lunes, 8 de mayo de 2017

HE CONOCIDO A UNA MUJER...

7 de julio

He conocido a una mujer, que vive en el mismo edificio que mis padres, y la impresión que me ha causado no puede definirse como buena. Mi madre aprovechó una visita que hice a mi antigua casa paterna para pedir que la acompañase a casa de una vecina anciana, convaleciente aún de una infección bastante severa. Según mi progenitora, la mujer se encontraba un poco deprimida y necesitaba hablar con gente joven. Deprimida no sé si estaba. De mal humor, seguro. Su rostro dibujaba una expresión áspera y casi desafiante y su lenguaje breve, cortante y con una entonación que recordaba la aspereza de su rostro, no incitaba a establecer una larga y distendida conversación con la dueña de la casa.
A pesar de todo, me apresté a ayudarla las dos veces que los solicitó, obteniendo una forma de agradecimiento algo peculiar por su parte.
La primera vez se quejaba de que no podía alcanzar la medicación que su cuidadora había colocado en el estante superior del armario del baño. Mi respuesta inmediata fue ir a buscar el medicamento para colocarlo en el lugar que ella me indicara, permitiendo que ella accediera al mismo de manera autónoma. Sin embargo, cuando me vio aparecer con la caja del fármaco su respuesta me desarmó: "¿Por qué has cogido mi medicina? Ya se encarga la cuidadora de dármela todas las mañanas. ¡Déjala donde estaba!"
 Me quedé a cuadros.
No mucho mejor discurrió lo que acaeció un rato después. La anciana quería ver unas fotos de sus nietos que le habían mandado a su móvil. Ella decía que se le habían perdido las gafas, aunque mi madre defendía que era muy coqueta y que no le gustaba nada ponérselas, por lo que no podía ver bien los retratos. De nuevo me presté a ayudarla. Amplié las imágenes y la mujer pudo ver con nitidez los rostros de sus queridos nietos. Cuando terminó de disfrutar de las imágenes tuve a bien indicarla lo que debía hacer para no tener problema con el tamaño de letras o imágenes en su teléfono. Tras una breve explicación, que no sé si sirvió para algo, la mujer me respondió: "Eso que me cuentas ya lo sabía yo". Esbocé una sonrisa y, con una excusa inventada, salí de esa casa.


9 de julio


Domingo, día de comida familiar. En mitad de la comida suena el teléfono de mi madre que, con cara de susto, me invita a que la acompañe a casa de la vecina. Mientras subimos las escaleras me cuenta que la llamada era de la dueña del piso al que nos dirigíamos. Según le había dicho, no se encontraba bien. Nos abrió la puerta, tras esperar un buen rato, con evidentes síntomas de fatiga, casi seguro provocada por su enfermedad. Por un momento temí que se fuera a caer. La agarré de manera instintiva del brazo y la acompañé a su dormitorio, para que se tumbara en su cama y pudiese esperar allí al médico del servicio de urgencias, al que mi progenitora llamaba en ese momento. Cuando ya estaba acomodada en el lecho la mujer se dirigió a mí, para pedirme que saliese de su cuarto. "Un extraño no debe entrar en la habitación de una desconocida. Se trata de una descortesía y una falta de pudor absoluto". Parecía que esa anciana no hubiese necesitado hace unos segundos mi brazo para recorrer los escasos metros entre la puerta de entrada de la casa y el lugar que ahora ocupaba.
Di media vuelta, salí de la habitación y, acto seguido, de la casa, haciendo notar con un portazo que me encontraba muy enojado con la vieja bruja.
No volvería a hablar con ella en toda mi vida. O en toda la suya, que casi seguro acabaría antes que la mía.


13 de julio


Ayer murió Antonio, un vecino de 81 años, que se había trasladado hacía poco a vivir al bloque. Tras la muerte de su esposa no se sintió con fuerzas, en todos los sentidos, para vivir sólo y, de mutuo acuerdo, se traslado a casa de su hijo mayor.
Apenas había tenido trato con él, pero mis padres me pidieron que les acompañara al tanatorio. En realidad me utilizaron como taxista, pero sé que, desde que mi padre dejó de conducir, toca, entre otras cosas, ejercer de chófer.
Para mi sorpresa, encontré a varias personas conocidas en ese lugar: un amigote de los de antes, Daniel, que resultó ser un sobrino-nieto del finado, Marga, una antigua compañera del instituto, que trabajaba en el bar del tanatorio y, ¡oh sorpresa!, la anciana con la que me había propuesto no intercambiar palabra nunca más. La convecina de mi madre iba acompañada de una mujer más joven, de mi edad aproximadamente, que, según me contó mi madre, se encargaba de cuidarla. Mi madre decía que tenía mucha paciencia con la anciana y que la cuidaba muy bien. Se trataba, según ella, de una gran persona. Yo sólo pensé que había encontrado a la persona que se encargaba de colocar en lugares inaccesibles el medicamento de la arpía, para mi desgracia.
Tras el correspondiente pésame, Daniel y yo nos dirigimos al bar para tomar un café y hablar sobre los viejos tiempos, y de los nuevos. Resultó que Marga también conocía a Daniel y, al igual que me pasaba a mí, había perdido su pista años ha. Tras un rato de conversación nos pusimos de acuerdo los tres para quedar al día siguiente, lejos del ambiente en que nos encontrábamos, y rememorar viejos tiempos.


