viernes, 7 de octubre de 2022

EL MOMENTO ADECUADO

 A pesar de su edad hasta ese momento no había comprendido que en lo relacionado con el amor y con las relaciones asociadas el dolor podía constituir un elemento tan importante y común como el placer o el bienestar que este genera. La convivencia, el final de la misma. La unión, la separación. La compañía, la soledad. El deseo de estar solo, el sentimiento de soledad. El conformismo, el inicio de una nueva búsqueda... El anverso y el reverso.  Disfrutar y sufrir.

Él, Manuel, ahora se encontraba en algún lugar del reverso, ya conocido con anterioridad, pero con unos matices distintos a lo vivido hasta entonces. Con absoluta certeza esta mutación se debía a dos cuestiones: un cansancio indefinible, cimentado en una acumulación, tampoco excesiva, de fracasos y el escepticismo que empezaba a adueñarse de él sobre su propia capacidad para convivir con alguien. Esta forma de afrontar esta etapa lo encaminaba a seguir el sendero de la prudencia, de la frialdad racional antes de tomar decisión alguna sobre hacia dónde encaminarse y, sobre todo, con quién debía rehacer el camino.  Él lo resumía esta forma de vivir esta situación en tres palabras: ¡La puta edad!

Todo ello no le impedía utilizar algunas plataformas de citas, "para no aburrirse... Y si cae algo, pues...", explicaba a algunos de sus conocidos.  De ahí salieron varias citas y alguna aventura de una noche en la cama, que no tuvieron continuidad. Ni él ni su compañera ocasional tenían mayor interés en volver a verse de manera concertada. 

Manuel se dejaba llevar. Los días no resultaban iguales, pero sí faltos del aliento vital, que convierte lo cotidiano en algo excepcional. Cabalgaba sobre las semanas, sobre los meses, con la tranquilidad de quien no espera nada, absolutamente nada, y solo se deja llevar revestido por la certeza inapelable del paso del tiempo. Acompañaba al frío de las noches de enero, al calor de las tardes del estío, el nacimiento de la luz y la vida en primavera y la paulatina claudicación de la luz en otoño, reflejada en los ocres que tintan el suelo de antiguas y efímeras existencias vegetales. 

De vez en cuando escuchaba La canción del daño, de León Benavente, y, aunque trataba de no hacerlo, se sentía identificado con la cruda letra, una historia de mil historias tan certera como lúcida. De manera automática, como si de un resorte que le impelía a salir del abismo se tratara, se proponía hacer mil y una cosas diferentes, que con el paso del tiempo iba olvidando. 

En una de estas fases agudas que le empujaban a cambiar, a abandonar su abandono, conoció a Blanca. Blanca puede describirse como todo aquello que necesitaba Manuel, sin él intuir siquiera que lo necesitase. Tal vez solo buscase, en un primer momento, que todo fluyese sin grandes pretensiones ni expectativas. Lo esencial, lo nuclear, radicaba en que todo parecía avanzar con facilidad. No existían preguntas innecesarias ni respuestas abruptas, solo aquello que los unía. 

Por supuesto, Blanca le resultaba atractiva. Miente quien defiende que el físico no tiene importancia a la hora de iniciar una atracción; la primera impresión, positiva o negativa, entra por los ojos. Después ya cada cual debe jugar sus cartas, pudiendo modificar esa primera impresión. 

Cuando Manuel describió a Blanca a sus amigos, que aún no la conocían, dijo de ella que "era  morena, guapa, bajita y con un buen culo". Por supuesto también habló de su personalidad, pero eso pareció importar menos a sus oyentes y lo que verdaderamente provocó la curiosidad en ellos tenía que ver con aquello que se puede percibir a través de los ojos. Cuando la conocieron no dudaron en felicitar a su amigo porque "parecía muy maja", mensaje que, de manera eufemística, significaba que concordaban con la descripción inicial que su amigo les dio de su nueva pareja, al menos en la parte que a ellos les interesaba. 

La relación volvió a hacer que Manuel volase a ras de suelo, de nuevo. Había olvidado esa sensación. Tal vez porque hubiese desterrando la posibilidad de volver a vivirla en ese caldo espeso formado por la dejadez, que durante los últimos tiempos le había invado. Ahora le importaban poco las horas, los días o las noches, la lluvia o el viento, el Sol o la Luna, los sueños o la realidad, la sed o el hambre, viajar o permanecer en la cama... Porque las horas, los días, las noches, la lluvia, el viento, el Sol, la Luna, los sueños y la realidad solo constituían un escenario en el que vivir junto a Blanca, que daba sentido a todo. La sed era un anhelo de los labios de Blanca o de los fluidos de su vagina y el hambre solo existía cuando no podía poseer su cuerpo en la cama de sus casas o en cualquier otro lugar donde se encontrasen de viaje.

