Andaba preocupado en los últimos tiempos porque no aparecían circunstancias o vivencias que me permitieran desarrollar ideas atractivas, al menos así me lo parecen a mi, que pudieran ser desarrolladas en este blog. Pero hete aquí que no hay mal que dure cien años y un hecho nimio, unido a un comentario al respecto de mi pareja, hicieron que la bombilla se encendiese y surgiera una reflexión que considero lo suficientemente interesante para ocupar una entrada de esta bitácora. Espero que el entusiasmo que ahora muestro no parezca al lector excesivo tras leer los siguientes párrafos.
Pongámonos en situación.
Por motivos que no vienen al caso tenemos conocimiento indirecto y ocasional de la forma de pensar de ciertas personas acaudaladas de este país, dos o tres, tampoco lancemos las campanas al vuelo. Aunque, parece que cada cual es de su padre y de su madre, en este caso además es verdad, con cierta periodicidad nos llama la atención los comentarios de una de esas personas, que aunque no nos conoce personalmente si sabe de nuestra existencia (siento no poder ser más concreto, pero por motivos familiares y laborales no puede profundizar más en la cuestión), especialmente en lo referido a la visión que tiene de nosotros, de mi pareja, de mi hijo y de mi, como poco menos que unos desarrapados de los que llenan las novelas de Dickens (no voy a contar una anécdota que me encrespó bastante por no delatar a mi fuente, pero si hasta ese momento podía tener dudas, a partir de aquello adquirí la firme convicción de que los cretinos forrados en oro, son igual de bocazas que los cretinos que no lo están). Resulta curioso que tal persona no nos conozca en persona, como ya he dicho, ni haya tenido ocasión de intercambiar dos ideas con él que suscribe. ¡Qué le vamos a hacer! Sin embargo, tras el enésimo comentario, llamémosle elitista (en este caso tan absurdo como comenzar una dieta en Navidad) ocurrido hace un par de días, algo alertó a mi aletargado cerebro para que cogiera las riendas de asunto, supliendo al dominante y aletargado estómago, que estos días estaba rigiendo mi ser. Había un jugoso tema para el blog.
Lo que tal vez no he sido capaz de transmitir, lo que ha motivado la escritura estas líneas, es algo tan obvio como la conciencia que posee cierta gente de clase alta, tal vez una gran mayoría, de pertenecer a otro mundo, a otro ámbito, bien lejano al nuestro y con el que tangencial y ocasionalmente coincide cuando es estrictamente necesario. Ellos conforman una especie de núcleo privilegiado, con valores distintos, al menos en apariencia, a los de los comunes de los mortales, los que tenemos que trabajar porque si no lo hiciéramos no nos bastaría con el aire para alimentarnos.
Esa "conciencia de clase" adinerada, elitista, privilegiada o como lo queramos llamar, no constituye novedad alguna, menos en este país donde se llevó tal elitismo hasta el paroxismo durante el siglo pasado con campañas como aquella sustentada bajo el lema: Ponga un pobre en su mesa. Lo chocante del asunto lo constituye el envés de esta conciencia de clase: la cada vez más diluida conciencia de clase de los trabajadores, del ciudadano medio.
Tal vez uno de los mayores logros de los neoliberales no haya sido la implantación de sus absurdas y criminales políticas económicas en esta época que nos ha tocado vivir (de hecho intuyo que la implementación de dichas políticas va a conllevar en un plazo no excesivamente largo, una o dos décadas a lo sumo, el destierro de esta sarta de estupideces pseudociéntificas que denominan teoría económica). El mayor tanto que se pueden apuntar en su debe los teóricos del disparate y el empobrecimiento generalizado ha sido desmovilizar, con la complicidad de los sindicatos de clase, a los trabajadores; haciéndoles perder de manera progresiva, pero constante, esa conciencia de pertenecer a un colectivo que ha de luchar por sus derechos de manera continua. Luchar por ellos porque nunca se han adquirido de forma gratuita ni han llegado como una concesión desinteresada de los que detentaban el poder económico y político, salvo excepciones. Muchas de las adquisiciones de los ciudadanos, los que no conformaban la élite, han sucedido como conjunción de dos variables: la lucha obrera/sindical o como queramos denominarla y el interés económico o político de las clases dirigentes. El acceso a la educación universal surgió de la lucha obrera y del interés de la burguesía de formar mano de obra cualificada. El acceso a la sanidad universal, que se dio por primera vez en Japón, sucedió porque la clase militar nipona querían guerreros sanos que pudieran ser perfectos soldados. La mejora en el poder adquisitivo de los trabajadores, con experimentos previos como el de Ford, fue una forma de asegurarse, tras la 2ª Guerra Mundial, por parte de los gobiernos que lo que se producía tendría compradores y, de paso, se evitarían conflictos sociales (recordemos que la reivindicación de mejoras laborales fue el eje vertebrador de la acción sindical) como los acontecidos en el período de Entreguerras, especialmente tras la crisis del 29, que podrían derivar en procesos revolucionarios (a pesar de que casi todo el mapa de Europa quedó delimitado con exactitud en el reparto que hicieron las grandes potencias de las zonas de influencia, con alguna excepción como Grecia, donde los comunista sufrieron la traición del "camarada" Stalin).
