miércoles, 7 de marzo de 2018

RELATOS CORTOS

Fue solo un instante, pero valió por toda una vida. Había tenido momentos de duda, que siempre habían cedido ante su fe inquebrantable, pero aquella vez resultó distinto. Entendió que de existir su dios, o cualquier otro, no habría tenido necesidad de autoconvencerse de ello. Comprendió que, de haber una deidad, no habría dudado jamás de su existencia, y mucho menos en este instante decisivo. Supo que de haber existido desde pequeño hubiésemos estados marcados por la existencia divina y no hubiese hecho falta explicarnos su existencia. Ahora lo sabía, aunque no le importaba, porque sabía que su vida había cobrado un nuevo y poderoso sentido. Acaba de confirmar a los médicos que deseaba donar sus órganos. De poco le servirían allí donde esa enfermedad terminal que padecía le iba a llevar en breve.


Siempre se encontraba dispuesto a reivindicar causas justas. Acudía a cualquier acto y mostraba siempre su solidaridad; pero aquel día, sentado en aquella comisaría, comprendió que si su hijo se encontraba allí, acusado de agredir, formando parte de un grupo violento de ideología fascista, a una persona de piel negra, era porque él había dedicado mucho esfuerzo a ayudar a los demás y apenas había prestado atención a su hijo.



Intuía que una etapa de su vida se cerraba. Lo comprendió cuando decidió volver a ponerse en contacto con los hombres que la habían marcado durante los últimos años. Sabía que con algunos de ellos no le podían aportar nada y que otros no la podrían dar todo aquello que necesitaba, pero quiso recordar por qué les descartó. Necesitaba estar segura de que no había dejado a nadie importante en el camino. Tenía la firme convicción de que no había descartado a ningún de ellos por error, pero debía comprobarlo y, sobre todo, debía darse un tiempo antes de volver a abordar la posibilidad, la certeza, de encontrarse sola de nuevo; con miedo a envejecer sin nadie a su lado.


Nunca la podrá olvidar. Lo que ocurrió, y sintió, durante aquel mes no lo había vivido antes ni, con total certeza, lo volvería a vivir, y sentir, después. La conoció durante una campaña de voluntariado que su parroquia desarrollaba en un país africano. Ella también se encontraba allí como voluntaria. Desde el primer momento él se quedado prendado de ella, siendo algo recíproco. El primer día ya hablaron, aislándose en su conversación, en sus miradas, en sus caricias, disfrazadas de toques casuales. El cuarto día se amaron por primera vez, sin mirar el calendario, que jugaba contra ellos. Sólo había presente y la nada al final del mes. Se sucedían los días henchidos de deseo y las noches cargadas de sexo y amor urgente. Sólo los dos últimos días interrumpieron esa rutina. La pesadumbre por la despedida empañaba el momento. Sin embargo, lo más duro fue la despedida. Él debería volver con su familia y a ella a su convento.


Siempre quiso saber como sería su funeral. Él, un hombre de éxito, con mucha influencia, casi seguro que tendría una despedida con una gran asistencia de gente. Unos porque le respetaban. Otros porque le temían. Y, por qué no decirlo, algunos, puede que muchos, porque le odiaban y querían verle allí, sin vida. Resultaba curioso que ese día hubiese llegado y pudiese ser espectador de su propio funeral. La sustancia que le habían suministrado sus herederos habían reducido sus constantes vitales al mínimo; lo suficiente para, con la complicidad de un médico debidamente sobornado, darlo por muerto y poder repartirse entre ellos la herencia tras el sepelio.

La conoció hace más de cincuenta años. La mujer más hermosa del pueblo, pensó cuando la vio por primera vez. Desde entonces han formado una pareja. Primero como novios, luego como matrimonio. Durante ese espacio de tiempo existieron buenos momentos y otros peores, pero, siempre los superaron. Desde hacía cinco años la demencia que ella padecía la había anulado y la había convertido en alguien que no era ella. Ese sufrimiento diario le había llevado a tomar esa tremenda decisión. Con el fusil de caza en la mano apuntó y, antes de apretar el gatillo, pidió perdón a Dios, pero él entendería que lo que iba a hacer era lo mejor para los dos. Ese disparo acabaría, además de con su vida, con la incapacidad que sentía cuando constataba que no podía más, que su mujer se merecía algo mejor. Con su suicidio alguien se haría cargo de su mujer y le daría las atenciones que él ya no podía ofrecerla. 

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