en Secundaria, donde las hormonas hacen de las suyas, las cambios resultan más difíciles, aunque no imposibles, pero en Educación Infantil y en los primeros cursos de Primaria no parece muy adecuado hablar de comportamientos colectivos permanentes. Creo que se debería hablar de dejadez o de ganas de hacerse notar, no en base a lo que se hace, sino porque, a pesar de no hacer nada, la labor es la de un mártir de la causa (sea cual sea la causa).
Intuyo que todo se ciñe a ser un poco vigotskyano y pensar que existe una zona de desarrollo próximo en todos los ámbitos de la vida de los alumnos, siendo nuestra función la de presentar aquello que queremos que adquiera de la manera adecuada para que lo adquiera.
Pensando en lo próximo que voy a escribir parece que en mi zona de desarrollo próximo lo único que se vislumbra es cabreo. Aunque, bien mirado, pienso que, además de la crítica, aporto algo que se puede hacer por cambiar las cosas y eso, además de un presumible enfado, significa que sigo deseando cambiar las cosas, lo que implica algo más que enfado. Tal vez todo se deba a que se avecina el fin de curso y esto genera algo de estrés o de ganas de vacaciones.
Lo que no debe al cansancio es esa sensación de injusticia y derrota que sigo sintiendo cuando me cuentan las condiciones de vida de algunos alumnos. Recuerdo que la jefa de estudios de un centro me hablaba sobre un crío que no solía traer los deberes hechos, ni el material. Mi respuesta fue automática: servicios sociales. Sin embargo, tras escuchar la situación por la que atravesaba la familia me envainé mi superioridad moral e interioricé que mi cometido era, por un lado, intentar que aprendiese lo más posible durante el tiempo que trabajaba conmigo y, por otra parte, intentar que el crío estuviese cómodo conmigo, intentando que las clases fuesen, a la par que útiles, relajadas. No puedo evitar sentir infinita pena por esos niños arrastrados por circunstancias sobre las que ellos no tienen capacidad de elección (a veces no la tienen ni los padres). Cada vez que veo algo así pienso en la suerte que tiene mi hijo.
Vamos a ir hacia otros derroteros, pues me pongo mustio y no parece pertinente. Por ello vamos a otro asunto que quería contarte, querido diario. En la Educación Especial se produce ese cosa tan curiosa, también existe en la otra, como trabajar la atención, en teoría escasa, en tareas que nada tienen que ver con las actividades normales de la vida diaria de los alumnos.
La atención forma parte de lo que se conoce como los procesos cognitivos básicos. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que sin atención el resto de los procesos no van a poder ponerse en práctica, pues la atención supone la puerta de acceso al resto. Si alguien no presta atención no podrá aprender, ni tan siquiera podrá realizar las actividades de la vida diaria de manera efectiva. Además, si no focalizamos nuestra atención sobre lo que queramos emprender, resultará casi imposible que tengamos éxito en la tarea, pues nos distraeremos con cualquier otro estímulo que esté presente.
Aunque suene simple bastará con dos ejemplos para ilustrar esto último:
1- Ponerse una prenda de ropa, cuyo proceso lo tenemos automatizado, pero, al no prestar atención, lo podemos hacer de manera incorrecta: lo de atrás hacia delante o del revés.
2- Cuando vamos andando por la calle con el móvil, sin prestar atención a nuestro desplazamiento, podemos tropezar, chocar con una farola, porque hemos centrado nuestra atención sobre el aparato y hemos dejado de hacer caso a los obstáculos que existen en nuestro camino.
Resulta obvio que cuando abordamos tareas más complejas nuestro nivel de atención, tanto sostenida como focalizada, cobra mayor importancia. No necesito la misma capacidad de atención para resolver una división que para batir unos huevos para una tortilla. Para realizar las tareas escolares se necesita una capacidad de atención importante por parte de los alumnos, lo que no siempre ocurre. En algunos casos de manera puntual y en otros de forma generalizada. Cuando esto último ocurre se dice que el niño tiene un problema de atención. No voy a enrollarme, querido diario, con las causas de este tipo de cuestión, en muchos casos motivacional, pero sí con las soluciones que se proponen. Existe una creencia que defiende que los problemas atencionales se pueden corregir mediante unas fichas específicas para trabajar este aspecto. Así, a vuelapluma, parece una incongruencia dedicar la "poca" atención del alumno a trabajar algo no relacionado con los contenidos curriculares. Lo poco que, a priori, tenga se debería utilizar para adquirir el mayor número de contenidos curriculares, a ser posible los mismos que sus compañeros. La lógica parece que invita a seguir este camino.
Por otra parte, cuando aparecen este tipo de asuntos siempre me pregunto lo mismo: ¿quién asegura que este tipo de actividades, y no otras, son lo mejor para trabajar determinados aspectos? La editorial, que hace negocio con ello.
Existe otra cuestión importante: el sentimiento de autoeficacia. Si el alumno resuelve actividades descontextualizadas, sin sentido alguno, van a sentir, a lo sumo, que son capaces de resolver unas cosas raras, que no sabe muy bien para qué sirve. Si ese esfuerzo, con la correspondiente atención individualizada del especialista, lo dedica a adquirir contenidos que sus compañeros han visto o están viendo, el alumno tendrá más posibilidades de sentir que es capaz de hacer lo mismo que los demás, lo que puede resultar mucho más motivador para él. Al menos para mí lo sería.
Tal vez este tipo de material, que cuesta un pico, desaparecía de los centros en los que aún exista, si se tuviese en cuenta que los materiales deberían ser lo más normalizados posibles y que siempre se debe buscar, en especial en los alumnos con mayores dificultades, que lo trabajado deber ser lo más útil posible para su vida cotidiana.
Quería hablar algo sobre el tema tan en boga del acoso escolar, pero no deseo extenderme en demasía, por lo que dejaré para la próxima visita que te haga, querido diario.
En breve nos vemos.
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