Se había acostumbrado a convivir con esa sensación de dolor continuo y semidifuso. Ambos parietales parecían contener, a duras penas en algunos momentos, la presión que recibían, fruto de la situación que le tocaba vivir en aquellas horas. Su apuesta incierta le había abocado a aquella horrible sensación, que actuaba como un recordatorio continuo de todo lo que en muchos momentos no deseaba rememorar. Sin embargo, seguía disfrutando de pequeños, o grandes, según se considere, momentos de placer. Conversaciones, algún reconocimiento inesperado, nuevas experiencia y la aparición de nuevos proyectos contribuían a ello.
Su caballo de batalla lo constituía el sueño. Un sueño irregular, áspero en ocasiones, y con momentos de vigilia que parecían acechar, parapetados tras los disgustos, que siempre aparecían asociados a los peores días de este proceso por el que transitaba. Por ello recibió con alivió ese bostezo, el enésimo en la última media hora, que le invitaba a deshacer su cama y ocultar todo su cuerpo bajo el grueso nórdico. Fiel a sus costumbres se apoyó sobre su lado derecho y esperó a que Morfeo se apoderara de él.
Cuando abrió los ojos, varias horas después, la luz solar se colaba por las rendijas de la persiana, dibujando unas líneas que rasgaban la oscuridad de la habitación.
¡Por fin! He dormido toda la noche, y parece que parte de la mañana, de un tirón, pensó. Lo necesitaba como el comer. Parezco otro, apostillo en su mente.
Tras franquear la puerta de su habitación se dirigió a la de su hijo, que permanecía entornada, impidiéndole ver la figura de su pequeño. Cuando traspasó el dintel de la misma observó con perplejidad que su hijo, de apenas ocho años, se había convertido en un adolescente. No podía dar crédito a la imagen que sus ojos enviaban a su cerebro. ¡Su hijo! ¡Su pequeño!, aparecía ante él como un adolescente, del que se había perdido siete u ocho años de su vida, que habían transcurrido mientras él, su padre, dormía.
Salió del cuarto confundido. Incapaz de saber que hacer ante tan brusco e inesperado cambio. ¿Era ese en realidad su hijo, al que había leído un cuento hacía no muchas horas para ayudarle a dormir?
Se dirigió a la cocina para hacerse un café que le ayudara a aclarar sus ideas, o por lo menos a ganar un tiempo que le permitiera analizar la cuestión. Pero la cocina ya no se encontraba en su lugar. Mejor dicho, la estancia seguía siendo la misma. Sin embargo, los muebles, el alma de cualquier cocina, habían variado desde la noche anterior. No reconocía nada en aquel lugar.
¿Qué cojones está pasando?, pensó angustiado.
Desistió de tomar un café y se sentó en una de aquellas sillas que no recordaba en absoluto y que formaban parte de los nuevos enseres de aquel cuarto, ahora desconocido para él. Por un momento barajó la idea de recorrer la casa con la intención de conocer todos y cada uno de los cambios habidos en ella. Pero desistió ante la urgencia que suponía en ese momento abordar el asunto de su recién descubierto hijo adolescente. ¿Qué narices hago ahora? ¿Sabrá quién soy? Eso imagino que sí. Tal vez el que no tenga ni idea de a quién tenga frente a él sea yo. ¿Qué habrá pasado durante estos años en la vida de mi hijo? ¿Tendré esos recuerdos? Intuyo que no. ¿Qué hago cuando se despierte? ¿Que debería hacer cuando se despierte? Yo dejé ayer en la cama a un niño de ocho años y esta mañana me encuentro a un bigardo, más alto que yo, del que no sé nada de nada. Al menos nada de lo que ha vivido durante la última mitad de su vida.
¡Qué dolor de cabeza! ¡Me van a reventar las sienes!
Piensa. Piensa algo rápido. En cualquier momento despertará.
Tal vez la mejor manera de actuar consista en contarle la verdad. Decirle: no recuerdo nada de tus últimos siete u ocho años de vida. ¡Buf! Me tomaría por loco. No me parece la mejor opción.