Manuel aún seguía en la fase de enamoramiento, Blanca también, cuando ella, por primera vez, le invitó a compartir unas rayas. Era sábado por la noche, se encontraban en un local de moda para gente que se encontraba en el entorno de los cuarenta y le dijo que fuesen al servicio a "meterse unos tiritos". Él se sintió desubicado. Respondió que había fumando mucha maría y mucho costo, pero que hacía tiempo que lo había dejado, y que "nunca se había metido farlopa, porque se conocía y sabía que iba a acabar enganchado".

 "Mira, yo suelo pillar medio pollo algún sábado, más o menos una vez al mes, lo suelo compartir con una amiga. Nos metemos tres rayas cada una, como te he dicho, igual en un mes o en un mes y medio no vuelvo a probarla. Si tienes cuidado no acabas pillado. Yo llevo así unos cuantos años", explicó mientras le enseñaba con mucho sigilo la bolsa donde se encontraba el medio gramo de cocaína. 

Indeciso, Manuel demoró su respuesta. Por una lado quería compartir la sensación con Blanca, pero, por otra parte, sentía pánico ante la idea de la adicción que generaba esa droga y él sabía que si la probaba le iba a gustar y iba a repetir con demasiada frecuencia. Tras unos segundos, confuso aún, declinó la invitación. 

"No pasa nada. Lo entiendo", contestó ella antes de darle un beso en los labios e irse al servicio. Cuando volvió, varios minutos después, él la observó y no notó nada, tal vez los ojos un poco más abiertos, pero dos minutos después ella cambió. Comenzó a moverse, bailar, acercarse a él de manera sugerente. Fue en ese instante donde Manuel se decidió: "Vamos al servicio, yo también quiero estar como tú" y ambos se encaminaron al servicio de hombres, en el que no había que esperar para entrar. 

La noche discurrió de manera divertida y frenética. Al menos así lo recordaba él, cuando se despertó, ya con el mediodía superado, junto a ella. A su lado Blanca seguía dormida, mientras la miraba embelesado. La amaba. Era feliz. No necesitaba nada más. 

Ambos seguían enamorados algún mes después, pero la rutina diaria de cada uno iba reclamando su lugar en la vida de ambos. La magia comenzaba a desvanecerse, aunque querían, y necesitaban, seguir el uno junto el otro. Sin embargo, no varió la necesidad de seguir saliendo los fines de semana para romper con todo aquello que la semana conllevaba. Pero, como todo aquello que se repite por sistema, este aspecto también terminó por adoptar el color gris de lo predecible y solo algún viaje ocasional conseguía rebajar la tonalidad cenicienta. Esta previsibilidad, con total certeza, influyó en que ambos aumentasen la cantidad de cocaína que adquirían y consumían La euforia que les procuraba cada raya  conseguía que abandonasen todo lo que en su mente les lastraba, abandonándose el uno en el otro y en sí mismo.

Durante más de un año limitaron este estilo de vida a fines de semana, algún viernes, cada vez más, y todos los sábados. Los domingos no solían probar la droga, pero, de vez en cuando, hacían excepciones. 

Llegado ese momento, Manuel sabía que el siguiente paso en esa recorrido que habían emprendido Blanca y él hacía tiempo poseía un nombre: adicción. De nuevo, como cuando ella le ofreció consumir por primera vez, se sentía confundido. De nuevo, analizó los pros y los contras. 

Dos días después había tomado una decisión, que Blanca sabría cuando llegase el momento oportuno.

Esa misma tarde el móvil de Blanca sonó. En la pantalla aparecía una foto de Manuel, mientras sonaba un tema de Vetusta Morla. "¿Qué se le habrá olvidado?", pensó. Cuando pulsó el botón verde sobre la pantalla escuchó una voz femenina: "¡Buenas tardes! Conoce usted a Manuel Sánchez Vela", inquirió la voz. Ella, sorprendida, respondió: "Sí, es mi pareja". "Siento comunicarle que ha fallecido hace unos minutos debido a un accidente de tráfico". No oyó nada más. La luz se desvaneció, el alma, en el que no creía, pareció deslizarse fuera de ella a través de todos y cada uno de los poros. Apenas escuchaba a alguien preguntándole desde el otro lado del teléfono si seguía ahí. Haciendo un esfuerzo hercúleo, como el boxeador que se levanta por enésima vez del suelo del ring para continuar el combate, solo acertó a articular: "¿Dónde está?". La voz femenina le explicó que estaban trasladando el cuerpo al Instituto Anatómico Forense...


