lunes, 7 de enero de 2013

RELATOS CORTOS INVERNALES

Su mujer abrió la puerta de casa a eso de las diez de la noche. Un beso de urgencia, introducir un plato en el microondas y una conversación, mínima, mientras se calentaba la cena de turno, constituían el ritual que seguía su mujer todos y cada uno de los días de diario. En el fondo, hacía tiempo que todo se había convertido en un decorado de cartón-piedra en el que se desarrollaba una trama insulsa y repetitiva, con ellos dos como actores protagonistas. La obra había transcurrido durante años siguiendo los cánones establecidos: un noviazgo, ni muy largo ni muy corto, una relación cordial tras la ceremonia de matrimonio que siguiendo siendo cordial tras lo ocurrido aquel día, cuando se encontraron, sin previo aviso, en aquel piso donde ella acaba de colmar sus deseos sexuales con aquel hombre, que ahora se aprestaba a recibirle a él, su marido, para, de la misma manera, satisfacerle en el mismo sentido.



Tras dieciocho años en la cárcel, al fin, podía pasear por la calle con total libertad. En este período, que al principio consideró de lucha, habían mudado sus ideas y su visión del mundo. Ni él, ni nadie de los de su entorno más próximo, consideraban que el terrorismo, su lucha armada, constituía una solución válida a los problemas que ellos consideraban necesitaban ser resueltos. Ahora, con más de cuarenta y cinco años, sentía como dos tercios de su vida habían sido malgastados en pos de un falso ideal. Sin embargo, en su fuero interno, él no renunciaba a algo de todo aquel tiempo: al asesinato de aquel "hijo de perra" que torturó a su hermano.



Se había convertido en el primer ser humano que lo había conseguido. Su pie quedaría de forma indeleble grabado sobre la roja arena de Marte. Mientras todo esto ocurría él, en la soledad infinita del planeta rojo, derramaba lágrimas en abundancia. Sin embargo, a pesar de lo trascendente del momento, nadie en aquel centro de seguimiento felicitó al cosmonauta. De entre el más de un centenar de personas que se encontraban en aquella sala, repleta de aparatos de última tecnología, era capaz de distinguir cual era la verdadera causa de ese llanto. No debía ser fácil convertirse en el primer hombre en pisar un planeta justo un par de horas después de comunicarte que tu padre acababa de morir.



En esos momentos recordaba a aquel profesor de la universidad que reconocía haber probado mucha de las sustancias psicotrópicas de las que les hablaba y que no dudaba en afirmar que era necesario para poder explicar su efecto sobre el organismo. Ahora, entre aquellas cuatro paredes, comprendía lo que era la locura. Tras quince años de profesión, de psiquiatría, rodeado aquel edificio por la policía, y tras haber disparado a siete personas, había vivido en sus propias carnes lo que era dejarse arrastrar por los anhelos más íntimos y reprimidos de la persona. Por lo que él no hubiera dudado en diagnosticar como un tipo de patología mental.



Tras el entierro de su mujer todo había cambiado de manera sustancial. Había decidido rehacer su vida. No tardó en darse cuenta de que ante él se dibujaba un muro difícilmente franqueable. Todos aquellos años, de manera especial los últimos, de convivencia habían ahormado su vida a la de ella. Encontró que en su vida apenas existían más que unas pocas amistades, nunca amigos. Hacia mucho tiempo que no tenía  aficiones; tal vez debido a que todo su tiempo había sido para ella; para esos doce últimos años de vida, de enfermedad, de esa demencia que la había tenido postrada en la cama sin habla, sin apenas moverse, sin apenas vida para ninguno de los dos.



Lo dejo todo por él. Rompió su matrimonio, abandonó su trabajo, su ciudad y le siguió. Acababa de recordar que en la existencia también existía el amor virulento. Fueron meses de felicidad, de pasión, de despreocupación que compensaron con creces los siguientes años en que el enamoramiento dejó paso a la calma, a la rutina, a un hombre que se parecía de manera sospechosa a aquel otro al que había abandonado para emprender esta nueva aventura.

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