Hemos aprovechado, mi pareja, mi hijo y yo, estos días, en concreto tres, para volver a pisar tierras lusas. Aunque la frontera (o lo que queda) con el país vecino se encuentra no muy lejos de nuestro lugar de residencia, hacía años que no la traspasábamos para pernoctar en él. Reconozco que no ha sido mucho tiempo, pero han bastado para conocer territorios nuevos, nueva gente, salir de la rutina y celebrar que, de manera provisional, mi pareja ha dejado de engrosar las cifras del paro de este país.
Me gustaría aclarar que aunque en la entrada de hoy aparecerán algunas fotos del país vecino, este post no estará dedicado a explicar al amable lector maravillosas rutas, o lugares donde disfrutar de magníficas viandas. Lo que pretendo es explicar sensaciones, pensamientos, inquietudes que han generado en mí estos tres días y, por qué no decirlo, la vuelta a mi hogar.
Reconozco que, esperando en un pequeño restaurante la cena, me salté una de las rutinas que desde hace un tiempo me acompañan: vi un informativo de la televisión, en este caso portuguesa. Como el lector habrá intuido, la parte dedicada a las noticias nacionales podían intercambiarse con las de nuestro país. Bastaría con cambiar las siglas (por ejemplo el servicios de urgencias médicas portugués, la ambulancia que te envían cuando llamas al 112 en España, se denomina INEM). Pero, por lo demás, todo igual. Médicos que se quejan de los recortes, nuevos impuestos a los ciudadanos y hasta un ministro que se había inventado un título universitario.
Como el lector habrá adivinado, este apartado, el de la vida oficial, dista mucho del de la vida real, o la parte que viví de la misma. La amabilidad, y no me refiero sólo a la de los empleados de lo diferentes servicios usados por nosotros, de las personas, inmensamente pacientes, a pesar de nuestro escaso, escasísimo, dominio del idioma, marcaron los tres días de nuestra estancia. Y a uno le vino a la memoria la fama que tenemos nosotros, los de aquí, los de España, a ese respecto, muy parecida. Y a uno la mente le hizo acordarse de la vitalidad, las ganas de vivir, de los primos del sur italianos. Y uno acarició la idea de que una parte significativa de los ciudadanos del "pobre" sur de Europa se caracterizan por las ganas de juntarse para saborear el momento; unirse para sentir la luz y el calor del astro rey, tan escasos en otros lares. Uno no puede evitar recordar esas misma necesidad en los habitantes de Marruecos. La voluntad de afianzar la vida, la vida social, en la calle, en la plaza, en la terraza de un bar.
En cierto momento, conduciendo por carreteras secundarias lusas, me pregunto en qué consiste el progreso y cómo se mide ese nivel de progreso en una sociedad. Aunque no obtengo una respuesta a mi duda, reconozco que la palabra progreso se aleja bastante de lo que en los últimos años hemos considerado una verdad absoluta. Sin embargo, intuyo que progreso debería relacionarse con una calidad de vida mínima, y alta, para todas las personas. Calidad de vida que consiste en tener acceso a la comida, a una sanidad de calidad, a una educación despojada de buena parte de la estupidez capitalista, a unos servicios sociales que permitan a los más desfavorecidos acceder a las tres cuestiones anteriores y tener tiempo para disfrutar del tiempo que pasaremos sobre este planeta. El resto: la tecnología masiva, los medios de transporte supermodernos, el triunfo económico y social, el trabajo como forma de vida, resultan innecesarios, vacuos y, si se me permite, perniciosos.
En el corazón de la antigua Lusitania contemplo una historia de reyes enterrados en fastuosas criptas, que contribuyeron, junto con Castilla, a crear el mundo que hoy conocemos. Los viajes por mares ignotos, los nuevos descubrimientos, el comercio masivo por todo, casi todo, el orbe. Las monedas que arrancadas de las entrañas americanas por esclavos, o semiesclavos, circunvalan el mundo. De Sevilla a Filipinas. De Brasil a Portugal. De Bolivia a los Países Bajos. Todo el imperio del capitalismo que conocemos nació en esta reseca península, de lenguas varias y conflictos permanentes entre sus habitantes. Si a ésto unimos la democracia y el derecho tal como lo entendemos (al menos en los países no anglosajones), obtendremos un puzzle secular, de países cuyos habitantes, hijos del Sol y siervos del mar, creador de la realidad presente, que tan mal trata a los que pergeñaron el esquema que, en teoría, rige la vida común de todos los países "civilizados".
