viernes, 2 de diciembre de 2016

NOMBRES

- Abuelo, estamos estudiando la guerra civil que hubo en este país hace cincuenta años. Me gustaría que me contases algo sobre ella. Tengo que hacer un trabajo y mis padres me han dicho que tú luchaste en ella - pidió el adolescente, alto y desgarbado, a su familiar.
- Ocurrió hace mucho tiempo y no me acuerdo muy bien - objetó el anciano, mirando hacia el infinito.
- ¡Abuelo! Me has contado aventuras de cuando estudiabas con los frailes y de cuando rondabas a las que tú llamas mozas y ¿no te vas a acordar de algo que sucedió unos años después? - reprobó el joven.
- En realidad, no hay mucho que contar - repuso el interpelado, con un sutil gesto de desagrado. - Se trataba de sobrevivir cada día. Nada más.
- Pero mis padres me han dicho que te alistaste voluntario, porque creías en lo que defendía tu bando, que fue el ganador-  insistió el curioso nieto. - Cuéntame cosas sobre batallas, hechos heroicos, espías y cosas de ese estilo.
- ¡Ja, ja, ja! - rió el anciano-. Tu visión de la guerra resulta romántica e irreal. La guerra tiene poco de heroico; mucho de miedo, incertidumbre, soledad y miseria.
- ¡Pero, ganasteis! A vosotros os fue mejor. Pudisteis hacer lo que queríais - alegó el chaval, con convencimiento en lo que decía.
- Ganamos, sí. Pero la realidad que vino después, distó bastante de los ideales que me llevaron a enrolarme en lo que acabó convirtiéndose en una carnicería - respondió con aplomo el hombre de mayor edad. - Creo que puedes contar eso, Gabriel: la guerra fue una carnicería.
- ¡Abuelo! No puedo escribir eso. Mi profesor espera algo distinto. Algo que no venga en los libros - aclaró el joven.
- Pues es la verdad. Si hicieses eso, describirías la guerra con pelos y señales - apostilló el hombre con seguridad.
- Seguro que me puedes contar alguna historia tuya o de algún compañero que me serviría para mi trabajo de Historia - insistió el chico, que necesitaba un relato con urgencia.
- Te voy a contar algo real, que ilustra en que consiste la guerra y como cambia la vida de las personas; incluso de las que aún no han nacido - terció el abuelo de Gabriel.
- ¡Ya estás tardando! - contestó el aludido.
- Con una condición - puntualizó el anciano.- No debes escribir nombres. Bastará con contar los hechos.
- No hay problema, abuelo - aseguró el estudiante. - Si la historia es buena no harán falta nombres, ni otro tipo de datos.
- Pues, entonces, vamos a ello - argumentó a modo de introducción el viejo que, desde ese momento, pareció perder parte de su edad. - Hace unos cincuenta años, un joven de familia acomodada y una chica, de edad similar, proveniente de un entorno obrero, donde el dinero no sobraba, más bien al contrario, se conocieron y se enamoraron. Hasta aquí nada nuevo. Ni tan siquiera la familia de él, ni la de ella, se opusieron a que dicha relación siguiese su curso normal. Parecía importarles más la felicidad de sus hijos que las convenciones sociales. El asunto no parecía dar más de sí. No podría haberse escrito con la historia ni un sucedáneo actual de Romeo y Julieta... De no ser por la ideología de ambas familias.
Como ya habrás adivinado, todo esto sucedió de manera previa a la guerra civil, que estalló quince meses después del inicio del noviazgo. El ambiente, al menos en algunos sectores de la sociedad, resultaba bastante sectario, al menos en cuanto a ideas políticas. "Los nuestros y el enemigo", que no el adversario, podría haber servido de lema para unos y otros. Buenos y malos, rojos y azules, revolucionarios y facciosos, amigos y enemigos, constituían el vocabulario más común en ambos bandos. Y fue en este laberinto ideológico donde el idilio, porque esa es la palabra que mejor define lo que había entre ambos, naufragó. Soplaban vientos de guerra, que acabaron convirtiéndose en un huracán, y cada familia se posicionó en un extremo de la tormenta, arrastrando a todos los miembros con ellos. La familia de ella, de manera lógica, se definió con los que apostaban por las clases más bajas, y la de él, siguiendo la tradición, engrosó las filas de los que defendían sus privilegios. Hasta que el conflicto apareció nada pareció perturbar lo que existía entre ambos, aunque, visto en perspectiva, las semanas previas al inicio de la contienda su relación sufrió un vaivén que iba desde la desesperanza por lo que parecía avecinarse, hasta el disfrute hasta del último segundo de manera obsesiva. En el fondo, el columpio sobre el que se construyeron esas semanas se llamaba guerra y bandos opuestos.
Cuando saltó por los aires, de manera definitiva, la precaria convivencia del país, él se alistó, de manera voluntaria, en las filas conservadoras. Para ello hubo de recorrer centenares de kilómetros y sortear las líneas enemigas, que le tenían atrapado en el bando equivocado.
Aunque declarara de manera pública que se había movilizado por la causa golpista, en el fondo deseaba que todo acabase lo más pronto posible, para poder crear una familia junto con su amada, en el mundo de orden y respeto por el que en ese momento luchaba.
La guerra, como bien sabes, Gabriel, duró bastante tiempo y los separó. Ni tan siquiera tuvieron contacto epistolar. Ambos habían abandonado sus hogares. Ella siguiendo a su familia, peregrinó por medio país, siempre huyendo del ejército de él. Huyendo de las tropas conservadoras triunfantes. Él, en el otro bando, de un lugar a otro, con el mosquetón y los galones prestos a la lucha.
Al fin todo concluyó. Él ganó. Ella perdió. Él volvió con su familia a su hogar. Ella, y su familia, no. Él creyó enloquecer. Había luchado años para construir un mundo para ellos dos y ahora sólo estaba él. Buscó. Buscó entre los papeles nombres de muertos, de represaliados, de emigrados y, por fin, apareció. Su nombre apareció entre los ocupantes de uno de los últimos barcos que transportó a personas que huían ante la inminencia de la derrota absoluta del bando perdedor. Alĺí, junto a otros miembros de su familia, se encontraba su nombre: Gabriela López de la Fuente.
Siguió indagando, pero el destino final de ella acabó convirtiéndose en un laberinto sin salida. Recaló en varios puertos y en ninguno de ellos existía información sobre ella.
Él sufrió. Sintió la muerte que no había tenido en el frente durante bastante tiempo. El tiempo pasó y, aún convaleciente, conoció a una mujer, por la que no llegó a sentir algo tan intenso y especial como lo que sintió hace unos años, pero con la que se encontraba a gusto y acabó casándose con ella. Formó una familia, como se esperaba de ambos. Compartieron vida, hijos, nietos hasta que falleció ella, pero, en algún lugar de él, siempre había un hueco para Gabriela. Siempre pensó que, de no haber irrumpido la guerra en sus vidas, habría tenido otros hijos y otros nietos con ella. Ni mejores ni peores, simplemente otros. Pero la realidad dice que tuvo hijos con otra mujer, que los tuvo con tu abuela, Gabriel. La realidad dice que la guerra cambió mi vida, lo cambió todo y, en cierta forma, te creó a ti.

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