domingo, 2 de julio de 2017

EL LIBRO INCOMPLETO

¡Calla!, pensó. ¡Olvida esos pensamientos! No te van a llevar a ningún sitio bueno. Acabarás enloqueciendo. Sus ojos parecieron seguir las órdenes que su cerebro dictaban y alzó los ojos, hasta fijarse en el ponente, al que desde hacía un rato no escuchaba. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos desmedidos que hacía, no conseguía borrar por completo esos pensamientos de su cabeza y las palabras del tipo situado frente a ella en una tarima parecían no tener significado alguno.
Unos minutos después los aplausos dirigidos al orador, que había concluido su exposición, consiguieron borrar, de forma provisional, sus idas y venidas mentales. Aplaudió para unirse en este gesto al resto de asistentes. Se levantó y se dispuso a unirse a una incipiente fila, que en esos momentos se estaba formando, con el objetivo de conseguir la firma del sujeto al que apenas había prestado atención. 
No tuvo que esperar mucho para poder entregar el libro que llevaba al hombre de mediana edad que lo había escrito, para que estampase su firma en él y escribiese unas palabras, a modo de dedicatoria.
- ¡Buenas tardes! ¿Le gustó el libro?, preguntó el autor del mismo. 
Está muy bien escrito - repuso ella -. Y, sí, sus consejos me han servido para superar, o comenzar a superar, una situación difícil. ¡Muchas gracias! - continuó ella. 
- Me alegra saber que mis ideas pueden servir de ayuda a mis lectores - explicó el escritor -. Hay gente que considera que los libros de autoayuda los escribimos unos desaprensivos, que sólo queremos sacar dinero fácil a personas vulnerables y desamparadas.
- Pues, en mi caso, creo que no ha sido así - afirmó la mujer -. Sus ideas me están ayudando a aclarar mis ideas y a espantar mis miedos, aunque aún queden cosas por conseguir - concluyó, mientras se comenzaba a vislumbrar una franca sonrisa en su rostro.
- ¿Cómo se llama?- preguntó él, mientras abría el libro para escribir en él una dedicatoria.
- María - fue la escueta repuesta de ella.
- María, termino a las ocho de firmar en esta librería. Si te apetece, podemos tomar algo después - propuso el escritor.
Ella, desconcertada, se limitó a asentir bajando y subiendo su cabeza.
- ¿Conoces la cafetería Magisterio?
Un nuevo movimiento afirmativo de la mujer sirvió de confirmación.
- ¿Te parece bien a las ocho y media allí?
- Sí. ¡Perfecto! Allí estaré - afirmó María mientras cogía su libro.



María llego cinco minutos tarde al lugar de la cita. Él, Carlos, ya se encontraba allí. Ambos se saludaron con una sonrisa. La de él transmitía seguridad. La de ella timidez.
Él se levantó del sitio que ocupaba en una mesa y la agradeció que hubiese venido a la cita. María dijo que era un placer.
Tras el momento inicial establecieron una conversación animada, vertebrada en un principio por lo que les unía: los problemas de María y las soluciones a los mismos que consideraba había encontrado en el libro que tenía la firma del hombre que se encontraba frente a ella. Durante unos segundos el silencio se interpuso entre ellos. Sus miradas se encontraron por encima de ese silencio. Los ojos verdes de ambos se contaron muchas cosas. Tantas que en el rostro de ambos apareció una sonrisa, en la que ya no había atisbo de seguridad o timidez. Si un experto en sonrisas las hubiese analizado, casi seguro, que hubiese encontrado, por encima de todo, futuro.


"Agradezco este premio que se me concede. Me llena de orgullo ser el escritor que más libros ha vendido en este país durante año que acaba de concluir. Considero que parte de mi éxito, de mi modesto éxito, se lo debo a mi mujer, María. Estos tres años junto a ella han sido magníficos. María, eres el mejor libro de autoayuda que podía leer y tener. Todos este tiempo junto a mí me han ayudado a crecer y, por qué no decirlo, a contribuido de manera fundamental a que sepa en que consiste la felicidad. Gracias por todo ello.
Gracias también a mi familia, a mis lectores, a mi sufrido editor y a todos aquellos que han contribuido, de una u otra forma, a que ahora esté aquí, recogiendo este premio frente a todos ustedes".


El número que aparecía en la pantalla de su teléfono móvil no lo tenía registrado, pero tampoco le extrañó porque, dos semanas después de recoger el premio por su éxito literario, seguía recibiendo felicitaciones de personas que no conocía o con las que hacía tiempo había perdido el contacto.
 Pulsó el botón verde del aparato y, tras decir: "Diga", una voz desconocida preguntó: "¿Es usted Carlos Cantalejo Martín?". "Sí. ¿Con quién hablo?". "Soy el inspector Lucas, de la Policía. Le llamo para poner en su conocimiento que, María Carbonero Carro, su mujer según nuestro registro, ha sufrido un accidente de tráfico y se encuentra hospitalizada en el Clínico. Lo siento".
Cuando Carlos describe, tiempo después, lo que recuerda del período que transcurrió a continuación siempre dice lo mismo: incertidumbre, miedo y, al final,  vacío, cuando en el hospital le comunicaron que su esposa había fallecido, sin que pudiesen hacer nada por evitarlo.


