Se han puesto de moda esas clasificaciones en las que se elige al mejor profesor del mundo, las diez mejores croquetas del país, el mejor pueblo del 2017, los diez políticos menos corruptos del país, la suegra más enrollada o los diez mejores polvos que no he echado y que nunca echaré. Y uno se pregunta: ¿cómo cojones saben que no hay croquetas mejores que ésas? La verdad es que hay que reconocerlo, no es necesario probar todas las croquetas de España para saber cuales no entrarían en esa clasificación. Por ejemplo, en el bar de debajo de mi casa bastaría con ver como las croquetas, tras varios días en el mostrador, pasan a venderse como mejillones tipo tigre. Aunque, lo reconozco, a pesar de la mutación son comestibles, tomando un par de precauciones: haber consumido, previamente, medio barril de cerveza entre cuatro y tener la precaución de no comer la parte más oscura. Cuando sigues estos pasos puedes comprobar que no es tan fiero el tigre como lo pintan.
Pero no nos desviemos y volvamos al asunto de las clasificaciones. Yo hace tiempo me pregunto cómo un pueblo puede ser un año el mejor pueblo, o el mejor rincón, y al siguiente dejar de serlo. ¿Acaso unos tipos se dedican a quitar cosas de la localidad premiada para que no pueda ganar el año siguiente? Me imagino yo al paisano explicando al turista despistado: "Pues el año pasado fuimos elegido el pueblo más bonito de España y los alrededores, pero nos quitaron un par de montañas de ahí enfrente y se llevaron tres calles una noche y ya no somos lo que éramos".
Algo parecido pasa con las playas. Las diez playas más bonitas de España. Vale, que esas no varían mucho año tras año. Pero, en ningún caso precisan si se trata de la playa per se, sin gente, o cuando hay gente. Porque uno se imagina alguna de esas playas con unas cuantas personas que conozco en bañador o bikini y, por muy paradisíacas que sean, lo mejor veranear en la montaña, bien tapaditos. Además deberían precisar un poco más, porque recuerdo que este verano, en pleno agosto, tuve ocasión de visitar una de ellas y osé probar sus aguas. Eran tan frías que mi pene adquirió un tamaño jamás visto por mi. Ha pasado medio año y aún no se ha recuperado del todo. Reconozco que pocas veces he visto unas aguas tan cristalinas, como ésas, cosa que agradecí sobremanera, pues tras buscar en el fondo mi pene llegué a la conclusión de que no lo había perdido; sólo había encogido de una forma desconocida para mí hasta ese momento. Creo que si existiese una lista de los diez métodos anticonceptivos más eficaces, las aguas de esa playa deberían figurar en un lugar destacado.
Vayamos a otra de esas clasificaciones a las que no le veo mucho sentido: Mejor profesor del mundo del año... ¡Con dos cojones! Un fulano sale en Youtube haciendo cosas chulas para alumnos de 4º de la ESO o de 1º de Bachillerato, pero, amigo, ahí no están el Jony, la Jesy y el Cristian, que con dieciséis años sólo entienden cuando leen, y a duras penas, el menú del Burger King. ¡Así cualquiera! Da clase con los alumnos en su casa y sin que estén presente la Jesy tocándose las tetas cada vez que el Jony la mira con lascivia (más salido que el pico de una plancha, traducido para que el Jony y la Jesy lo entiendan) y sin que el Cristian haga un chiste en voz alta sobre el tamaño de su pene, que, por las pistas que da, no ha pasado por la playa en la que estuve este verano pasado. ¡Joder! Por si eso fuera poco, estoy convencido de ello, los inspectores no le tocan los cojones con los estándares y las competencias claves y su articulación en la programación anual. Si con estas facilidades no es el mejor profesor del mundo es para darle un par de hostias.