14 de julio


Habían enterrado a Antonio hacía dos horas y Daniel, como manda la lógica, se encontraba afectado por lo acontecido los dos últimos días; a pesar de lo cual acudió a la cita. Marga y yo no quisimos incidir en el asunto y dedicamos el tiempo a contarnos como había sido nuestra vida durante esos años de distancia. De manera paulatina Daniel se incorporó a la conversación, mostrando cada vez más interés por la situación en la que se encontraba, desterrando la aflicción por lo acontecido ayer y hoy. 
El nivel de alcohol en nuestra sangre subió de manera lenta, pero constante y la noche se animó. Risas, baile, besos entre Daniel y Marga. Sexo entre Daniel y Marga. Besos entre María, a la que habíamos conocido hacía una hora, y yo. Sexo entre María y yo. 
La muerte, que nos había unido, volvía a dejar paso a la vida, que se desparramaba de manera canalla y necesaria.


16 de julio


El paso de los años no perdona, aún me dura alguno de los efectos de la resaca que me generó la juerga de antes de ayer. A pesar de ello he tenido que ir a casa de mis padres. Mi padre ha tenido a bien apropiarse de un montón de virus de la gripe y está en cama, con bastantes dolores y malestar generalizado. No salgo de mi asombro cuando, al llegar a mi antiguo domicilio familiar, me encuentro en el salón con la anciana vecina, junto a mi madre y a la mujer de mediana edad que se encarga de facilitar su vida. Como buena anfitriona mi progenitora me presenta a la desconocida, Paula, que parece bastante más agradable que la persona mayor que cuida. Apenas nos dirigimos unas palabras de cortesía, antes de adentrarme en el cuarto de mis padres y constatar los efectos de la gripe sobre las personas mayores. Nada preocupante, pero sí molesto, muy molesto. Al rato volví al salón, donde eché en falta a la dueña de la casa y a Paula. Me encuentro a solas con mi íntima enemiga, a la que pregunté, casi más por obligación cortes que por ganas de entablar conversación con ella, por las ausentes. Con un tono de voz diferente al que había utilizado otras veces me contó que ambas habían ido a la farmacia a comprar medicamentos para ella y para mi padre.
No sé por qué, ni casi cómo, pero de mi boca salió que ella debía sentirse afortunada por tener a alguien que se encargaba de facilitar su vida. De manera sorprendente me contestó que tenía razón, añadiendo, que se sentía afortunada en ese sentido, pero que en otro no podía evitar que la tristeza le invadiese. Me contó que tenía dos hijos. Uno vivía en Canadá y el otro, que tenía su hogar en esta misma ciudad. Este segundo, no recuerdo el nombre, aunque estoy seguro de que me lo dijo, padecía una enfermedad muy incapacitante y apenas podía salir de casa, por lo que ella no podía contar con la ayuda de sus descendientes para su día a día. Narró, con la mirada ausente, que su vástago menor había mostrado los primeros síntomas de su patología hacía tres años y que, desde hacía casi dos años, no podía ocuparse de ella. Ella tuvo que tomar la decisión de contratar a alguien y cuando se le transmitió a su hijo ambos lloraron todo lo que se podía llorar y un poco más, pero comprendieron que resultaba la única opción viable si ella quería seguir con su vida. Cuando concluyó de describir su experiencia la anciana me dio las gracias por haberme preocupado por ella y por todo lo que había hecho en los días anteriores.
Me sentí confortado por esta conversación y pensé que su mal humor de días anteriores se debía a su estado de salud. Me encontraba hilando esta explicación cuando el sonido de la puerta de la calle me sacó de mis cuitas. Mi madre e Paula habían vuelto. Antes de que pudiese decir hola, la anciana se dirigió a su asistente, con ese viejo tono conocido días atrás,  para cuestionar su tardanza. La respuesta de la interpelada resultó esclarecedor: "Veo que ya vuelve a estar bien. Sigue con ese mal humor de siempre".
No supe si sonreír o indignarme, aunque, pensando mientras escribo, creo que lo mejor sería pensar que una persona, que porta un escudo enorme, tuvo a bien confiarme algo íntimo que la generaba zozobra. ¡Tan horrible no debía ser! O, tal vez, yo resultaba una persona cercana y de confianza. Sin embargo, no pude dejar de sentir cierta lástima por Inma. Se ganaba cada euro que cobrase a pulso.


21 de julio


Mi padre ya se ha recuperado de la gripe. He ido a visitarle y ha cambiado los virus por un excelente sentido del humor. Cuando entraba en su casa salía Paula. Hemos intercambiado un saludo de cortesía, y poco más. Mi madre sigue insistiendo en que se trata de una chica muy simpática y diligente y, además, en que le gusto. Según ella: "no hace más que mirarme". Me resultó tan sorprendente la afirmación, que no supe que responder. Cambié de conversación y olvidé el asunto. Me gusta, de vez en cuando, tomar una cerveza con mi padre y, cuando mi padre apareció bromeando le propuse beber una caña juntos. La visita a la casa familiar acabó en el bar de siempre con una copa coronada de una magnífica espuma densa. 



27 de julio


Ayer murió la anciana vecina de mi madre. De nuevo tuve que acudir al tanatorio, esta vez con mayor motivo: tenía una relación con la fallecida. Tuve ocasión de dar el pésame a su hijo menor y a Paula, que se encontraba destrozada por la muerte de la mujer a la que facilitaba la vida y a la que, en sus propias palabras: "Había llegado a querer; a pesar de ser una renegona". La invité a tomar algo en la cafetería del lugar y aceptó. Durante un rato largo hablamos, en realidad ella lo hizo casi todo el tiempo, y quedamos en vernos al día siguiente del entierro, pasado mañana, para cenar juntos y tomar una copa, hablar y distraernos. Echo la vista atrás y pienso en lo curiosa que resulta la vida que, veinte días después, y gracias a esa mujer, puedo volver a decir: "he conocido a una mujer...".

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