A veces no se sabe lo que se quiere, pero sí se es consciente de lo que no se desea.
En otras ocasiones la cuestión es la inversa: se conoce aquello que se anhela y, como resultado indirecto, se identifica todo aquello que no se pretende vivir.
Tal vez, lo interesante sea llegar a la disposición de saber lo que se quiere y lo que no se quiere, en especial tras un hecho traumático, que ha dejado al árbol sin hojas y sin necesidad de que llegue la primavera que vuelva a poblar las desnudas ramas. El fin del invierno se presenta como una cuestión de tiempo; de biorritmos anímicos, que nadie sabe cómo nacen ni por qué.
Resulta evidente que la única forma de detectar aquello que buscamos, que no buscamos o que nos deja indiferente es probando, acertando, equivocándose. Aceptando el acierto y el error, sobre todo éste último, como condición sine qua non para llegar a un lugar nuevo (o retornar a un estado similar al anterior, pero con una experiencia más el zurrón).
Puede que la acumulación de experiencias de fracaso pueda minar la autoestima de manera momentánea, pero, como casi cualquier actividad humana, esta sensación se diluye ante la aparición de una nueva expectativa que, por lo general, surgirá fruto de una búsqueda, mayor o menor, activa y, más o menos consciente. En este sentido, el tiempo funciona como aliado y también como enemigo.
Como aliado, porque en su sucesión lineal se acaban encontrando nuevas oportunidades, nuevas expectativas, que llenen, de una u otra forma, de sensaciones positivas, más o menos fugaces, nuestro biografía.
Como enemigo, porque en nuestra cabeza podemos pensar, durante esos períodos de vacío, de búsqueda, que se nos escapa el tiempo entre los dedos, sin que sepamos hacer nada para utilizarlo de manera adecuada, sin ser capaces de hace honor a ese precioso tesoro que nos han prestado y que tiene una fecha de caducidad desconocida, pero cierta.
Tal vez, casi seguro, una y otra sensación sean fruto de nuestra subjetividad, capaz de hacernos llegar a lo sublime y a lo intrascendente con un insignificante cambio en las variables que nos rodean. La relevancia de la mirada interior, de la química en estado puro, para caminar con paso firme o para dejarse llevar ante lo cotidiano.
Creo que existe una circunstancia nada desdeñable que se debe tener en cuenta: la creencia previa en la existencia de lo sublime o la negación de ello. Reconozco que puede tratarse sólo de una cuestión semántica, o de imagen, personas que muestran, de manera interesada, una forma de ser, que no tiene que coincidir con lo que piensan en su fuero interno. Sea como fuere, el convencimiento previo de la existencia de ciertas situaciones deseadas genera, por un lado, un movimiento hacia el lugar donde se puede encontrar aquello que se busca y, como dijimos cuando hablábamos del tiempo, una frustración por no llegar a esa meta, aunque se lleve tiempo caminando hacia la consecución de ese objetivo.
De cualquier manera, intuyo que todos, o casi todos los seres humanos, caminan o han caminado hacia esas perspectivas ideales. Escribiendo ésto pienso que la verdadera vejez llega cuando, sin haber conseguido acceder a aquello que se desea, se renuncia a ello de manera definitiva, rindiéndose con armas y bagajes. Ésta es la verdadera, y más importante, derrota.
Aunque pueda parecer inoportuno, por obvio, durante todas estas líneas previas no hablaba de ambición, ni de conseguir dinero, poder o cuestiones similares. Todos estos párrafos, más o menos afortunados, han versado sobre sentimientos.
Un saludo.
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