Querido diario de mi hijo:
Un día más emborrono con mis pensamientos tus páginas inmaculadas para plasmar todas las vivencias, las propias y las ajenas, que han tenido lugar durante estas últimas horas.
Llevo varios días dándole vueltas a la conveniencia de continuar con esta bitácora, pues muchas han sido las circunstancias que han variado desde que encontré en tus páginas el desahogo que me permitía encarar el día a día con la serenidad necesaria, y, al fin, he tomado la decisión que creo más oportuna.
Recordarás, lo llevas tatuado en tus antaño níveas hojas, como, en un primer momento, cielo y tierra parecieron desmoronarse encima de mí. La pequeña figura, sangre de mi sangre, que lloraba en mis brazos sufría un extraño síndrome, el Síndrome de Lejeune o del maullido de gato, que le acompañaría, nos acompañaría, de por vida. Sus rasgos faciales, su extraña forma de llorar, junto con la demoledora impresión que nos causó la noticia, contribuyó a que el que debía haber sido el día más feliz de mi vida, en realidad se convirtiera en una pugna entre sentimientos encontrados, algunos inconfesables a día de hoy. Por momentos parecía estar en el interior de una espesa niebla, que me impedía ver o escuchar nada que no fuesen mis propios pensamientos, que siempre buscaban formas de negar la evidencia.
De manera progresiva, tal vez espoleado por la atención que requería, y prestaba a mi hijo, germinó en mi, y en su madre, la idea de que todo se trataba de un gran error subsanable. De una jugarreta del destino, que algún galeno, o cualquier otro tipo de profesional, sería capaz de revertir, devolviéndonos un niño normal. Durante esa temporada el aluvión de información sobre el síndrome, sobre médicos expertos en él y sobre terapias de todo tipo, con mejores o peores resultados, relacionadas con el 5º cromosoma, fue una constante. Considerábamos que en algún lugar debía existir una solución para nuestro hijo. Pero el transcurso del tiempo, la falta de respuestas adecuadas por parte de los especialistas a las necesidades que nos habíamos creado hasta ese instante y, por qué no decirlo, el agotamiento físico y mental, consiguió que esa esperanza declinara, deslizándose por una pendiente apenas perceptible, pero constante.
Creo recordar que en aquellos días comenzaron a menudear en mi cabeza pensamientos de frustración y de culpa. Cada vez con mayor frecuencia me responsabilizaba de lo que le ocurría a mi hijo. Me consideraba un ser fracasado, incapaz de ser padre de un niño normal. Ni para eso valía.
Pero sé, querido diario de mi hijo, que lo que hoy cuento ya lo conoces, pues te convertiste durante aquellos años de oscuridad en el báculo sobre el que apoyarme durante ese camino. Incluso aportabas la tranquilidad que mi pareja no parecía darme, porque, a raíz del nacimiento de nuestro hijo, nuestra relación se convirtió en un mundo de sombras, donde menudeaban las discusiones y los silencios infinitos.
He de reconocer que la experiencia vivida junto a mi hijo, Rubén, me ha enseñado muchos cosas. Uno de los descubrimientos, realizado gracias al nacimiento de mi pequeño, pudiera parecer algo obvio, pero jamás me lo había planteado hasta ese momento: lo constante en esta vida es fruto de las circunstancias y las circunstancias pueden variar. Como consecuencia de todo ello, lo inmutable puede convertirse, a lo sumo, en un recuerdo, más o menos indeleble. Siguiendo este axioma empecé a descubrir a otra persona, a otro hijo, cuando comprobé como, gracias al trabajo de los profesionales, Rubén iba adquiriendo destrezas que jamás me hubiese planteado que pudiera conseguir. Sus primeros, y titubeantes pasos, con el apoyo del terapeuta, sus primeras y casi ininteligibles palabras y, sobre todo, sus sonrisas compartidas con su madre y conmigo, fueron coloreando el mundo de sombras que habíamos construido. Aunque los cimientos de la muralla que habíamos levantado no se resquebrajaron de inmediato, Ana, mi mujer, y yo, sentíamos que había un nuevo mundo, y que nuestro hijo constituía una parte esencial, y necesaria, de los días y las noches del recién descubierto mundo.
En nuestras cabezas habíamos conseguido encajar una serie de piezas. Sabíamos que nuestro pequeño nunca sería arquitecto, pero, a cambio, sabía diseñar miradas conjuntas que construían los puentes más estables del mundo. Sabíamos que nunca llegaría a ser el mejor atleta del mundo, pero sus pasos nos abrían caminos plenos de felicidad que recorríamos sin dudar. Sabíamos que... sabíamos que nuestro hijo era nuestro hijo y que nuestra única obligación consistía en ser sus padres, ayudándole a crecer y disfrutando de este proceso.
Varios años, no diría que perdidos, han tenido que transcurrir para llegar a este punto en el que hemos aceptado que Rubén es, ni más ni menos, que nuestro amado hijo y, lo reconozco, ya no necesito llenar tus páginas, querido diario de mi hijo, con mis dudas, mis miedos o cualquier otra cuestión que me distraiga de lo esencial. Y lo esencial, como ya habrás comprendido, es compartir todos y cada uno de los segundos con mi pequeño. Por eso, querido diario de mi hijo, estas serán las últimas palabras que escribiré sobre ti.