Había transcurrido un mes y medio desde la muerte de María y, por fin, se sintió con fuerzas para organizar sus objetos personales, aunque aún no había decidido qué hacer con ellos. Iría improvisando sobre la marcha.
Cuando abrió en primer lugar el cajón donde ella guardaba su ropa interior, sintió que profanaba la intimidad de María; pero también sabía que no tendría que pensar que hacer con ella, porque iría a un contenedor de basura, dentro de la bolsa que tenía en su mano izquierda. Sin embargo, la aparición de un sobre con el mensaje: "Para Carlos", semiescondido entre la ropa del cajón, trastocó los planes iniciales y provocó un aumento en la frecuencia cardíaca del destinatario de la misiva. No dudó ni un momento en rasgar el papel y sacar la única hoja que contenía, desdoblándola para leerla.

"No sé si habrá pasado un día, un mes o un año desde mi muerte, pero sé que cuando leas esto habré muerto. Imagino que te extrañará que haya escrito una nota previa a mi muerte inesperada. Todo tiene una explicación, más sencilla de lo que pudiera parecer.
Cuando nos conocimos (quedé atrapada en tu sonrisa y en la seguridad que transmitías), yo buscaba ordenar mis ideas, mis sentimientos sobre todo, aprendiendo a quererme y, sobre todo, aprendiendo a disfrutar de ser querida. Tu libro me hizo comprender que mi mayor problema residía en la dificultad para apreciar que a otras personas me querían o, incluso, que me amaban. Me sentía vacía, sola, sin nadie a quien importase a mi alrededor. 
Para mí constituyó un descubrimiento crucial saber que mi problema residía en mí, en mi forma de interpretar el mundo. El diagnóstico que encontré en tu libro, diría que en ti, no podía ser más certero. Cuando comenzamos a salir, a formar una pareja, pensé que las cosas sólo podían ir a mejor. De hecho, por primera vez en mi vida me sentí querida. No recordaba haber tenido esa sensación ni tan siquiera de pequeña, con mis padres, que, visto en perspectiva, me querían con locura. Sin embargo, el tiempo fue pasando, tampoco tanto tiempo; en unos meses volví a sentir la misma sensación. La sensación de soledad, de falta de cariño, de amor. Sonreía, sí, pero me sentía como un cuadro cubista, en el que diversas perspectivas conviven en un mismo ser. La sonrisa ocultaba la soledad que me autoimponía. Me habías ayudado a diagnosticar mi tumor anímico, pero parecía que no se podía hacer nada para detener la metástasis en que se había convertido. Por dentro era infeliz. Aunque no llorase, creo que lo he hecho dos o tres veces en mi vida, la tristeza me anegaba. Las sonrisas, las conversaciones en los actos públicos, todo aquello que quieras pensar que contradecían mi pena, mi dolor, no eran más que una práctica aprendida durante de pequeña, para no molestar, para pasar desapercibida, para no molestar a todas esas personas a las que creía no importar.
Tu libro me sirvió para conocerme, pero no para sanarme. En realidad debería haber escrito tú me serviste para conocerme, pero no para sanarme. De nuevo, releyendo la frase anterior, me doy cuenta de que me he vuelto a equivocar. Tú no eres el culpable de que yo no haya cambiado. De que yo no haya aprendido a disfrutar de lo que otras personas me ofrecen. La única culpable, si alguien tiene la culpa de esto, soy yo. 
No sé cuanto tiempo más podré aguantar esta situación, intuyo que poco. Llevo varias semanas dándole vueltas a la posibilidad de acabar con todo. Simular un accidente de tráfico, una forma de suicidio relativamente común, me parece la mejor opción. Todo parecerá algo fortuito, no premeditado y, de cara a tu público, tu imagen positiva no sufrirá merma, al contrario, se te verá como el afligido viudo. Míralo como una forma de compensar mi imposibilidad de sentirme amada por ti, a pesar de todos tus esfuerzos por demostrármelo.
Siento no haber sido capaz de hacer más".

Acabó de leer y acto seguido, casi como si la persona que llamaba supiese de la importancia que tenía no interrumpir la lectura que acababa de finalizar, sonó su teléfono móvil. Aturdido, con voz apagada, contestó a su representante, que le llamaba para recordarle que en un par de horas debía estar en una superficie comercial, para presentar su última libro de autoayuda.

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