A veces no resulta fácil escribir unas memorias, aunque sepas que éstas no se publicarán mientras vivas. La complejidad reside, no tanto en contar la verdad, como en la necesidad de buscar justificación a aquellas actuaciones de las que uno no se siente orgulloso. Tal vez por ello lleve dando vueltas a este capítulo de mi biografía, en el que se narra lo que para todos fue mi mayor éxito profesional.
Considero que, antes de continuar, el lector debe saber que el que estas líneas escribe tiene por nombre John Mc Allister y que mi profesión es la de militar. Imagino que todos ustedes, o la gran mayoría, habrán asociado estos datos con la persona que dirigió, con éxito, la gran ofensiva militar contra las tropas totalitarias de los ejércitos centroeuropeos en la Gran Guerra. Entre otros cometidos, durante esa contienda, planifiqué y dirigí la batalla de Würtzuneigg, en la que la gran cantidad de pérdidas del enemigo supuso el principio del fin del mismo. Y es esta batalla, por la que he recibido reconocimiento de compatriotas, aliados, políticos, periodistas, historiadores..., la que está obstaculizando el resumen escrito de mi vida. Como todo el mundo sabe, los matices resultan el ingrediente esencial de este banquete, mejor o pero cocinado, que se llama vida.
Pero llegado aquí, puesto ya el pie en el estribo, debido a un tumor cuya metástasis invade mi cuerpo, voy a dejarme llevar por la escritura y ensartar en párrafos todo aquello que nunca conté y que considero debe saberse.
La guerra se había prolongado ya durante tres años, con resultados pésimos, en un primer momento, para nuestros intereses, aunque en los últimos meses habíamos conseguido estabilizar los diversos frentes e, incluso, del frente oriental llegaban buenas noticias, en forma de derrotas del enemigo, por primera vez desde el inicio de las hostilidades. Los miembros del Estado Mayor coincidíamos en que había llegado el momento de reactivar el frente occidental y asestar un gran golpe, en forma de derrota, a las fuerzas de la alianza totalitaria. Durante el último mes de invierno y la primavera habíamos procedido a concentrar un gran número de soldados, piezas de artillería, carros de combate, aviones en la retaguardia, con la idea de lanzar una ofensiva masiva, que lograse penetrar en las líneas defensivas del enemigo. No existía un criterio único sobre la forma de proceder de nuestros ejércitos, se contemplaban varias posibilidades: desde una ofensiva de estilo tradicional, de desgaste, parecida a las de la I Guerra Mundial (con más coste de vidas para nuestros soldados, pero también para un ya desgastado ejército rival), hasta otras en las que como hizo Zukhov (uno de los discípulos de Tujachevsky, el gran teórico de la utilización de columnas móviles blindadas) en 1940 en Jaljin Gol, utilizar las columnas de tanques y de artillería motorizada para realizar una maniobra envolvente, con menos coste de vidas, pero, casi seguro, con similar éxito (aunque supondría menos desgaste del enemigo). Las dudas a este respecto, y las presiones políticas, en diferentes sentidos, dependiendo de los intereses de los gobiernos de cada país aliado, nos mantuvieron paralizados un par de semanas. Sin embargo, todos teníamos claro que la ofensiva debería comenzar a finales de primavera, para intentar que el enemigo se rindiese antes de la llegada del crudo invierno, que ralentizaría todas las acciones.
Recuerdo que durante dos o tres semanas tuve muchos problemas para dormir. En mi fuero interno empezaba a tener la certeza de que la decisión sobre el tipo de acción a emprender no iba a poder consensuarse, por lo que yo tendría la última, y decisiva, opinión respecto a como abordar el asunto. Reconozco que esta situación, idealizada por un militar profesional cuando sale de la academia o desde el cómodo sillón de su despacho, se llega a convertir en una pesadilla, cuando se tiene conciencia de que una determinación puede servir para salvar o morir a decenas de miles de personas, si no más.
Al final, el 10 de mayo (recuerdo la fecha con exactitud) me incliné por una guerra de desgaste total, aprovechando nuestra superioridad de hombres y armas de todo tipo, siguiendo el modelo de los generales de la I Guerra Mundial. A pesar de las quejas de algunos de mis subordinados, cuestionando la gran cantidad de pérdidas de vidas en nuestras filas que esta estrategia iba a causar, mantuve mi decisión.
