domingo, 16 de julio de 2017

DIECISIETE DÍAS

Diecisiete días pueden suponer una muesca en una vida o un cúmulo de experiencias intensas de diverso cariz. Estos últimos diecisiete días de mi existencia se han asemejado más a un tobogán sin fin, con virajes continuos y recovecos inesperados (tal vez en los últimos tiempos casi todo se pueda comparar a un cúmulo de situaciones diversas e interesantes). Diecisiete días que no han sido míos, pero sí para mí. 
Ha habido momentos para contestar, sin preparación previa, por qué Alá es un dios. No creo haber salido mal parado respondiendo que es un dios porque sus seguidores creen que su dios, como el resto de dioses, creó el mundo, los animales, el hombre y a éste le dijo como tenia que vivir. Lo único que varía entre Alá y otros dioses es la forma de crear el mundo y al hombre y algunas normas sobre como vivir.
Durante un rato he conseguido rescatar el gusto, que no recuerdo cuando perdió, de mi peque por hacer rutas por el campo. Aunque haya sido en un paraje entre eucaliptos y pinos (algún roble joven pugnaba por recobrar a los moradores originales) el marco que envolvía el camino, mar límpido y frío, constituía un aderezo sin igual. Culminar la marcha en una playa, considerada por alguna revista de renombre como una de las mejores del mundo (una chorrada como otra cualquiera), constituyó un buen colofón.
Al fin conseguimos rendir a ese fonema vibrante y malvado que tanto se resistía. El esfuerzo, tan poco reconfortante para él como para mí, se convirtió en la casi total generalización. Reír, perrear, desbarrar, repetir... (Gracias Javi y Pilar).
Un cine, una película para niños y toda la música de los años ochenta como banda sonora del largometraje.  Recordar, al lado de tu hijo, todo aquello que viviste y que él no llega a comprender. Él también tendrá su banda sonora de juventud. Ésa que a su hijo, o a sus hijos, si los tiene, les sonará a chino y bastante apolillada.
El primer día, ferias y carruseles. Sus amigos. Algún amigo mío. Gente conocida, una cierta cantidad, envuelta en la distancia de una vida anterior, que cada vez considero más vacía y carente de sentido alguno. Buscando diagnóstico a dolores físicos, que desparecieron sin más, como desparecieron los lugares comunes, que nunca existieron.
Un cumpleaños, para él. Un rato de descanso para mí.
Minimizar situaciones que para él resultan importantes en ese momento. La confianza para contarte esas cosas importantes, a veces poco adecuadas para los oídos de un progenitor. Explicar que no todo el mundo nos debe caer bien. Explicar que la gente no es buena ni mala por su religión, por sus ideas políticas o por otro tipo de etiquetas. Explicar que a las personas se las puede considerar buenas o malas por sus actos.
Comer con amigos. Adueñarse de la expresión de un crío de su edad: ¡Qué pereza! Adquirir una banda sonora de dos letras para dieciséis días. Intercalar las dos palabras con: "He sido muy malo", extraído de la película con temas de los ochenta.
Un poco de arte. Visita a un museo de arte contemporáneo. Alucinar con Salvador Dalí y con el surrealismo, en especial por la gran cantidad de penes que aparecen en los grabados que vimos. Un pequeño no se olvidará de Salvador Dalí ni del surrealismo, aunque sea por sus representaciones fálicas. Picasso, Magritte o Juan Gris, entre otros, parecieron llamar menos su atención. Por cierto, descubrí una obra de Tápies que me gustó. Jamás pensé que pudiera ocurrir. 
Parque, mucho parque. Patín, fuente,  agua, pistolas de agua, ropa mojada, niños y niñas (alguna gitana) para jugar y pasar el rato. 
Mis amigos. No todos, pero casi. Los de siempre. Comer, beber, jugar con mi hijo, querer a mi hijo. Mis amigos. 
Nueva comida en la carta gastronómica del pequeño: rape. Me encanta que pruebe cosas y que, algunas de ellas, entren a formar parte de su repertorio. Me gusta hacer un esfuerzo e ir, de vez en cuando, a algún buen restaurante, para que pruebe cosas nuevas, que yo he pedido para mí. 
La diferencia entre unos mejillones al vapor comidos al ladito del mar, del que se han extraído (las bateas afloran unos kilómetros más allá) y unos con la salsa típica, en teoría los mejores de la ciudad, en un lugar de interior, resulta abismal. 
Mañana de vermú, algunos artesanos y de picoteo. Noche, lluviosa, de cerveza y picoteo. Cervezas y picoteo. Amigos. Gente que se ama. Gente que supo crear su forma de vida. Personas que se buscan aún. 
Entro una red social. Los mismos tontos hablando de referéndum y machismo con cualquier (una gilipollas aseguraba  por no emitir el partido de Garbiñe en la televisión pública era machismo). El mundo, ahí fuera, sigue teniendo el mismo nivel de cretinos que hace diecisiete días. Los cretinos que, en nombre de una pretendida vanguardia, destrozan la vida a personas inocentes y a niños, que unidos a los cretinos de derechas que, en este caso, no lo ocultan conforman una fauna de subhumanos que sólo destilan odio, del cual viven moral y, en ciertos casos, económicamente. 
Diecisiete días dan para que te pare la Guardia Civil en un segundo control de carretera en menos de doscientos kilómetros y te pregunten por un bate de béisbol de plástico duro y hueco por completo. Cuando el de la pestañí cogió el minúsculo bate y comprobó que se trataba de un juguete, no creo que sobrepase los cien gramos de peso, y tras echar un vistazo al maletero y ver la sombrilla, la nevera y las palas de playa concluyó con rapidez su recién iniciado registro visual, porque debió pensar que poco atentando podíamos cometer un niño y yo con semejante arsenal. La escena del bate de béisbol creo que le resultó tan surrealista al de verde como a mí. O eso creí ver cuando le miré tras comprobar que en una revista infantil de cuatro euros no suelen regalar armas de destrucción masiva, aunque tengan forma de herramienta beisbolera. 
Un pez globo y un marrajo, ambos tratados por un taxidermista, constituyen lo inesperado que consigue fascinar a un niño que ha escuchado hablar del veneno del pez globo y de la ferocidad de los tiburones, pero que nunca ha tenido uno en sus manos. 
Se me olvidaba Manolo, esa langosta gigante de goma, inflable, que ocupaba una parte significativa de la piscina. Manolo, el indomable Manolo, que cuando parecía que ya se había conseguido subir encima de él parecía empujar a mi pequeño jinete al fondo de la piscina. 

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