Recuerdo haber escrito, de manera sucinta, sobre un suceso luctuoso acaecido en mi familia. Hace unos días tuve conocimiento de otro hecho, que, por suerte, quedó en un gran susto, en el que la Parca mostró su tarjeta de visita, aunque no insistió en llevarse a la persona implicada en el asunto. Afortunadamente.
Cuando este tipo de circunstancias se producen aparece un hilo argumental, en cierta forma perverso, que tiñe todas las conversaciones que nacen en torno a este tipo de desgraciados acontecimientos. La famosa frase: "¡Ésto es una mierda!" o aquella otra: "A todos nos tiene que llegar", se centran en la parte final de todo el proceso. Del maravilloso proceso que supone vivir. Más en concreto haber accedido a existir, haber accedido a la vida y a la consciencia.
Reconozco que llegué hace bien poco a esta conclusión, la de considerar más importante la vida que su final. Hasta hace no mucho tiempo, recapacitar sobre la muerte, sobre mi muerte, me asustaba, unas veces más que otras, llegando, en ciertos momentos, a producirme pánico la idea de fallecer. Tal vez la imagen de un ataúd, conteniendo el cuerpo de un familiar, descendiendo por un agujero, siendo, posteriormente, tapado de manera provisional, me llevó a considerar la vida, la existencia, como algo más que un camino incierto que ha de acabar en la muerte (esa que iguala a ricos y pobres).
Entiendo que el fallecimiento de un ser querido conlleva una reflexión sobre la fugacidad de la vida y el "incierto" después que nos "espera" tras la inhumación o la cremación. Lo entiendo, porque considero que el instinto de supervivencia, ése maldito vigía que nos avisa cuando desfallecemos, empujándonos a seguir a toda costa, sufre en esos momentos un fuerte impacto, que consigue mover los sólidos cimientos sobre los que se asienta sin dificultad en el día a día. Aunque intuyo que precisamente esta reacción sirva para reafirmar a dicho instinto la necesidad de seguir existiendo y de cumplir con esa función de salvaguarda de lo más transcendental que poseemos: la vida.
Uno está convencido, al menos desde que se enteró de que iba a ser padre, de que la vida constituye un milagro per se. No me refiero al milagro realizado de manera altruista por el dios de turno. Hablo del milagro que constituye el nacimiento de un nuevo ser vivo sobre la faz de este planeta. Los impedimentos para llevar a buen puerto la venida al mundo de un ser, tanto antes de como durante la gestación, pueden ser innumerables. Sin embargo, a pesar de ello, esta gigantesca esfera azul y verde se encuentra poblada por cientos de miles de millones, por billones, de seres vivos que lo pueblan, lo transforman y, como en el caso del hombre, lo destrozan. Y, tal vez, eso constituya el premio: llegar a vivir; llegar a formar parte del elenco de seres animados, y en nuestro caso con consciencia, que pululamos sobre la corteza o bajo las aguas de la Tierra.
Esa fue la revelación, nuestro premio es la vida, estar vivos y la muerte no constituye ningún castigo, al menos para el ser que fallece. Al contrario, el fin constituye una prueba más de que somos seres vivos, de que hemos accedido a lo más complejo que existe en el Universo, la vida. En el Universo existen distancias inimaginables, procesos químicos y/o físicos aún desconocidos. El "nacimiento" y la "muerte" de galaxias, estrellas, planetas... forma parte del ADN del Cosmos. Todo, absolutamente todo, lo que somos existe en ese espacio inabarcable por nuestra imaginación.
Pero nada hay más complejo que la vida y dentro de la vida nada encontramos más complejo que la consciencia. Y nosotros, usted, amable lector, yo, mi hijo que no lee este blog, nuestros seres queridos, miles de personas que nos rodean y no conocemos..., nosotros somos en esencia vida consciente. Tal vez, deberíamos felicitarnos por ello día a día, en vez de llorar la posibilidad de perderlo en algún momento desconocido. Tal vez, sólo tal vez, deberíamos considerarnos unos afortunados por haber accedido, de manera involuntaria, a formar parte del selecto club de la vida y de la consciencia.