Como dije con anterioridad, la denominada batalla de Würtzuneigg constituyó un formidable éxito de nuestras tropas. Tras casi tres semanas de combates encarnizados, con un altísimo coste de vidas y de material por ambos bandos, el derrumbe del ejército enemigo, abrió las puertas, casi de par en par, a nuestras tropas para la invasión de los países coaligados en nuestra contra.
Casi un millón de victimas, entre muertos y heridos, fue el resultado de esos diecinueve días de guerra. Sin embargo, el elevado precio no pareció importar a los políticos, a los medios de comunicación, a los militares ni a los historiadores (con alguna excepción), el éxito entierra en el olvido los cadáveres, las mutilaciones y las carnicerías.
Como resultaba previsible, con este viento a favor acabé siendo proclamado como un genial estratega y, casi casi, como un héroe, casi a la altura de Hércules. Incluso, años después, los líderes del partido conservador de mi país se pusieron en contacto conmigo, en secreto, para proponerme encabezar las listas electorales de unas elecciones que iban a tener lugar unos meses después. Por supuesto, con la máxima educación, decliné tal oferta.
Han pasado muchos años desde ese 10 de mayo en que tomé la decisión, pero de manera recurrente sigo teniendo problemas para conciliar el sueño, como antes de esa fecha. Una pesadilla repetitiva, con escasa variantes, quiebra mi necesidad de descanso. La primera de la misma no ha sufrido variación alguna durante todo este tiempo y recrea el momento en el que el 7, a media tarde, me comunican que mi hijo, teniente de infantería, ha muerto en el frente. El despacho, la luminosidad del día que, de repente, se oscurece, el rostro serio del general Freedom antes y después de contármelo. Incluso el dolor que siento es idéntico cada vez que mi mente recrea la situación.
El sueño da un salto en el tiempo y me sitúa tres días después, defendiendo ante los otros miembros del Estado Mayor la necesidad de una ofensiva total de desgaste. En la pesadilla no escucho las comentarios de mis otros camaradas, porque una voz interior ahoga todo lo externo. Una voz que repite: "Deben morir el mayor número de enemigos, para que sus padres sientan el dolor descomunal que tú estás sintiendo. Siembra en ellos, en el mayor número de ellos, la desesperación que te invade a ti por la muerte de tu hijo".
La pesadilla concluye cuando, sobresaltado, me despierto tras visualizar una procesión, interminable, de rostros desconocidos de padres de soldados muertos, tanto del enemigo, como de nuestro propio ejército, preguntándome por qué lo hice.
Ahora que, por fin, he tenido el valor de escribirlo, considero que con describir mi pesadilla es suficiente para abordar la realidad de lo acontecido en aquellos días. No me importa que me descabalguen del panteón de los héroes, ni tan siquiera voy a ser consciente de ello, me parece mucho más trascendental contar que sólo soy un humano más, atrapado por el dolor en un momento crucial.
Pero llegado aquí, puesto ya el pie en el estribo, debido a un tumor cuya metástasis invade mi cuerpo, voy a dejarme llevar por la escritura y ensartar en párrafos todo aquello que nunca conté y que considero debe saberse.
La guerra se había prolongado ya durante tres años, con resultados pésimos, en un primer momento, para nuestros intereses, aunque en los últimos meses habíamos conseguido estabilizar los diversos frentes e, incluso, del frente oriental llegaban buenas noticias, en forma de derrotas del enemigo, por primera vez desde el inicio de las hostilidades. Los miembros del Estado Mayor coincidíamos en que había llegado el momento de reactivar el frente occidental y asestar un gran golpe, en forma de derrota, a las fuerzas de la alianza totalitaria. Durante el último mes de invierno y la primavera habíamos procedido a concentrar un gran número de soldados, piezas de artillería, carros de combate, aviones en la retaguardia, con la idea de lanzar una ofensiva masiva, que lograse penetrar en las líneas defensivas del enemigo. No existía un criterio único sobre la forma de proceder de nuestros ejércitos, se contemplaban varias posibilidades: desde una ofensiva de estilo tradicional, de desgaste, parecida a las de la I Guerra Mundial (con más coste de vidas para nuestros soldados, pero también para un ya desgastado ejército rival), hasta otras en las que como hizo Zukhov (uno de los discípulos de Tujachevsky, el gran teórico de la utilización de columnas móviles blindadas) en 1940 en Jaljin Gol, utilizar las columnas de tanques y de artillería motorizada para realizar una maniobra envolvente, con menos coste de vidas, pero, casi seguro, con similar éxito (aunque supondría menos desgaste del enemigo). Las dudas a este respecto, y las presiones políticas, en diferentes sentidos, dependiendo de los intereses de los gobiernos de cada país aliado, nos mantuvieron paralizados un par de semanas. Sin embargo, todos teníamos claro que la ofensiva debería comenzar a finales de primavera, para intentar que el enemigo se rindiese antes de la llegada del crudo invierno, que ralentizaría todas las acciones.