Gracias por todo, querido diario, y hasta siempre.
Recordarás, lo llevas tatuado en tus antaño níveas hojas, como, en un primer momento, cielo y tierra parecieron desmoronarse encima de mí. La pequeña figura, sangre de mi sangre, que lloraba en mis brazos sufría un extraño síndrome, el Síndrome de Lejeune o del maullido de gato, que le acompañaría, nos acompañaría, de por vida. Sus rasgos faciales, su extraña forma de llorar, junto con la demoledora impresión que nos causó la noticia, contribuyó a que el que debía haber sido el día más feliz de mi vida, en realidad se convirtiera en una pugna entre sentimientos encontrados, algunos inconfesables a día de hoy. Por momentos parecía estar en el interior de una espesa niebla, que me impedía ver o escuchar nada que no fuesen mis propios pensamientos, que siempre buscaban formas de negar la evidencia.
De manera progresiva, tal vez espoleado por la atención que requería, y prestaba a mi hijo, germinó en mi, y en su madre, la idea de que todo se trataba de un gran error subsanable. De una jugarreta del destino, que algún galeno, o cualquier otro tipo de profesional, sería capaz de revertir, devolviéndonos un niño normal. Durante esa temporada el aluvión de información sobre el síndrome, sobre médicos expertos en él y sobre terapias de todo tipo, con mejores o peores resultados, relacionadas con el 5º cromosoma, fue una constante. Considerábamos que en algún lugar debía existir una solución para nuestro hijo. Pero el transcurso del tiempo, la falta de respuestas adecuadas por parte de los especialistas a las necesidades que nos habíamos creado hasta ese instante y, por qué no decirlo, el agotamiento físico y mental, consiguió que esa esperanza declinara, deslizándose por una pendiente apenas perceptible, pero constante.
Creo recordar que en aquellos días comenzaron a menudear en mi cabeza pensamientos de frustración y de culpa. Cada vez con mayor frecuencia me responsabilizaba de lo que le ocurría a mi hijo. Me consideraba un ser fracasado, incapaz de ser padre de un niño normal. Ni para eso valía.
Pero sé, querido diario de mi hijo, que lo que hoy cuento ya lo conoces, pues te convertiste durante aquellos años de oscuridad en el báculo sobre el que apoyarme durante ese camino. Incluso aportabas la tranquilidad que mi pareja no parecía darme, porque, a raíz del nacimiento de nuestro hijo, nuestra relación se convirtió en un mundo de sombras, donde menudeaban las discusiones y los silencios infinitos.
He de reconocer que la experiencia vivida junto a mi hijo, Rubén, me ha enseñado muchos cosas. Uno de los descubrimientos, realizado gracias al nacimiento de mi pequeño, pudiera parecer algo obvio, pero jamás me lo había planteado hasta ese momento: lo constante en esta vida es fruto de las circunstancias y las circunstancias pueden variar. Como consecuencia de todo ello, lo inmutable puede convertirse, a lo sumo, en un recuerdo, más o menos indeleble. Siguiendo este axioma empecé a descubrir a otra persona, a otro hijo, cuando comprobé como, gracias al trabajo de los profesionales, Rubén iba adquiriendo destrezas que jamás me hubiese planteado que pudiera conseguir. Sus primeros, y titubeantes pasos, con el apoyo del terapeuta, sus primeras y casi ininteligibles palabras y, sobre todo, sus sonrisas compartidas con su madre y conmigo, fueron coloreando el mundo de sombras que habíamos construido. Aunque los cimientos de la muralla que habíamos levantado no se resquebrajaron de inmediato, Ana, mi mujer, y yo, sentíamos que había un nuevo mundo, y que nuestro hijo constituía una parte esencial, y necesaria, de los días y las noches del recién descubierto mundo.
En nuestras cabezas habíamos conseguido encajar una serie de piezas. Sabíamos que nuestro pequeño nunca sería arquitecto, pero, a cambio, sabía diseñar miradas conjuntas que construían los puentes más estables del mundo. Sabíamos que nunca llegaría a ser el mejor atleta del mundo, pero sus pasos nos abrían caminos plenos de felicidad que recorríamos sin dudar. Sabíamos que... sabíamos que nuestro hijo era nuestro hijo y que nuestra única obligación consistía en ser sus padres, ayudándole a crecer y disfrutando de este proceso.
Varios años, no diría que perdidos, han tenido que transcurrir para llegar a este punto en el que hemos aceptado que Rubén es, ni más ni menos, que nuestro amado hijo y, lo reconozco, ya no necesito llenar tus páginas, querido diario de mi hijo, con mis dudas, mis miedos o cualquier otra cuestión que me distraiga de lo esencial. Y lo esencial, como ya habrás comprendido, es compartir todos y cada uno de los segundos con mi pequeño. Por eso, querido diario de mi hijo, estas serán las últimas palabras que escribiré sobre ti.
Gracias por todo, querido diario, y hasta siempre.
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