Como se puede comprobar, aunque bastante simplificados los factores, el empuje obrero (más o menos radical), más la conveniencia de las clases dominantes (no olvidemos ese aspecto), han sido los protagonistas de los cambios que han conducido a una mejora en la calidad de vida del trabajador durante el siglo XX.
Sin embargo, durante las dos o tres últimas décadas el desvanecimiento de esa conciencia de clase trabajadora, tal vez aprisionada o directamente sepultada entre la cantidad de artilugios, muchos de ellos prescindibles e inútiles, que parecían conducirnos hacia la felicidad más absoluta, ha sido una constante.
Los mensajes de "luminarias" del pensamiento de Occidente a través de los medios de comunicación, que no de información, sobre la impostura que suponía considerar a los trabajadores como una clase con aspiraciones (uno recuerda al que arrastra las erres o al que hasta hace poco tenía bigote y, si no fuera por la que está cayendo, escucharía sus programas justo después de los de Faemino y Cansado, para seguir con el humor surrealista en estado puro) así como el nefasto papel de los sindicatos de clase, más atentos a evitar el conflicto que a un planteamiento estructural sobre qué queda por conseguir y hacia dónde debemos caminar han ayudado a crear este clima.
El continuo bombardeo de los medios sobre la inutilidad e improcedencia de la lucha sindical y la actitud, apoltronada y distante de la realidad, de las organizaciones sindicales, tal vez junto con le preocupación por adquirir todo tipo de productos, convirtiéndose tal actitud casi en religión, de cierta parte de los trabajadores haya contribuido de modo decisiva a que se desmorone esa conciencia de clase trabajadora, tan necesaria en estos tiempos, especialmente porque lo que está en juego es el reparto de los beneficios, que cada vez recae en manos de menos personas, con lo que los trabajadores cada vez tenemos derecho a menos, como se puede comprobar en el día a día de este país. No sólo tocamos a menos, cada vez perdemos derechos en pos de una presunta mejora económica que parece no llegar nunca.
En definitiva, la necesidad de organizarnos, de rescatar esa conciencia de clase -se llame como se quiera llamar- y de luchar para que el fragmento de tarta que nos toque no sea cada vez más exiguo es primordial. No se trata de guillotinar a nadie, aunque a veces no falta ganas, se trata de que sientan nuestro aliento en el cogote, de que sepan que nos van a tener ahí, demandando lo nuestro y, lo más importante, de que recuerden que si nosotros no producimos y no consumimos ellos no son nada, por mucho que crean hacernos creer lo contrario.
La viñeta es del genial humorista Sansón |
Concluyo con una historia que me contaban hace dos días. Un familiar político llevó a su empresa a juicio y ganó. El juez extinguió su contrato y la empresa le debe pagar algo más de treinta mil euros. El lector podrá pensar que tal como están las cosas no fue ninguna victoria. Hoy, algo más de medio año después de que se dictara la sentencia del juicio, los trabajadores que no denunciaron siguen trabajando, llevan tres meses sin cobrar las mensualidades, por no hablar de la extra de junio y diciembre; cuando, más que presuntamente cierre la empresa, en breve, no cobrarán todo lo que dicha empresa no les ha abonado y a lo que tenían derecho, les ha robado, durante estos años, y, como mucho, recibirán las mensualidades que no hayan cobrado antes de cerrar. Eso sí medio años después del cierre y según mi familiar, por no sé historias que no comprendí, este aspecto no está nada claro. ¿Quién salió ganando?
Un saludo.
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