Se encerró en su casa, bajó las persianas, apagó las luces y se tumbó en la cama con el aire acondicionado encendido. Creyó huir del calor veraniego, pero, en realidad, había traspasado el umbral de la enfermedad. Transcurrió mucho tiempo antes de que volviera a abandonar su habitación, y mucho más, antes de que una tristeza infinita dejara de carcomer su alma.
Deseó sus pechos perfectamente esculpidos. Anheló sus caderas curvas e insinuantes. Imaginó esas piernas torneadas a la perfección acariciadas por sus manos, que se terminaban perdiendo en su pubis. Tras mucho vacilar, al fin se armó de valor y dio el paso decisivo. Abrió la puerta y la franqueó. Allí estaba ella justo frente al mostrador. Nunca creyó que se atrevería a entrar en la tienda erótica para comprar la tan deseada muñeca hinchable.
Cuando le apuntaba con la pistola, el banquero, pálido como la muerte que presumía le rondaba, farfulló:
- No lo hagas. Tengo una gran responsabilidad, mucha gente depende de mi.
El agresor, con un gesto de tristeza anclada en lo más hondo de sí mismo, contestó:
- Yo no tengo muchas responsabilidades, sólo sacar adelante a mi familia. Ahora viven en la calle y comen gracias a la caridad.
Después se oyó un disparo. El banquero salió corriendo, sin volverse para presenciar como el suelo se llenaba con la sangre de su suicida asaltante.
La estrategia consistía, simplemente, en demonizar toda su obra. Fue entonces cuando Belcebú traspasó la frontera del mal.
Mientras el soldado violaba a aquella muchacha, su mente repetía machaconamente que todo lo hacía por defender a su patria de aquellos bastardos. La humillación era necesaria para demostrar su superioridad a estos cochinos terroristas- pensó mientras despojaba de toda dignidad a aquella desconocida.
Justo en ese mismo momento, a cientos de kilómetros de distancia, un hombre vestido de soldado hería mortalmente, de un único disparo, a una mujer. Cuando comprobó que la herida era lo suficientemente grave como para causar la muerte de la desconocida pensó: una menos en esta nación de bastardos. La víctima anónima dedicó sus últimos pensamientos a la persona que amaba, que tenía el mismo rostro y el mismo nombre que el soldado que violaba a centenares de kilómetros a aquella otra desconocida .
Las pruebas de datación eran concluyentes: la falange del santo no podía haberle pertenecido, pues el propietario de dicho fragmento de dedo murió, al menos, doscientos años después que el venerado santo. A pesar de ello, los encargados de la custodia de dicha reliquia prefirieron ocultar la verdad a los fieles.
A las pocas semanas del descubrimiento la falange empezó a pudrirse a una velocidad asombrosa, no quedando en diez días más que un minúsculo, y apenas apreciable a simple vista, pedacito de hueso. Los responsables de la reliquia comprendieron que se trataba de una señal y, con prontitud, presentaron el acontecimiento como uno más de los milagros de su custodiado patrón.
Odiaba su profesión, por eso todas las noches de concierto aparecía encima del escenario con unas gafas de sol casi opacas y con unos tapones en los oídos, que amortiguaban, casi hasta el extremo de hacerlo inaudible, el sonido de su propia música.
La estrategia consistía, simplemente, en demonizar toda su obra. Fue entonces cuando Belcebú traspasó la frontera del mal.
Mientras el soldado violaba a aquella muchacha, su mente repetía machaconamente que todo lo hacía por defender a su patria de aquellos bastardos. La humillación era necesaria para demostrar su superioridad a estos cochinos terroristas- pensó mientras despojaba de toda dignidad a aquella desconocida.
Justo en ese mismo momento, a cientos de kilómetros de distancia, un hombre vestido de soldado hería mortalmente, de un único disparo, a una mujer. Cuando comprobó que la herida era lo suficientemente grave como para causar la muerte de la desconocida pensó: una menos en esta nación de bastardos. La víctima anónima dedicó sus últimos pensamientos a la persona que amaba, que tenía el mismo rostro y el mismo nombre que el soldado que violaba a centenares de kilómetros a aquella otra desconocida .
Las pruebas de datación eran concluyentes: la falange del santo no podía haberle pertenecido, pues el propietario de dicho fragmento de dedo murió, al menos, doscientos años después que el venerado santo. A pesar de ello, los encargados de la custodia de dicha reliquia prefirieron ocultar la verdad a los fieles.
A las pocas semanas del descubrimiento la falange empezó a pudrirse a una velocidad asombrosa, no quedando en diez días más que un minúsculo, y apenas apreciable a simple vista, pedacito de hueso. Los responsables de la reliquia comprendieron que se trataba de una señal y, con prontitud, presentaron el acontecimiento como uno más de los milagros de su custodiado patrón.
Odiaba su profesión, por eso todas las noches de concierto aparecía encima del escenario con unas gafas de sol casi opacas y con unos tapones en los oídos, que amortiguaban, casi hasta el extremo de hacerlo inaudible, el sonido de su propia música.
Al repartir las cartas echó de menos sus gafas de sol. Ahora, por primera vez, sus rivales podrían ver el miedo a perder en sus ojos. (Aunque ahora un poco mejorado, este relato quedó finalista, la semana pasada, del concurso de relatos cortos, Cuenta 140).
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