martes, 15 de agosto de 2017

ENMARCADO

¡Dios! Cuando, de alguna manera, desesperaba, pensando que no existía, aparece frente a mi y me pregunta si voy a participar en la misma actividad que ella. 
La miro a ella y a sus acompañantes. La vuelvo a mirar a ella. Contesto, no recuerdo muy bien qué, y pienso: Es preciosa. Está fuera de mi alcance.
Tras una breve conversación, donde me hace ver que he equivocado de pasillo, quedamos en vernos un par de horas después en el acto de presentación.
Una vez saciada el hambre, solucionado el problema de estacionamiento que nos había traído de cabeza a mi acompañante y a mí y abordadas otras cuestiones menores, llegó el momento del acto con el que se da inicio a esos seis días de convivencia. Mi timidez, que según todo el mundo tan bien sé disimular, me hace pasar un mal trago en este tipo de eventos iniciales.
Llegó al lugar convenido, cuando el grupo ya está conformado y busco sitio, que resulta estar casi frente a la mujer con la que hablé un par de horas atrás. Aún me parece más atractiva. 
Durante la actividad, en la que debemos presentarnos, tras presentarse ella pide a uno de sus acompañantes que dé turno a mí para darme a conocer al resto del grupo. Vale, parece que mi presunción inicial puede no ajustarse a la realidad. 
Extraño, mi timidez desaparece cuando me dirijo a un conjunto de personas, y aprovecho la ocasión para hacer un guiño a quien me antecedido en el turno de palabra.
Durante la siguiente actividad tengo ocasión de fijarme en su cuerpo y, sin duda, comprendo que lejos de mi hogar existe alguien donde vivir. 
Durante el resto del día apenas tenemos ocasión de hablar. Las obligaciones de ambos hacia nuestros acompañantes e, intuyo, que mi timidez, y tal vez la suya, contribuyen a que apenas crucemos unas palabras y unas cuantas miradas, que en su caso se acompañan de una sonrisa que me atrapa. ¡Joder! Necesito una paleta llena de sonrisas varias para pintar de colores cálidas la miseria en la que me envolví durante años. 
Durante la noche tengo problemas para conciliar el sueño. Ella enmarca todo mi tiempo y mis pensamientos. Me vuelve a pasar lo que me ocurrió hace unos meses: pienso en el sexo como algo más que follar. En ese momento embrido las mariposas, las encierro en crisálidas y me propongo disfrutar de la situación de la mejor manera posible, sabiendo que las responsabilidades de ambos hacia nuestros acompañantes, junto con lo lejanía del lugar de residencia de cada uno, va a limitar todo lo que puede ocurrir, siempre que ella quisiera algo más que hablar.
A pesar de todo ello me siento feliz. Hacia tiempo que me atormentaba la posibilidad de que no encontrase quien me hiciese sentir eso. En realidad no es honesto decir eso. Una persona, una mujer, había hecho crecer millones de mariposas dentro de mí, la misma que me hizo recordar que el sexo es algo más que eso, pero intuía, sentía, que lo que vivía en este momento tenía que ver con algo más parecido a la meta que espero alcanzar.
Dormí poco. Ella, según contó al día siguiente, también se encontraba despierta a las dos y media. No indagué en las causas.
La jornada abrió sus puertas pronto, con su carga inevitable de sueño, y las actividades del día, junto con algún sobresalto al que contribuyó mi acompañante, contribuyeron a que todo transcurriera con una celeridad indeseada. Hablamos, poco, buscando una excusa para entablar conversación. Demasiada gente, demasiadas obligaciones, demasiada nada en unos días. 
En estas situaciones me siento extraño y algo violento. La sensación de no tener el tiempo necesario, de no tener la intimidad necesaria genera en mí un extraño cóctel. Siento la necesidad de romper el hielo, mi timidez me paraliza y mi impulsividad me arrastra. El resultado, en ocasiones, no resulta todo lo brillante que me gustaría.
Ella siempre apartada del grupo, si no de manera física, sí por su dedicación a sus acompañantes (tal vez también como medida de seguridad, de protección; como una forma de sentirse segura en un grupo de desconocidos).
Por mi parte, me cuesta poco ubicarme, aunque más por necesidad que por verdadera creencia. Desde el primer momento poseo la certeza de que toda esa gente va a desaparecer de mi vida justo el día en que silencie el grupo de whatsapp al poco de llegar a mi casa. Excepto ella. Me ha turbado y siento la necesidad de hablar con ella, aunque a veces no encuentre las palabras. 
Durante el tercer día parece que la risa nos une. 
Durante el tercer día me vuelvo a cuestionar por qué esa mujer, que permanece apartada del grupo, parece que quiere estar cerca de mí. 
Durante el tercer día me planteo que, a pesar de todo, algunas otras mujeres hermosas han querido estar a mi lado.
Durante el tercer día sé que ella, aunque no parezca estar atenta, se ríe con los disparates que se me ocurren y es entonces, cuando se gira y ríe, cuando me siento desarmado. Sin embargo, tengo las mariposas encerradas en lo más hondo e inaccesible. No hay problema.
No recuerdo si fue durante el tercer o durante el cuarto día cuando surgió la idea de practicar ambos una actividad de manera conjunta, siempre que nuestros acompañantes nos lo permitiesen. 
Tal vez ese día, o el siguiente, me fije, durante la cena (ya nos sentábamos cerca en las comidas conjuntas), en que disfrutaba comiendo. Me encantó y acuñé la idea de que necesitaba alguien a mi lado con ganas de comer la vida. Y ahora, varios después, tengo la certeza de que su legado en mi vida lo constituirá esa idea: comer la vida, con gula cuando sea posible. 
Puede que todo se deba a que me sienta harto de gente estupenda e irreal. Me gusta una sonrisa, unas caderas poderosas e insinuantes, comer por y con placer, mirar por necesidad.
Llegó el día de la actividad, que se ofrecía en el programa. No había duda de que íbamos a hacerla. Tal vez ese tiempo sería nuestro único espacio a solas. Sin embargo, la publicidad engañosa parecía perseguirme ese verano y de todo lo que aparecía en el programa, lo que pretendíamos hacer era lo único que no ofertaban. Tal vez, alguien, en algún lugar ignoto, pensó que el rato que habíamos permanecido riéndonos como dos colegiales en el autobús, mientras nos dirigíamos hacia la decepción, constituía premio suficiente.
Después, pequeños detalles. 
Mientras, un azul eterno en la mirada.
Llegó la última noche. 
Acabó la última noche. De manera abrupta, mis responsabilidades me hicieron retirarme el primero. Lo vi. Ella quiso ser la última de la que me despidiese. No la dejé. La propuse tomar algo por la mañana, antes de separarnos para siempre. 
Había pensado contarla cosas como las que estoy escribiendo. Había pensado pedirla que sonriese, porque aún era más bella cuando lo hacía. Había pensado, al final, no decir nada. Cada cual debería llevarse el recuerdo que desease de esos días. Y así fue. 
Bastó una hora más como premio.
En el largo camino de vuelta sonó Alone i break, de Korn, y entonces comprendí que ella me había enseñado que debía llenar esa canción (que tanto he escuchado en los buenos y en los malos momentos) para los m con todo lo que me había aportado, que, en esencia, se podía resumir en que existía, en algún lugar, una mujer, desconocida, que reunía todas las piezas del puzzle, de la que me enamoraré desde el primer minuto.

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