Siempre me ha maravillado como son capaces de saber dónde se come el mejor cocido del mundo o la mejor fabada o cualquier plato de más de siete millones de calorías. Uno se imagina que para hacer este listado los catadores, unos, dos, cuatro a lo sumo deben meterse entre pecho y espalda, más bien en el estómago, cientos de cocidos o fabadas, que les permita valorar con objetividad. La vida de estos tipos debe ser un infierno: colesterol alto, digestiones pesadas, sobrepeso, flatulencias mañana, tarde y noche...
También me parece admirable esas recomendaciones sobre series: las diez series que no te puedes perder este invierno. Un fulano hipster, friki o, directamente, tonto de los cojones te recomienda diez o doce series televisivas para ver durante una estación del año y cuando echas cuentas te das cuenta de que el tío no tiene muchos estudios, o es de letras. Diez series, con cinco temporadas de media, con una duración de casi una hora y con un número de capítulos considerable por temporada, más dormir, ir a la cocina para pillarte unas cervezas, peregrinar al baño a hacer tus necesidades, ponerte colirio en los ojos para poder seguir viendo la serie, llamar al curre para justificar que no puedes ir a trabajar (diciendo que has pillado principio de lepra o de Peste Negra), mandar a tomar por el culo a unos Testigos de Jehová que llaman a la puerta y cuatro chuminadas más, todas ellas indispensables, como tuitear que estás viendo tal o cual serie, te lleva, aproximadamente, cuatro meses y medio, y eso aguantándote las ganas de mear hasta el último momento y sin catar el sexo (lo cual no es ningún problema para muchos de los seriófilos, que por algo invierten su tiempo en estar delante de una pantalla o en pasar a mano con lo que tengan a mano).
¡Señores que clasifican las series en imprescindibles para cada estación! ¿Dónde cojones estaban ustedes cuando explicaron las estaciones en Educación Infantil?
Bueno, les dejo, que tengo que ir a planchar la oreja. Tengo la intuición que ésta va a ser una de los diez mejores noche de sueño de mi vida.
Siempre me ha maravillado como son capaces de saber dónde se come el mejor cocido del mundo o la mejor fabada o cualquier plato de más de siete millones de calorías. Uno se imagina que para hacer este listado los catadores, unos, dos, cuatro a lo sumo deben meterse entre pecho y espalda, más bien en el estómago, cientos de cocidos o fabadas, que les permita valorar con objetividad. La vida de estos tipos debe ser un infierno: colesterol alto, digestiones pesadas, sobrepeso, flatulencias mañana, tarde y noche...
También me parece admirable esas recomendaciones sobre series: las diez series que no te puedes perder este invierno. Un fulano hipster, friki o, directamente, tonto de los cojones te recomienda diez o doce series televisivas para ver durante una estación del año y cuando echas cuentas te das cuenta de que el tío no tiene muchos estudios, o es de letras. Diez series, con cinco temporadas de media, con una duración de casi una hora y con un número de capítulos considerable por temporada, más dormir, ir a la cocina para pillarte unas cervezas, peregrinar al baño a hacer tus necesidades, ponerte colirio en los ojos para poder seguir viendo la serie, llamar al curre para justificar que no puedes ir a trabajar (diciendo que has pillado principio de lepra o de Peste Negra), mandar a tomar por el culo a unos Testigos de Jehová que llaman a la puerta y cuatro chuminadas más, todas ellas indispensables, como tuitear que estás viendo tal o cual serie, te lleva, aproximadamente, cuatro meses y medio, y eso aguantándote las ganas de mear hasta el último momento y sin catar el sexo (lo cual no es ningún problema para muchos de los seriófilos, que por algo invierten su tiempo en estar delante de una pantalla o en pasar a mano con lo que tengan a mano).
¡Señores que clasifican las series en imprescindibles para cada estación! ¿Dónde cojones estaban ustedes cuando explicaron las estaciones en Educación Infantil?
Bueno, les dejo, que tengo que ir a planchar la oreja. Tengo la intuición que ésta va a ser una de los diez mejores noche de sueño de mi vida.
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