Recuerdo que durante dos o tres semanas tuve muchos problemas para dormir. En mi fuero interno empezaba a tener la certeza de que la decisión sobre el tipo de acción a emprender no iba a poder consensuarse, por lo que yo tendría la última, y decisiva, opinión respecto a como abordar el asunto. Reconozco que esta situación, idealizada por un militar profesional cuando sale de la academia o desde el cómodo sillón de su despacho, se llega a convertir en una pesadilla, cuando se tiene conciencia de que una determinación puede servir para salvar o morir a decenas de miles de personas, si no más.
Al final, el 10 de mayo (recuerdo la fecha con exactitud) me incliné por una guerra de desgaste total, aprovechando nuestra superioridad de hombres y armas de todo tipo, siguiendo el modelo de los generales de la I Guerra Mundial. A pesar de las quejas de algunos de mis subordinados, cuestionando la gran cantidad de pérdidas de vidas en nuestras filas que esta estrategia iba a causar, mantuve mi decisión.
Como dije con anterioridad, la denominada batalla de Würtzuneigg constituyó un formidable éxito de nuestras tropas. Tras casi tres semanas de combates encarnizados, con un altísimo coste de vidas y de material por ambos bandos, el derrumbe del ejército enemigo, abrió las puertas, casi de par en par, a nuestras tropas para la invasión de los países coaligados en nuestra contra.
Casi un millón de victimas, entre muertos y heridos, fue el resultado de esos diecinueve días de guerra. Sin embargo, el elevado precio no pareció importar a los políticos, a los medios de comunicación, a los militares ni a los historiadores (con alguna excepción), el éxito entierra en el olvido los cadáveres, las mutilaciones y las carnicerías.
Como resultaba previsible, con este viento a favor acabé siendo proclamado como un genial estratega y, casi casi, como un héroe, casi a la altura de Hércules. Incluso, años después, los líderes del partido conservador de mi país se pusieron en contacto conmigo, en secreto, para proponerme encabezar las listas electorales de unas elecciones que iban a tener lugar unos meses después. Por supuesto, con la máxima educación, decliné tal oferta.
Han pasado muchos años desde ese 10 de mayo en que tomé la decisión, pero de manera recurrente sigo teniendo problemas para conciliar el sueño, como antes de esa fecha. Una pesadilla repetitiva, con escasa variantes, quiebra mi necesidad de descanso. La primera de la misma no ha sufrido variación alguna durante todo este tiempo y recrea el momento en el que el 7, a media tarde, me comunican que mi hijo, teniente de infantería, ha muerto en el frente. El despacho, la luminosidad del día que, de repente, se oscurece, el rostro serio del general Freedom antes y después de contármelo. Incluso el dolor que siento es idéntico cada vez que mi mente recrea la situación.
El sueño da un salto en el tiempo y me sitúa tres días después, defendiendo ante los otros miembros del Estado Mayor la necesidad de una ofensiva total de desgaste. En la pesadilla no escucho las comentarios de mis otros camaradas, porque una voz interior ahoga todo lo externo. Una voz que repite: "Deben morir el mayor número de enemigos, para que sus padres sientan el dolor descomunal que tú estás sintiendo. Siembra en ellos, en el mayor número de ellos, la desesperación que te invade a ti por la muerte de tu hijo".
La pesadilla concluye cuando, sobresaltado, me despierto tras visualizar una procesión, interminable, de rostros desconocidos de padres de soldados muertos, tanto del enemigo, como de nuestro propio ejército, preguntándome por qué lo hice.
Ahora que, por fin, he tenido el valor de escribirlo, considero que con describir mi pesadilla es suficiente para abordar la realidad de lo acontecido en aquellos días. No me importa que me descabalguen del panteón de los héroes, ni tan siquiera voy a ser consciente de ello, me parece mucho más trascendental contar que sólo soy un humano más, atrapado por el dolor en un momento crucial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario