martes, 26 de febrero de 2013

NACÍ MESÍAS

Nací Mesías. El objetivo de mi existencia era, en esencia, recordar a todos los seres humanos que pertenecían al Dios fundador; al que habían enterrado hacía decenas de siglos en el más absoluto de los olvidos. La proliferación de deidades, que no constituían más que un mal sucedáneo del original, había desviado la atención, y el alma, del hombre de la única verdad, del único Dios. Mi venida al mundo nada tenía que ver con todas esas historias trenzadas en torno a mitos milenarios de madres vírgenes, mesías que mueren y resucitan en primavera y a milagros increíbles. Esa mitología, que lleva cinco milenios circulando por este planeta constituye una invención muy bella, pero invención al fin y al cabo, del hombre para justificar las desigualdades sociales. Yo renací a finales del siglo XX después de Cristo y mi objetivo es redimir al hombre de sí mismo, de su pequeñez, de sus mezquindades. 
La trascendencia del mensaje que había de transmitir implicó que naciera en el seno de una familia que podíamos calificar, sin temor a equivocarnos, de clase alta. De esta manera, a través de los contactos de mis progenitores, más los que yo pudiera establecer, la verdad podría llegar a más personas. Nada como estudiar con algunos de los futuros directores de cadenas de televisión, radio o prensa escrita. 
Mis padres empezaron a intuir que el destino me deparaba algo muy especial cuando yo contaba apenas cuatro años y les hablaba, una y otra vez, sobre la salvación y el verdadero Dios, que dormía en nuestro seno, en el de todos nosotros, a la espera de que le rescatásemos. En un principio me miraban incrédulos. No comprendían que a tan temprana edad su pequeño pudiera hilvanar ese discurso tan complejo y tan ajeno a lo esperado por parte de unos padres de clase alta, seguidores devotos de un falso dios, al que creían único y verdadero. Con el tiempo, tal vez por costumbre, tal vez por convicción, acabaron aceptando el discurso redentor del benjamín de su prole e, incluso, acabaron incorporando parte de las enseñanzas predicadas por mí como una verdad asumida e indiscutible.
Pasaron los años y decidí estudiar Derecho, pues consideré que lo divino ya lo conocía, pero no poseía tanta soltura en lo referente a aquello que rige y modula la vida cotidiana de los seres humanos. Las normas, explícitas o no, que conforman el armazón de la sociedad, y buena parte de los comportamientos de los humanos, me deberían ayudar a conocer el alma social de aquellos a los que había venido a rescatar.
Fueron años bellos, donde conviví con la juventud y aprendí el arte de proclamar la buena nueva, trabajando con pequeños grupos, donde siempre pescaba algún alma deseosa de acercarse al verdadero Dios.
Reconozco que mi labor no se regía por la improvisación. Existía una planificación previa, anterior a mi venida a este mundo, en la que se establecieron las grandes lineas de actuación para conseguir mi objetivo: la conversión a la verdadera fe de la humanidad y todo iba según lo planeado. De esta época datan los primeros seguidores, la adquisición de fluidez verbal y de una oratoria que llegase al futuro fiel, aprender a usar de manera óptima los medios de comunicación, generalmente los relacionados con la universidad y la firme convicción de que los trucos de ilusionismo, milagros lo llaman algunos, resultan innecesarios; la verdadera fe no se alcanza a través de componendas, cuyo objetivo es convencer a través de la impostación, de lo banal.
Si tuviera que resumir este período, y corriendo el riesgo de parecer reiterativo, las palabras que mejor pueden definirlo son las que encabezan el párrafo anterior: fueron años bellos, incluso de cierta despreocupación.
Durante el penúltimo curso de mi carrera, superada hasta ese momento sin mayor esfuerzo, me encontré con el amor de los humanos. Todo mi tiempo anterior había estado impregnado del amor divino, el amor hacia Dios, pero en un soleado día de abril, aún lo recuerdo como si fuera ahora mismo, todo cambió. Desde el primer momento en que advertí su presencia supe que existía otro tipo de amor. Un amor arrebatador, que dislocaba todas mis creencias y arrastraba lo que consideraba inamovible hacia un sumidero sin fondo. En seguida advertí de que se trataba del amor humano.
Aunque no abandoné mi labor pastoral, en mi interior sólo había espacio para aquella imagen que me turbaba y me hacía estremecer con sólo imaginarla. Reconozco que puse más empeño en entablar contacto con mi anhelo, que en difundir la verdad revelada.
Fruto de esa necesidad, casi obsesiva, de compartir cada segundo con aquella persona, que tanto amaba, tuvimos el primer contacto, propiciado por un amigo mío que, a su vez,  tenía una relación de amistad con una persona del entorno cercano de quien sería, en breve tiempo, mi pareja.
En ese tiempo descubrí que el amor carnal no debe envidiar en nada al que se siente por el Creador. En ciertos momentos llegué a pensar que el Sumo Hacedor nos creó exclusivamente para disfrutar de esos momentos de ardiente, y desinteresada, entrega hacia el otro.
Consciente de la imposibilidad de que mi obra de redención pudiese ser continuada tal como se concibió, abandoné mi labor de pastoreo y decidí centrarme en el lado humano de mi ser, sobre el que nadie me había advertido con anterioridad. Fueron años de dicha, en los que tan intensamente viví la fase de enamoramiento como todos y cada uno de los días que se sucedieron después. No sentía ningún deseo de desviar mi vida de aquella boca que todos los días, al despertar, me decía, casi en un susurro, buenos días. Tal vez esa canción que se titula "El dios que fracasó" se compuso pensando en mí, pero yo había encontrado a mi Dios y no sentía deseo alguno de compartirlo con nadie.
Han transcurrido doce años desde que, por primera vez, vi ese rostro que me nubló el entendimiento y anuló cualquier otra consideración previa sobre mi existencia. Hoy, con el teléfono móvil en la mano, esperando con ansiedad la contestación de una persona a la que no conoceré de nada, todo ha cambiado. Mientras oigo una voz femenina que a través del auricular de mi teléfono contesta: "016, Teléfono de Violencia de Género. ¿En qué puedo ayudarle?...", mi amor, mi pareja, mi querido Carlos, yace inconsciente en el suelo de la habitación contigua. Ahora no albergo duda, por Carlos dejé de ser mesías, por su falta de amor dejé de ser humano, cometiendo este acto atroz, del que intento redimirme buscando ayuda para que siga vivo, aunque sé que, a partir de hoy, no volveré a verlo jamás.

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