lunes, 2 de julio de 2018

HA SIDO UN PLACER

Llegó con casi un cuarto de hora de antelación; en realidad no tenía nada mejor que hacer ese día, como otros tantos días. Entró en el bar y antes de buscar una mesa libre se paseó por todo el local, buscando a la mujer con la que se había citado. Tras una rápida inspección comprobó que le tocaría esperar, ojalá no mucho. No tenía buena concepción de las personas que, por costumbre, llegan tarde a sus citas. Era la primera vez que habían quedado y aún desconocía cuestiones básicas sobre ella, como su sentido de la puntualidad.
Eligió para sentarse una mesa junto a una de las amplias ventanas del lugar. La luz apagada del día nublado, que entraba a través de la cristalera, parecía completar la decoración de esa cafetería que permanecía anclada en la moda de la inmediata posguerra. 
No era la primera vez que conocía a alguna mujer a través de las redes sociales. A veces lo había buscado él y en otras ocasiones habían sido ellas las que habían iniciado el contacto. En todo caso, siempre había acabado de la misma forma: sexo en la primera o en la segunda cita (le resultaba curioso que en las relaciones con mujeres que no se conocen en las redes sociales solía llevar más tiempo este tipo de relaciones) y una lejanía, pactada o impuesta por alguna de las dos partes, tras un número prudente de revolcones. Sin embargo, esta vez esperaba algo distinto. No sentía la necesidad imperiosa de irse con una mujer semidesconocida a la cama. Deseaba algo distinto y, sobre todo, estable.
Miró el reloj de su teléfono móvil, aún quedaban diez minutos hasta la hora convenida.
Un camarero, que debía formar parte del mobiliario por su edad, se acercó a él y con cortesía automatizada  tras eones de práctica, preguntó qué deseaba. Un café sólo, fue su respuesta. A pesar del nerviosismo que iba adueñándose de él, optó por el la bebida estimulante, que consideraba más apropiado para aquellas circunstancias y, sobre todo, para aquel lugar donde se encontraba.
El camarero respondió, muy bien y se retiró con un gesto igual de automático que la contestación que acababa de decir.
Tras la marcha del hombre que le había atendido focalizó su atención en lo que le había traído hasta el sitio donde se encontraba: Marisa, la mujer con la que había quedado. Tenía casi la certeza de que la persona que iba a entrar por la puerta en unos minutos era una señora guapa, tal vez muy guapa; pero las redes sociales y los filtros tienen la virtud de modificar la realidad a conveniencia. Sin embargo, él tenía un par de estrategias para intentar sortear esa cuestión. Una de ellas se basaba en el descuido. Siempre existía una foto sin maquillaje. Una imagen subida por ella o por algún amigo, en la que resultaba necesario contar lo bien que se lo había pasado, no importando la estética, sino el acto en sí. Y, en este caso, las dos imágenes que existían en las redes sociales de Marisa, cumpliendo este requisito, mostraban a una mujer bella; de aquellas a los que el maquillaje no les resulta necesario para resaltar lo que son. Le encantaban esas mujeres. Incluso le gustaban aquellas mujeres guapas que se estropeaban intentándose maquillar, aún sin necesitarlo. Pero, además de eso, él buscaba algo más.
El hombre que frisaba los sesenta años y que  dejó su café sobre la mesa interrumpió su discurso interior. Una breve conversación: "Su café". "Gracias", precedió a un nuevo vistazo al móvil. Habían transcurrido apenas tres minutos desde la vez anterior que realizó la misma operación. Tras el pertinente autoexamen, parecía que la ansiedad iba ganando terreno, lo que le llevó a lamentar haber pedido un café y no algo más refrescante, que le aliviase la sequedad que sentía en su boca, volvió a abstraerse, volcándose en sus pensamientos.
Se acordó de la primera mujer con la que se había reído hasta el hartazgo, en realidad se habían reído los dos, tras su ruptura. Siempre que se veían, muy pocas veces, ocurría lo mismo: hablaban, reían y luego se separaban, hasta un hipotética próxima vez. Él tenía ganas de contarla que había sido la primera mujer con la que se rió tras su naufragio, pero nunca encontraba el momento. También creía que ella tampoco encontraba el momento para decir lo que sentía por él. Tal vez ambos sabían que no sabían como manejar esta situación y que resultaba mejor dejarla pudrirse, mientras ambos navegaban en sus respectivos mares. Sin embargo, sentía la necesidad imperiosa de darla las gracias por hacerle recordar la importancia de tener con quién sonreír; arte que había olvidado hacía muchos años atrás.
Recordó como giró la cabeza cuando pasó a su lado,  la segunda vez que le vio, esta vez recién afeitado y bien vestido, y la expresión que leyó en su cara, que se confirmó unas horas después cuando ella le dijo, sin venir a cuento, que tenía un amigo que era tan guapo como él. Rememorar esto le hizo trazar una sonrisa ínfima, casi invisible para el resto de personas.
Si la belleza resultaba importante, la capacidad para compartir y crear sonrisas, junto con sostener conversaciones desde perspectivas distintas a las establecidas, le resultaba imprescindible, para construir algo junto a alguien.
- Disculpe, está ocupada la silla - le dijo una mujer con gafas.
- No. Puede llevarse dos, si quiere - respondió él.
- Con una es bastante. Gracias - contestó la señora, mientras llevaba el asiento elegido a la mesa contigua.
Restaban cuatro minutos para las ocho. Marisa no había hecho acto de presencia aún, lo cual resultaba lógico, en el bar y a él los nervios, la ansiedad, o lo que fuera, le estaba devorando. Casi tanto como el cuerpo de aquella compañera que tuvo. De vez en cuando en su vida se había cruzado alguna mujer que había desatado en él algo que no sabía explicar, pero que le hacía sentirse atraído por ellas, casi de forma animal. Solían ser mujeres con una cierta belleza, tampoco deslumbrante, con unos cuerpos que le hacían perderse en los laberintos del deseo. Sólo había eso: deseo. Las veces que ocurría esto se acordaba de un libro de Simenon, en el que el que el comisario Maigret explicaba que hay mujeres que nunca serán nuestras parejas, porque no las vemos como tales, pero que generan una fiebre, un deseo desmedido en los hombres, tan irracional como pasajero. Pues ella había sido la última. Resultaba curioso, había pasado de pensar en una mujer con la que tenía cubierto lo afectivo y lo intelectual a otra que despertaba en él la parte irracional, animal, que todos los humanos llevamos dentro. Parecía que quisiese hacer un compendio de todas las virtudes o características que esperaba encontrar en una mujer. En Marisa.
El sonido de un mensaje, un wasap, le volvió a lanzar al mundo real. Un primo le enviaba un vídeo. Ya lo vería cuando llegase a casa... Si llegaba solo.
Ahora que lo pensaba, no se había planteado la cuestión de tener sexo con Marisa. Tal vez, no lo había hecho porque consideraba que buscaba algo más. Sabía por experiencia que, en muchas ocasiones, todo era un juego de paciencia. Bastaba con escucharse y valorar, por ambas partes, la predisposición a acabar juntos en la cama. Se trataba de sincronizar ritmos, que, por lo general, se encontraban, a lo sumo, en la cuarta cita. Ambos se habían citado para conocerse. Ambos estaban interesados en el otro. ¿En qué sentido? Él buscaba algo más que un polvo. Lo que pretendía ella resultaba un misterio para él, al menos en ese momento.
Consideró que en el fondo sí sabía lo que buscaba en ella: facilidad. La facilidad de sentirse querido y dejar que él también la quiera a ella. La facilidad de no crear artificios entre ellos dos; de no generar problemas y entregarse, aunque sea para acabar en el desastre tras haber apurado hasta la última gota de lo que cada uno podía dar.
Cada día intentaba alejarse más de esa gente que se dedica a resaltar lo mal que funciona el mundo, la gran cantidad de problemas que existen en él y las injusticias que ellos mismos sufren. Y, por eso, se refugiaba en aquellas personas que, aún siendo críticas, tenían tiempo para reír, para soñar y tener proyectos vitales, grandes o pequeños.  Puede que, por todo ello, le resultase tan importante encontrarse con alguien que supiese ver todo lo positivo que había en él y que ella le entregase lo positivo que hubiese en ella. Por desgracia había conocido a demasiadas personas ensimismadas en no ver lo que tienen delante de sus narices y en no vivirse.
Le distrajo de estas cavilaciones un hola pronunciado por una mujer de su edad, a la que de inmediato etiquetó como guapa, y que tenía por nombre Marisa. Se levantó, con una cierta rigidez provocada por los nervios, y la dio dos besos. La invitó a sentarse y él procedió a hacer lo mismo. Ella se disculpó por haber llegado diez minutos tarde. Él respondió que no importaba. Ella se excusó diciendo que cuando llovía, o prometía llover, el tráfico se ponía imposible y encontrar aparcamiento se convierte en un auténtico reto. Dijo también que odiaba conducir con tanto tráfico, en especial con tantas obras, que la resultaban igualmente odiosas y que...
En ese momento él se levantó y diciendo: "Ha sido un placer", dio por concluida aquella cita. 

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