martes, 5 de febrero de 2013

SINRAZÓN

Allí, envuelto por la penumbra, parecía desear diluir, enterrar, en esa buscada semicoscuridad  los acontecimientos de los últimos tiempos; aunque sus pensamientos no cejaban de fluir, convergiendo todos ellos en lo que  le ocupaba y preocupaba desde que aparecieron aquellos hombres en la puerta de su casa. 
Durante toda su vida siempre había caminado en el lado de la ley, representando, en ocasiones, a la misma de diferentes formas.
Sus superiores siempre le habían considerado un servidor leal y comprometido, incluso meticuloso, como diría en alguna ocasión alguno de sus jefes. Ningún problema significativo había salpicado las relaciones con sus superiores. Su buena y pronta disposición para acatar órdenes era bien conocida en los despachos donde residía el poder del departamento en el que trabajaba.
Su padre le había inculcado ese sentido de la justicia, de la obediencia a las leyes y a aquellas personas situadas por encima de él en la jerarquía social. La labor de su progenitor podía incluirse en cualquier manual de pedagogía que pretendiera ilustrar con un ejemplo como conseguir inculcar, de manera permanente, indeleble,  unos valores. 
Pero, de nuevo, la sensación de hundimiento, de caída al vacío, asociada a imágenes, grabadas a fuego, que los medios de comunicación arrojaban sin cesar en los últimos días, borraban de un plumazo aquellos recuerdos de tiempos distintos. Tiempos que ahora podía considerar, sin temor a equivocación, como mejores que los que ahora vivía. No alojaba duda alguna sobre ello. La paz y tranquilidad que le transmitían aquellas vivencias, sólo abiertas en su memoria,le transmitían serenidad. Una serenidad tan necesaria en estos momentos que vívía como el aire que respiraba. Una serenidad que, al menos de momento, impedía que se viera arrastrado a la sima de incertidumbre y miedo sobre la que parecía asentarse su vida.
Siempre había considerado que sus actos se regían siguiendo los dictados de un bien común; de una especie de fuerza universal tendente a mantener el orden, que una minoría esta dispuesta subvertir.Pero ahora, allí, en cualquier cuarto, esperando, ninguna certidumbre parecía eterna.
Una voz desconocida que pronunciaba su nombre le devolvió a la realidad. Acompañó al funcionario que le reclamaba hasta una sala, bastante más espaciosa y repleta de personas, la gran mayoría desconocidas. Tomó asiento donde le indicaron y se aprestó a escuchar las preguntas que le formulaba aquel señor que decía representar a las víctimas. Durante todo el proceso, él, sentado en el banquillo de los acusados, se limitó a contestar en toda ocasión que obedecía órdenes. Al menos así fue hasta que aquel picapleitos, como él le denominaba de manera despectiva, le preguntó: "¿Hubiese torturado, siguiendo órdenes como dice usted, a uno de sus hijos o a sus padres, si así se lo hubiesen exigido sus superiores?". En ese momento la sima, la temida sima, se abrió y comprendió que el Estado, sus razones y sus servidores se rigen por la sinrazón. La misma sinrazón contra la que siempre creyó luchar.

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