¡Por fin llegó el verano! El calor, que te hace sudar como a un jugador de la NBA disputando el último minuto de la segunda prórroga del séptimo partido de la final de Conferencia. La constatación de que algo falló en la operación bikini, un año más. Llamar paella a una cosa con arroz que te venden como tal en un chiringuito de la playa y que te comes con hambre tras tres horas de espera para que te lo sirvan. La subida del precio de la gasolina. Los guiris que se sumergen en cerveza para paliar las quemaduras de segundo grado que se observan en todo su cuerpo tras tomar el sol. Los niños en casa jugando con la tablet, porque si no se pasan todo el día por culo. Expresiones como:¡Qué cabrones los maestros! ¡Qué bien viven! ¿Cuándo llegará septiembre? Yo tenía que haber estudiado Magisterio...
¡En fin! el verano en su más pura expresión.
El estío también es sinónimo de siestas... escuchando los comentarios de Carlos de Andrés y de Perico Delgado, transmitiendo etapas del Tour llanas e insulsas. A pesar de las batallitas que cuenta el exciclistas. Tal vez sea porque tras muchos años las haya contado ciento catorce veces. De hecho yo ya me las sé todas y estoy a punto de editar un libro titulado 1001 batallitas de Pedro Delgado (biografía no autorizada con los datos extraídos entre cabezada y cabezada).
Reconozco que al ciclismo, mejor dicho, a los ciclistas, no les damos el reconocimiento que deben. Unos tipos, delgados como juncos, que padecen asma o alergias casi todos, lo que les condena a usar broncodilatadores, que, a veces, corren enfermos sin que nadie lo sepan, por eso toman medicamentos sin decírselo a nadie y que, encima, tienen la mala suerte de que cuando les compran chuletones se descubre que a las reses de las que proviene la carne las han alimentado con sustancias prohibidas, no tienen el justo reconocimiento por parte de la sociedad en general.
Yo, la verdad, no sigo mucho el ciclismo en los últimos tiempos, aunque tengo un candidato para ganar este año el Tour: Miguel Induraín. He hecho una porra con unos colegas sobre el tema y creo que voy a ganar. De hecho, si gano, me voy a llevar una pasta, porque en un principio debíamos poner cada uno cinco euros, pero tras apostar yo, todos mis amigos decidieron que pusiéramos veinte euros por barba. Confió mucho en el navarro.
El verano es, sobre todo, tiempo de convivencia y observación. Se convive más tiempo con los hijos, y se observa que su comportamiento es heredado de la suegra, pues, igual que ella, se pasan todo el día tocando los cojones.
Se convive más tiempo con la mujer o el marido y se observa que la experiencia es un grado, pues sí tuviera que tomar la decisión de ligar con alguien, esa persona con la que se acuesta uno desde hace años, cuyos ronquidos no tienen nada que envidiar al sonido de una motosierra en un concurso de leñadores, sería la última elegida. Con la cantidad de pibones que se ven en la playa, ¿cómo coños acabe con ése/a?
Se convive con gente que no se va a volver a ver nunca más, haciendo colas para todo. Y uno observa lo gilipollas que es, pues se va de vacaciones a hacer lo mismo que el resto de los días de su día. Colas para comer, caravanas para llegar a la playa, vueltas y vueltas para encontrar aparcamiento. Eso sí, con la novedad de que de que en vacaciones tienes la banda sonora de la suegra y los niños preguntando cuándo llegamos, cuándo aparcamos, cuándo comemos... Y tú piensas: ¿cuándo volverá Herodes y hará lo que mejor sabe?
El verano se divide entre los que ya se han ido de vacaciones y los que aún no se han ido. Los otros, los que están de vacaciones, están haciendo alguna cola o en algún atasco y no cuenta.
Los que ya se han vuelto de periodo vacacional suelen estar negros, tanto de piel como en su interior. Suelen contar que cuando mejor se está en la ciudad es ahora, cuando ellos han vuelto de vacaciones, porque no hay nadie, se aparca bien y de noche hace fresco. De hecho, yo conocí a un tío que había vuelto hacía tres días de la costa, que defendía las bondades de vivir durante esa época del año en la ciudad. Sus argumentos resultaban tan convincentes que le ofrecí que se cogiese mi período de vacaciones, que comenzaban en una semana, para poder disfrutar yo de las bondades urbanitas en agosto. Obviamente me dijo que no... Que no le importaba hacer un sacrificio por mí y que se volvería con harto dolor de corazón a la playa; a despertarse a las once de la mañana; a ponerse ciego de birras en los chiringuitos. Todo por hacerme un favor. Un caballero como quedan pocos.
Como he dicho, existe una segunda especie de curritos, los que aún no se han ido de vacaciones. A estos se los puede identificar con facilidad por su palidez. Palidez por no haber tomado el sol y palidez pensando que, otro año más, se van a llevar a la suegra de vacaciones.
Es famoso el caso de uno de estos hombres pálidos que durante el viaje de ida al apartamento de la playa, harto de las preguntas sobre el tiempo que restaba para llegar y de las indicaciones continuas de la suegra sobre la gran cantidad de errores de conducción que estaba cometiendo, decidió sacar la petaca llena de Soberano que llevaba con él para la playa, beberse la mitad de ella de un trago, pisar el acelerador para superar los 180 km/h y rezar para que le parase la Guardia Civil y le llevase unos días a un calabozo para intentar distanciarse de esa pesadilla.
Los que mejor viven de vacaciones son los docentes. Dos meses pagados sin pisar el curro. La gente piensa que se dedican a formarse, aprender lenguas, recapacitar sobre su labor profesional y, en parte, tiene razón. Una parte de los docentes hace un esfuerzo ingente yendo a las fiestas de su pueblo y de los pueblos vecinos para comprobar como se divierte la juventud y comprender mejor a sus alumnos. Es más, en muchos casos se mimetizan con ellos. Que beben una cerveza, ellos otra. Que beben una copa, ellos otra. Que se van a casa los jóvenes, los docentes no, haciendo un esfuerzo, porque no han comprendido lo que los jóvenes sienten al beber una copa y, con harto dolor, se piden otra para intentar comprender mejor a esta juventud de ahora.
No sólo eso, a veces hacen viajes a lugares lejanos, con lenguas rarísimas y costumbres aún más raras sólo para poner narrar a sus alumnos en primera persona la realidad de esos sitios lejanos y desconcertantes.
Como consecuencia de todo ese tipo de esfuerzos los docentes llegan al primer día de trabajo en septiembre con cara larga, como si no les apeteciese una mierda volver a su ocupación, pero, como ya hemos visto, todo se debe a la gran cantidad de esfuerzos, nunca suficientemente reconocidos, que hacen en pos de mejorar su práctica diaria.
El verano son más cosas que irse de vacaciones: las fiestas de los pueblos con sus orquestas, que van sonando mejor, fruto del conocido efecto hidratación auditiva, a medida que la gente se va refrescando con cerveza, gintónics o güisquis.
También es la época de los primeros noviazgos, esos con los que coincides treinta años después en el pueblo y piensas: "¿Cómo coños pude dar mi primer beso a ese ente? Hubiese preferido hacerlo con el caballo del tío Aureliano".
El estío, en fin, es época de muchas cosas, pero, me van a perdonar, va a empezar el Tour y debo echarme mi siestita, escuchando a Perico Delgado contar que cuando él corría las ruedas aún eran cuadradas.
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