Pasaron dos o tres meses desde el fallecimiento de Manuel antes de que ella se atreviese a enfrentarse a los papeles, recuerdos conjuntos y demás objetos de él. No cabe duda de que el hecho de recibir la notificación de la autopsia, donde certificaba que cuando tuvo el accidente no se encontraba bajo el efecto de la cocaína, contribuyó a abordar esta tarea, pospuesta hasta ese momento sine die. El contenido de esa carta había liberado a Blanca de un sentimiento de culpa que la asfixiaba desde el trágico día en que perdió a la persona a la que amaba. Nunca se hubiese perdonado que la causa del fallecimiento, o la posible causa, hubiese estado vinculada al uso de la cocaína, que él no había probado con anterioridad hasta que ella se la había ofrecido aquel sábado. 

Al poco de entrar en la casa encontró un sobre en el que se podía leer: Para mi amada Blanca. Se tomó un tiempo antes de cogerlo y ver su contenido, porque el significado de lo que acababa de ver descartaba todas las certezas que poseía sobre el luctuoso suceso que había acabado con la vida de Manuel. Aunque desconocía el contenido, tenía conciencia plena de lo que implicaba: él sabía que iba a morir. 

Un día antes del accidente había comprando un gramo de cocaína, que no había consumido. Hoy la llevaba en el bolso, "por si acaso", y ante lo que acababa de ocurrir decidió hacer uso de la misma. Se hizo una raya y la esnifó antes de abordar la lectura de la carta dirigida a ella. 

Cinco minutos después, cuando decidió que su ánimo era el adecuado, abrió el sobre y extrajo un único folio de él y leyó en voz baja:

"Querida Blanca, si está leyendo esto lo primero que debo hacer es pedirte disculpas. 

Como ya intuirás mi muerte no se debe a un mero accidente. En realidad, se trata de un suicidio. De nuevo te pido disculpas. 

Sé que, seguramente, no vas a entenderme ni a perdonarme, pero, al menos, me gustaría explicarte lo que me ha llevado a tomar esta decisión. Espero que lo leas hasta el final, aunque después acabes odiándome.

Unos días antes del accidente me di cuenta de que íbamos camino de convertirnos en unos adictos a la coca y pensé en las opciones que se presentaban ante esta realidad. Las dos opciones, obvias, eran dejar de consumir o seguir hasta el final. 

La primera opción nos privaría de esos momentos, los mejores de nuestra relación desde hacía unos meses, y, muy probablemente, acabaría separándonos, pues el día a día no nos gustaba a ninguno de los dos y necesitábamos ese escape, controlado, para salir de la realidad que nos envolvía. Sabes, no quería volver a pasar por el dolor que implica una ruptura, el sentimiento de soledad, la nada. 

Seguir consumiendo nos llevaría a no ser nosotros nunca más y yo estoy enamorado de ti, y no creo que lo estuviese de una persona adicta, que solo viviese para meterse rayas. Una persona que no es la que yo conocí y a la que, hasta la fecha de mi muerte, seguía amando.

Ante esta disyuntiva, el dolor o la adicción, y lo que ello conllevaba, solo parecía existir una salida, dejar todo tal como estaba en este momento y lo que he hecho me ha parecido la única forma de mantener todo suspendido en el tiempo, aunque sea a través de tu recuerdo. De nuevo te pido disculpas, pero creo que es lo mejor para ambos. Tú, con el tiempo, podrás rehacer tu vida. Yo no sufriré ni dependeré de ninguna sustancia para ser feliz.

Te amó."

Mientras arrojaba lo que quedaba de la cocaína a la taza del váter, mascullaba entre dientes: "Podías habérmelo dicho, en vez de suicidarte, ¡hijo de puta!"  Y en ese momento lloró, porque recordó que en las fechas anteriores a su suicidio ella también había pensado lo mismo que él la había contado por escrito y tampoco se lo dijo. Simplemente lo pospuso hasta que llegase el momento adecuado.

lunes, 3 de octubre de 2022

EN REALIDAD

 El mar se encontraba a unos metros. La Luna Llena, mucho más distante, formaba una línea que iba ganando en grosor a medida que se acercaba a la orilla, atravesando el agua desde el horizonte hasta los espuma que se formaba en el borde de la arena. Esta distribución de la luz no podía evitar recordar a los cuadros tenebristas, dotando al conjunto de la misma potencia que alguna de las  obras del genial Caravaggio.

Lo que no se podía ver, se podía sentir, o no sentir, como el aire que se encontraba detenido.  Esta quietud pudiera hacer pensar que esa ausencia de viento se pudiese deber que ese aire quería participar en la escena  como un mero espectador o, tal vez, en realidad estaba descansando del inmenso trabajo que había supuesto mantener a flote el Terral, que había elevado las temperaturas sobremanera, en los tres últimos días y que, por fin, había amainado. La escena en su conjunto parecía sostenerse en un delicado equilibrio que invitaba a sumergirse en él sin preámbulo alguno.  

En realidad, invitaba a que ambos se abrazasen y se besasen, formando parte de ese magno decorado...

Así comenzaba la novela que lo había afianzado entre los escritores más conocidos, y vendidos, del país, y de algún otro de habla hispana. 

El argumento, en el fondo, no aportaba ninguna novedad a la Literatura. Un hombre de unos cuarenta años se traslada a una población nueva, bastante lejana de aquella en la que residía, para comenzar, en muchos aspectos, de nuevo. En ese lugar costero conocía a varias personas, solía veranear allí, y quiere profundizar en una relación con una mujer por la que siente una cierta atracción, tanto física como intelectual. 

El inicio de la novela narra el momento en que vuelven a revivir una situación que hacía unos cuantos años había tenido lugar entre ellos. En las siguientes páginas se describe como esa relación se va afianzando, y ambos parecen haber encontrado lo que llevaban tiempo buscando (tal vez, únicamente, no sentirse solos).

Hasta aquí nada haría presagiar el éxito que tendría Luis Orellana, que así firmaba su autor, con su opera prima. Sin embargo, en este momento se encontraba rodeado de una serie de personalidades de la cultura y de la vida social, que le iban acompañar en la entrega de uno de los más prestigiosos premios literarios, al menos por la cuantía del mismo. Galardón que reconocía el más de medio millón de ejemplares vendidos de Lejos de la hipocresía, el título del libro, que unía en ese momento a toda esa gente tan dispar en aquel lugar. 

En el amplio salón, junto al premiado, se encontraban personalidades de la cultura patria; prohombres de los medios de comunicación, entre ellos tertulianos de diverso pelaje y la misma condición; representantes de la Política de diversos partidos, todos con la mejor sonrisa y con necesidad de aparecer en la foto junto al homenajeado; algunos actores asociados a una forma de pensamiento en boga en ese momento; unos cuantos cantantes de la misma cuerda ideológica, así como ciertos representantes de colectivos varios, entre ellos un muy destacado y conocido miembro de una asociación gitana, que se encontraba allí porque la novela, en un giro inesperado, se inmiscuye en el mundo calé y en sus costumbres. Aunque sería más preciso apuntar que refleja las costumbres de ese colectivo, y de toda la sociedad española, a finales de los años noventa. 

Tras ese reencuentro descrito al inicio, que sirve de base para crear una relación entre ambos protagonistas, el hilo argumental vira de manera brusca cuando el protagonista, Pablo, conoce a una adolescente de etnia gitana de 15 años y se enamora como solo se puede hacer cuando se arroja al infierno el miedo a equivocarse. 

Pablo conoce a Saray, la adolescente, casi mujer, que le incendia cada una de sus células, en clase. Es su alumna. Él ejerce de profesor de Lengua y Literatura en un instituto y ella es la única alumna de etnia gitana que acude regularmente al centro educativo, el resto apenas hacen acto de presencia, estando muchas de ellas ya casadas y, en algún caso, siendo ya madres a temprana edad. En realidad, Saray es el único miembro de ese colectivo que acude con regularidad a clase. Por suerte para Pablo, que cuenta cada uno de los segundos que restan hasta la próxima que coincidan en el aula. 

No resulta difícil encontrar el paralelismo entre el planteamiento de Luis Orellana y el clásico de Nabokov Lolita. Al menos en un principio porque la historia se iba adentrando en recovecos trágicos, pero nada que ver con la obra del ruso, nacionalizado estadounidense. El best seller del español incidía, además de en la diferencia de edad de los amantes, que generaba un rechazo en la sociedad de la época, en la relación entre personas de diferente etnia y el rechazo que este aspecto creaba tanto en la comunidad gitana, como en la paya, por diferentes motivos. Para algunos por puro racismo;  para otros, los más progresistas, por un extraño concepto de contaminación cultural. 

Las críticas que recibieron los dos enamorados, desde diversos estamentos sociales, les llevó a huir lejos del lugar donde se conocieron, diluyéndose en las sombras del anonimato en una gran ciudad. Allí, lejos de las miradas de unos y otros, refugiados en el olvido de lo que una vez fue actual, para pasar a ser una cuestión privada e íntima, lejos del juicio histriónico de los puristas morales, gestaron la hercúlea epopeya de tener una vida en común. El relato concluye así, con los dos protagonistas juntos, sumergidos en la cotidianeidad, lejos de todos aquellos que intentaron modificar lo que ambos sentían en nombre de no sé sabe que leyes no escritas en lado alguno. El triunfo de la constancia, del amor, de lo íntimo,  sobre aquella gente que mira hacia afuera, hacia los demás, para buscar dar sentido a su vida, en  nombre de unas creencias o unas normas.

La novela y su argumento daba vida a un amplio corrillo en el gran salón donde, unos minutos después se entregaría al autor el premio creado y financiado por un grupo de comunicación. El escritor como eje vertebrador del grupo, daba coherencia y consistencia a esa variopinta amalgama de personajes, acostumbrados a participar en este tipo de eventos, formando parte del paisaje en los distintos premios, presentaciones y actos varios relacionados con la Cultura o, al menos, la Cultura oficial.

En ese preciso instante, un conocido tertuliano radiofónico, con un estudiado gesto teatral y una de sus peculiares chaquetas, que constituían su seña de identidad, defendía la imposibilidad de que un hecho así ocurriera en nuestros días. "Por suerte, este país ha avanzado en ese aspecto muchísimo, y nadie juzgaría un amor intergeneracional entre razas. La transversalidad del pensamiento resulta evidente". Aseveración que provocó el asentimiento de los miembros de esa improvisada tertulia.

Acto seguido tomó la palabra el miembro de la asociación gitana que no dudó en hablar, de igual modo, de la evolución que la etnia a la que pertenecía había vivido en las últimas décadas, "A pesar de toda la incomprensión de la sociedad y de todas las trabas que nos hemos encontrado, hemos luchado para abrirnos a las nuevas formas de pensamiento, sin olvidar el legado de nuestros ancestros". Discurso que fue refrendado por parte de las personas que conformaban la audiencia con movimientos de cabeza afirmativos o breves frases hechas.

Un tercer integrante de esa improvisada tertulia, un conocido periodista que había hecho de los derechos de las minorías su bandera, se centró más en el autor y en sus circunstancias. Alabando el hecho de que una persona, dedicada profesionalmente a la hostelería, fuese capaz de realizar una obra literaria de tanta calidad. También recalcó lo inusual, y estimulante, que le resultaba que una persona con una edad que se acercaba más a los cincuenta que a los cuarenta, se hubiese decidido a dar rienda suelta a su anhelo, escribir una novela, dedicando parte de su tiempo libre y su energía a ello.

El aludido se limitó a dar las gracias, acompañando con las palabras con una mínima sonrisa, casi circunstancial, en su rostro.

Un cuarto integrante de aquel animado círculo retornó al tema sobre el que pivotaba el relato premiado. Contrariamente a lo que los anteriores intervinientes habían defendido, él dudaba de la aceptación hoy en día, al menos por una parte significativa de la sociedad, de una experiencia como aquella.

Unos y otros no tardaron en rebatir este argumento, con mayor o menor firmeza, en función del estatus que cada cual tenía en el grupo. Lo curioso es que, en algún caso, los discursos  defendían causas tan dispares, para oponerse a que esa situación se repitiese en nuestra época,  que a alguien no introducido en ese maraña de personajes, tan dispares entre sí, al menos en lo formal, podría parecerle que los unos se rebatían a los otros, en vez de defender la imposibilidad de discriminar a alguien por un acto de amor entre personas de diferente edad y raza.