Del norte llega el monstruo ataviado con el disfraz de justicia que reza: él que la hace la paga. Pero su ser oculta la mayor de las injusticias. La injusticia de la desigualdad creciente entre personas. Ni tan siquiera entre regiones, entre lugares. La desigualdad se alimenta de la caída de muchas personas, para que unas pocas puedan sobrevolar con mayor facilidad las cenizas de la dignidad.
Ya de vuelta, casi en España, considero que nuestro "castigo" no ha nacido fruto del despilfarro, de la corrupción. Nuestro castigo germinó como consecuencia de intentar copiar todo aquello que nos vendían como verdad revelada a conseguir. El progreso consistía en consumir de manera salvaje. Consumir como ciudadanos, consumir como estados, consumir como robots. Sin embargo, nos olvidamos que consumir sólo sirve si se hace para mejorar realmente la calidad de nuestra vida. La calidad de nuestra vida, y la de los nuestros. Lo otro, lo que pretendíamos hacer (y lo siguen pretendiendo los analfabetos que nos gobiernan) sólo es derrochar el tiempo de nuestras vidas. Sólo es dilapidar el sol, la luz, la reunión en la calle. El tiempo para vivir en la plaza, en la terraza de un café.
Atravesada la frontera, ya en España, no encuentro excesiva diferencia entre el alma que subyace en ambos lugares, el que dejo y al que vuelvo. El alma que, en el fondo, anima a las personas que hollamos el suelo de esta península de reinos míticos, de héroes y ciudades heroicas, de religiones diversas, de partidas hacia lugares que aún no existen, de hambre y miseria, de revolucionarios y de crucifijos clavados en el corazón. Y, en ese instante, comprendo que con todas esas muescas se construye nuestro ser individual y colectivo. El ser del sur de Europa. El ser nacido para intentar vivir la vida desde un punto de vista del Renacimiento, con el ser humano como eje de todo. El resto de aderezos son números, metas nunca alcanzables, verdades inciertas para bien de unos posos.
Concluyo pensando que me siento orgulloso de ser parte de este Sur de luz y viñas. De este Sur de historia y aceite. De este Sur creador de armazones sociales y de pan.
Un saludo.
Como el lector habrá adivinado, este apartado, el de la vida oficial, dista mucho del de la vida real, o la parte que viví de la misma. La amabilidad, y no me refiero sólo a la de los empleados de lo diferentes servicios usados por nosotros, de las personas, inmensamente pacientes, a pesar de nuestro escaso, escasísimo, dominio del idioma, marcaron los tres días de nuestra estancia. Y a uno le vino a la memoria la fama que tenemos nosotros, los de aquí, los de España, a ese respecto, muy parecida. Y a uno la mente le hizo acordarse de la vitalidad, las ganas de vivir, de los primos del sur italianos. Y uno acarició la idea de que una parte significativa de los ciudadanos del "pobre" sur de Europa se caracterizan por las ganas de juntarse para saborear el momento; unirse para sentir la luz y el calor del astro rey, tan escasos en otros lares. Uno no puede evitar recordar esas misma necesidad en los habitantes de Marruecos. La voluntad de afianzar la vida, la vida social, en la calle, en la plaza, en la terraza de un bar.