Un saludo.
P.D.: Esta entrada iba a aparecer ayer en el blog, pero la muerte de Don José Luis Sampedro trastocó los planes iniciales. Considero este elogio de la vida es el mejor HOMENAJE que puedo hacer al maestro. Va por usted, don José Luis.
Reconozco que llegué hace bien poco a esta conclusión, la de considerar más importante la vida que su final. Hasta hace no mucho tiempo, recapacitar sobre la muerte, sobre mi muerte, me asustaba, unas veces más que otras, llegando, en ciertos momentos, a producirme pánico la idea de fallecer. Tal vez la imagen de un ataúd, conteniendo el cuerpo de un familiar, descendiendo por un agujero, siendo, posteriormente, tapado de manera provisional, me llevó a considerar la vida, la existencia, como algo más que un camino incierto que ha de acabar en la muerte (esa que iguala a ricos y pobres).
Entiendo que el fallecimiento de un ser querido conlleva una reflexión sobre la fugacidad de la vida y el "incierto" después que nos "espera" tras la inhumación o la cremación. Lo entiendo, porque considero que el instinto de supervivencia, ése maldito vigía que nos avisa cuando desfallecemos, empujándonos a seguir a toda costa, sufre en esos momentos un fuerte impacto, que consigue mover los sólidos cimientos sobre los que se asienta sin dificultad en el día a día. Aunque intuyo que precisamente esta reacción sirva para reafirmar a dicho instinto la necesidad de seguir existiendo y de cumplir con esa función de salvaguarda de lo más transcendental que poseemos: la vida.
Uno está convencido, al menos desde que se enteró de que iba a ser padre, de que la vida constituye un milagro per se. No me refiero al milagro realizado de manera altruista por el dios de turno. Hablo del milagro que constituye el nacimiento de un nuevo ser vivo sobre la faz de este planeta. Los impedimentos para llevar a buen puerto la venida al mundo de un ser, tanto antes de como durante la gestación, pueden ser innumerables. Sin embargo, a pesar de ello, esta gigantesca esfera azul y verde se encuentra poblada por cientos de miles de millones, por billones, de seres vivos que lo pueblan, lo transforman y, como en el caso del hombre, lo destrozan. Y, tal vez, eso constituya el premio: llegar a vivir; llegar a formar parte del elenco de seres animados, y en nuestro caso con consciencia, que pululamos sobre la corteza o bajo las aguas de la Tierra.
Esa fue la revelación, nuestro premio es la vida, estar vivos y la muerte no constituye ningún castigo, al menos para el ser que fallece. Al contrario, el fin constituye una prueba más de que somos seres vivos, de que hemos accedido a lo más complejo que existe en el Universo, la vida. En el Universo existen distancias inimaginables, procesos químicos y/o físicos aún desconocidos. El "nacimiento" y la "muerte" de galaxias, estrellas, planetas... forma parte del ADN del Cosmos. Todo, absolutamente todo, lo que somos existe en ese espacio inabarcable por nuestra imaginación.
Pero nada hay más complejo que la vida y dentro de la vida nada encontramos más complejo que la consciencia. Y nosotros, usted, amable lector, yo, mi hijo que no lee este blog, nuestros seres queridos, miles de personas que nos rodean y no conocemos..., nosotros somos en esencia vida consciente. Tal vez, deberíamos felicitarnos por ello día a día, en vez de llorar la posibilidad de perderlo en algún momento desconocido. Tal vez, sólo tal vez, deberíamos considerarnos unos afortunados por haber accedido, de manera involuntaria, a formar parte del selecto club de la vida y de la consciencia.
Un saludo.
P.D.: Esta entrada iba a aparecer ayer en el blog, pero la muerte de Don José Luis Sampedro trastocó los planes iniciales. Considero este elogio de la vida es el mejor HOMENAJE que puedo hacer al maestro. Va por usted, don José Luis.
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