Ya sé. Esperaré. Le dejaré hablar y en ese tiempo comprobaré si recuerdo o no lo acontecido en los últimos años. Si mi mente conserva imágenes, vivencias conjuntas o lo que fuere que me permita saber de su vida, fenomenal. De no ser así volveríamos al punto de origen y debería tomar una decisión.
En ese momento, abatido ante la posibilidad de no recordar como había crecido su hijo hundió su cabeza entre sus manos y cerró los ojos. Varias lágrimas parecieron tener la intención de emprender una alocada carrera hacia el suelo, cuando en ese momento la voz de un niño, que por lo agudo de la misma no se correspondía con la de un adolescente, le despertó pronunciando la palabra papá.
Cuando abrió los ojos, varias horas después, la luz solar se colaba por las rendijas de la persiana, dibujando unas líneas que rasgaban la oscuridad de la habitación.
¡Por fin! He dormido toda la noche, y parece que parte de la mañana, de un tirón, pensó. Lo necesitaba como el comer. Parezco otro, apostillo en su mente.
Tras franquear la puerta de su habitación se dirigió a la de su hijo, que permanecía entornada, impidiéndole ver la figura de su pequeño. Cuando traspasó el dintel de la misma observó con perplejidad que su hijo, de apenas ocho años, se había convertido en un adolescente. No podía dar crédito a la imagen que sus ojos enviaban a su cerebro. ¡Su hijo! ¡Su pequeño!, aparecía ante él como un adolescente, del que se había perdido siete u ocho años de su vida, que habían transcurrido mientras él, su padre, dormía.
Salió del cuarto confundido. Incapaz de saber que hacer ante tan brusco e inesperado cambio. ¿Era ese en realidad su hijo, al que había leído un cuento hacía no muchas horas para ayudarle a dormir?
Se dirigió a la cocina para hacerse un café que le ayudara a aclarar sus ideas, o por lo menos a ganar un tiempo que le permitiera analizar la cuestión. Pero la cocina ya no se encontraba en su lugar. Mejor dicho, la estancia seguía siendo la misma. Sin embargo, los muebles, el alma de cualquier cocina, habían variado desde la noche anterior. No reconocía nada en aquel lugar.
¿Qué cojones está pasando?, pensó angustiado.
Desistió de tomar un café y se sentó en una de aquellas sillas que no recordaba en absoluto y que formaban parte de los nuevos enseres de aquel cuarto, ahora desconocido para él. Por un momento barajó la idea de recorrer la casa con la intención de conocer todos y cada uno de los cambios habidos en ella. Pero desistió ante la urgencia que suponía en ese momento abordar el asunto de su recién descubierto hijo adolescente. ¿Qué narices hago ahora? ¿Sabrá quién soy? Eso imagino que sí. Tal vez el que no tenga ni idea de a quién tenga frente a él sea yo. ¿Qué habrá pasado durante estos años en la vida de mi hijo? ¿Tendré esos recuerdos? Intuyo que no. ¿Qué hago cuando se despierte? ¿Que debería hacer cuando se despierte? Yo dejé ayer en la cama a un niño de ocho años y esta mañana me encuentro a un bigardo, más alto que yo, del que no sé nada de nada. Al menos nada de lo que ha vivido durante la última mitad de su vida.
¡Qué dolor de cabeza! ¡Me van a reventar las sienes!
Piensa. Piensa algo rápido. En cualquier momento despertará.
Tal vez la mejor manera de actuar consista en contarle la verdad. Decirle: no recuerdo nada de tus últimos siete u ocho años de vida. ¡Buf! Me tomaría por loco. No me parece la mejor opción.
Ya sé. Esperaré. Le dejaré hablar y en ese tiempo comprobaré si recuerdo o no lo acontecido en los últimos años. Si mi mente conserva imágenes, vivencias conjuntas o lo que fuere que me permita saber de su vida, fenomenal. De no ser así volveríamos al punto de origen y debería tomar una decisión.
En ese momento, abatido ante la posibilidad de no recordar como había crecido su hijo hundió su cabeza entre sus manos y cerró los ojos. Varias lágrimas parecieron tener la intención de emprender una alocada carrera hacia el suelo, cuando en ese momento la voz de un niño, que por lo agudo de la misma no se correspondía con la de un adolescente, le despertó pronunciando la palabra papá.
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