En cierto momento, conduciendo por carreteras secundarias lusas, me pregunto en qué consiste el progreso y cómo se mide ese nivel de progreso en una sociedad. Aunque no obtengo una respuesta a mi duda, reconozco que la palabra progreso se aleja bastante de lo que en los últimos años hemos considerado una verdad absoluta. Sin embargo, intuyo que progreso debería relacionarse con una calidad de vida mínima, y alta, para todas las personas. Calidad de vida que consiste en tener acceso a la comida, a una sanidad de calidad, a una educación despojada de buena parte de la estupidez capitalista, a unos servicios sociales que permitan a los más desfavorecidos acceder a las tres cuestiones anteriores y tener tiempo para disfrutar del tiempo que pasaremos sobre este planeta. El resto: la tecnología masiva, los medios de transporte supermodernos, el triunfo económico y social, el trabajo como forma de vida, resultan innecesarios, vacuos y, si se me permite, perniciosos.
En el corazón de la antigua Lusitania contemplo una historia de reyes enterrados en fastuosas criptas, que contribuyeron, junto con Castilla, a crear el mundo que hoy conocemos. Los viajes por mares ignotos, los nuevos descubrimientos, el comercio masivo por todo, casi todo, el orbe. Las monedas que arrancadas de las entrañas americanas por esclavos, o semiesclavos, circunvalan el mundo. De Sevilla a Filipinas. De Brasil a Portugal. De Bolivia a los Países Bajos. Todo el imperio del capitalismo que conocemos nació en esta reseca península, de lenguas varias y conflictos permanentes entre sus habitantes. Si a ésto unimos la democracia y el derecho tal como lo entendemos (al menos en los países no anglosajones), obtendremos un puzzle secular, de países cuyos habitantes, hijos del Sol y siervos del mar, creador de la realidad presente, que tan mal trata a los que pergeñaron el esquema que, en teoría, rige la vida común de todos los países "civilizados".
Del norte llega el monstruo ataviado con el disfraz de justicia que reza: él que la hace la paga. Pero su ser oculta la mayor de las injusticias. La injusticia de la desigualdad creciente entre personas. Ni tan siquiera entre regiones, entre lugares. La desigualdad se alimenta de la caída de muchas personas, para que unas pocas puedan sobrevolar con mayor facilidad las cenizas de la dignidad.
Ya de vuelta, casi en España, considero que nuestro "castigo" no ha nacido fruto del despilfarro, de la corrupción. Nuestro castigo germinó como consecuencia de intentar copiar todo aquello que nos vendían como verdad revelada a conseguir. El progreso consistía en consumir de manera salvaje. Consumir como ciudadanos, consumir como estados, consumir como robots. Sin embargo, nos olvidamos que consumir sólo sirve si se hace para mejorar realmente la calidad de nuestra vida. La calidad de nuestra vida, y la de los nuestros. Lo otro, lo que pretendíamos hacer (y lo siguen pretendiendo los analfabetos que nos gobiernan) sólo es derrochar el tiempo de nuestras vidas. Sólo es dilapidar el sol, la luz, la reunión en la calle. El tiempo para vivir en la plaza, en la terraza de un café.
Atravesada la frontera, ya en España, no encuentro excesiva diferencia entre el alma que subyace en ambos lugares, el que dejo y al que vuelvo. El alma que, en el fondo, anima a las personas que hollamos el suelo de esta península de reinos míticos, de héroes y ciudades heroicas, de religiones diversas, de partidas hacia lugares que aún no existen, de hambre y miseria, de revolucionarios y de crucifijos clavados en el corazón. Y, en ese instante, comprendo que con todas esas muescas se construye nuestro ser individual y colectivo. El ser del sur de Europa. El ser nacido para intentar vivir la vida desde un punto de vista del Renacimiento, con el ser humano como eje de todo. El resto de aderezos son números, metas nunca alcanzables, verdades inciertas para bien de unos posos.
Concluyo pensando que me siento orgulloso de ser parte de este Sur de luz y viñas. De este Sur de historia y aceite. De este Sur creador de armazones sociales y de pan.
Un saludo.
2 comentarios:
Qué deleite poder leer este texto que a ratos me recuerda a Unamuno y otras casi a Machado pero que no pierde tu identidad. QUé pena que no te contrate un buen periódico.
Hola, Isa.
Gracias por la crítica tan favorable.
Un besote.
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