El laureado escritor  no parecía prestar mucha a la discusión del grupo. Miraba, una y otra vez, hacia el lugar donde se encontraba la entrada, con gesto preocupado. La insistencia de gesto acabó siendo observada por todos los participantes en el animo grupo, provocando un silencio incómodo. Parecía que al novelista no le importasen los argumentos de aquellos conocidos, y según ellos, distinguidos contertulios. Ante este silencio espeso Orellana se disculpó, explicando que su intranquilidad se debía a que estaba esperando que su mujer llegase. Tenían dos hijos de corta edad y precisaban que una persona adulta estuviese con ellos en todo momento. Habían contratado una canguro, conocida por ellos, pero una pequeña avería en su automóvil, un pinchazo, había impedido que llegase a la hora. Él, protagonista del evento, dejó a su mujer en casa, a la espera de que apareciese la cuidadora de sus pequeños, para, cuando ya todo estuviese arreglado, incorporarse ella al acto. 

El, hasta hace un momento, silente grupo aceptó unánimemente la explicación, retornando a su animada conversación. 

Quedaban cinco minutos para el inicio del acto, cuando hizo acto de presencia en el recinto una joven mujer,  rondaba los veinte años, morena, de una gran belleza, que atrajo la mirada de muchos de los que allí se encontraban. Luis se dirigió hacia ella, alzando la mano derecha para llamar su atención mientras se acercaba a la recién llegada. Ella le reconoció de inmediato, como anunciaba su amplia sonrisa. 

Tras unas palabras, Orellana acompañó al grupo a la recién aparecida. La reacción en el corrillo varió entre quien esbozó una sonrisa bobalicona ante la mujer y aquellos, dos o tres, que no supieron que decir. Alguien se aventuró a romper el hielo, comentando que desconocía que Luis tuviese una hija tan mayor y, por cierto, tan guapa. La ocurrencia provocó una ligera carcajada en algunos de los que escuchaban. 

"No, no es mi hija. Ella es Saray, mi mujer", comunicó con total naturalidad él.

"Hola, tío. Hace cuatro años que no sé nada de ti, desde que me vine con mi marido a Madrid. Mi número de teléfono sigue siendo el mismo", dijo la recién llegada al representante de la asociación gitana, cuyo rostro había mudado desde el momento en que vio como el escritor se dirigía a la que enseguida reconoció como su sobrina. 

A continuación, como si todo estuviese previamente ensayado, tomó la palabra el escritor para aclarar algunos aspectos: "Mi nombre real es Pablo Martín, Luis Orellana es un pseudónimo, y hasta hace cuatro años era profesor de Literatura de Educación Secundaria. Posiblemente eso explique por qué alguien que se dedica a la hostelería ha sido capaz de escribir un libro".

La sorpresa en las personas que escuchaban a la persona ahora llamada Pablo iba en aumento, lo que se reflejaba en la expresión de sus rostros y en su silencio. 

"A Saray y a mí nos conocen todos ustedes. O eso creen. Unos cuantos de ustedes dedicaron, hace unos cuatro años, parte de su tiempo a calificar en tertulias televisivas y radiofónicas, así como en alguna columna de periódico, nuestros sentimientos. Como recordarán, todos ustedes no tuvieron ningún pudor en descalificar nuestra relación sin conocernos y, lo más importante, sin tener intención alguna de hacerlo".

Saray cogió la palabra para corregir a su marido. "En realidad, alguien si nos conocía, al menos a mí, mi tío. Pero tampoco se tomó la molestia de hablar conmigo para interesarse por conocer lo que yo sentía o pensaba. Solo importaba algo que nos representaba a todos los gitanos... Menos a mí". 

El escritor retomó la palabra: "Tuvimos que alejarnos de nuestro lugar de residencia, de los nuestros, sobre todo Saray, para poder amarnos lejos de la mirada inquisitorial de quienes nos despreciaban por no amoldarnos a sus cánones. No, una historia, casi un relato autobiográfico, como el que desarrollo en el libro puede producirse hoy en día, aquí y en cualquier otro lugar". Dicho lo cual siguió las órdenes que le daba el conductor del acto, subiendo las escaleras y sentándose tras una mesa en la que había varios ejemplares de su libro. 

Tras la introducción del presentador del acto y la entrega del premio, el escritor se dirigió a la audiencia, señalando a su mujer antes de decir: "En realidad, los protagonistas de esta novela somos esa mujer y yo, pero también el amo y la falsa moral que siempre ha existido y siempre existirá. O, tal vez, en realidad, el protagonista de la novela sea el afán de dos personas por continuar, pese a todas las trabas, es el afán de creer en lo que sienten y en el otro, junto con el derecho de acertar o equivocarse por uno mismo. En definitiva, esta obra solo intenta ser un alegato a favor de que cual escriba su propia novela. Gracias."