lunes, 18 de diciembre de 2017

LA DUDA

Tras tres días, en los que todo giró en torno al hospital, por fin había podido dormir en su casa. Sus hijos habían llegado y, a pesar de su insistencia, se impuso, los recién llegados impusieron, un sistema de turnos para no dejar sola a su  madre en el centro hospitalario en el que estaba ingresada. 
Había protestado, e intentado negarse, pero era consciente de su gran cansancio y de la necesidad que tenía de pasar unas horas en su casa, en su cama, alejado de la habitación donde yacía su esposa, desconectado, en la medida de lo posible, de aquel entorno.
Cuando la melodía de su teléfono móvil sonó se temió lo peor. Y acertó. Su hijo mayor, Santiago, le comunicó, de manera escueta, casi indolora, que su mujer, "mamá", acababa de fallecer. A continuación dijo algo más, pero el golpe que sintió le dejó noqueado durante un rato y no fue capaz de escuchar más que una retahíla de sonidos sin significado alguno.
Vacío, sólo había vacío en su interior. Ni dolor ni tristeza ni desesperación, sólo vacío, recubierto de una especie de película ambarina, que actuaba como un sello estanco sobre lo que ocurría en el mundo circundante.
Se vistió. Salió de su casa. Cerró la puerta con llave. Descendió las escaleras. Salió a la calle. Se dirigió hacia el lugar donde se encontraba aparcado su automóvil. Montó en su coche. Arrancó el vehículo. Comenzó a conducir.
Sentía que todo formaba parte de una película, en la que el protagonista tenía su mismo cuerpo y hacía las mismas cosas que él, pero, en realidad, él se encontraba a una gran distancia, dentro de un vacío infinito, encerrado en una sustancia viscosa y amarillenta, que preservaba ese vacío de otros sentimientos, que habrían de llegar.
Detenido, esperando que un semáforo le permitiese seguir su camino, pensó en ella. Ella, su esposa durante cuarenta y dos años. La madre de sus tres hijos. La primera persona que vio durante buena parte de su vida cuando se despertaba. La mujer de la que se enamoró. Ella, que se había ido para siempre. Y fue en ese momento cuando, por primera vez, sus ojos se llenaron de lágrimas, que apenas le dejaron ver que el disco inferior verde se había iluminado, indicando que debía seguir su marcha. Cuando cesó el llanto silencioso no pudo evitar sentirse culpable, no había estado en el último momento, para despedirse de ella. Consideraba que la había fallado. Durante unos minutos el sentimiento de culpabilidad pudo más que la pena o el dolor. "¿Por qué se había a casa a descansar? ¿Por qué había hecho caso a sus hijos? ¿Por qué...?" Porque las cosas ocurren así; sin más. Fue la respuesta definitiva que acalló tanta duda y le hizo pasar esa página.
La siguiente página se abrió de manera inmediata, ante otro semáforo en rojo. Recordó cuando Paula le comunicó que iba a ser padre... por primera vez. Ambos llevaban casi un año persiguiéndolo y, por fin, lo habían conseguido. Se abrazaron y a él, como hace un momento, los ojos se le humedecieron. Santiago estaba en camino.
Cuando, meses después, acomodó, por primera vez, entre sus brazos el minúsculo cuerpo de Santiago sintió como le  inundaba una sensación desconocida hasta ese momento y que no dudó en identificar, tiempo después, con la felicidad. Recordaba la sala donde su hijo se encontraba él sólo, tras la cesárea a la que fue sometida ella. Lloraba, iluminado por una luz amarilla, con un pañal como toda ropa. Pero el llanto cesó, de manera sorprendente, cuando él, mientras franqueaba la puerta, llamaba a ese niño por su nombre. Lo recordaba como si lo viviese ahora mismo. Pero... Santiago seguía allí, esperándole en ese mismo hospital donde había nacido, para acompañarle a ver a su madre, su esposa, a Paula, que ya no estaba.
Y, de nuevo, vacío. Sólo vació de ámbar.
No sabía si quería llegar al hospital o seguir conduciendo sin fin envuelto en esa situación ingrávida, en la que volvieron a florecer recuerdos. El nacimiento de su segundo hijo, Andrés, el de Paula, la tercera y última. La compra de una nueva casa, su actual hogar, para que los cinco pudiesen tener su propio espacio. Su trabajo, ese trabajo que odiaba; que deseaba dejar por encima de todas las cosas, pero que ella le impedía abandonar: "porque les aportaba la seguridad económica que necesitaban".
Resultaba una paradoja que, recién jubilado, ella hubiese partido para siempre. Siempre soñó que, llegado este momento, ellos harían todo aquello que habían deseado durante años, pero...
Odió durante décadas aquel despacho,a aquel jefe, a muchos de sus compañeros, aquella mentira que le ocupaba una infinidad de horas al día y que les permitía llevar buen nivel una vida, envidiable para muchos, pero que a él le impedía ver crecer a sus hijos. Odiaba las formalidades y la hipocresía, que ocultaba, bajo maneras impecables, la avaricia desmedida y el único objetivo de todo aquel entramado: la cuenta de resultados.
Cuando, tras el nacimiento de Andrés, él le explicó a Paula su intención de crear su propio negocio, llevaba un par de años dando vueltas al asunto. Había hecho cálculos, que incluían desde estudios de mercado, hasta la inversión inicial necesaria para arranca el proyecto, incluyendo otras cuestiones como el período de amortización de la inversión... Esos cálculos, revisados una y otra vez, indicaban que su ilusión era viable y que, a priori, su nueva ocupación le permitiría participar más en la vida diaria de su familia, cosa que ansiaba desde el nacimiento de su primer hijo. Pero ella consideró que una aventura no era lo mejor en ese momento. La firmeza de Paula fue tal, que él no consideró necesario exponer los datos que contradecían la convicción de su mujer. Calló y aceptó la postura de su mujer.
Nunca más volvió a hablar con ella de este tema.
Se encontró a sí mismo, de nuevo, esperando que otro semáforo cambiase de color. Cuando desapareció el color rojo del círculo superior su pensamiento se encontraba muy lejos en el tiempo; en esas vacaciones en familia, con los hijos pequeños y los padres de ella. El ruido continuo en la casa de los niños corriendo, gritando, pegándose en ocasiones, que en ocasiones impedía cumplir con el sagrado menester de la siesta. Las mismas conversaciones de sobremesa con su suegro. La misma casa, en el mismo lugar un año tras otros. La rutina estival durante quince días. Él también quiso hablar con ella de eso. Pero Paula "necesitaba pasar un tiempo con sus padres". Aquí acababa siempre el diálogo. Él jamás se atrevía a replicar que necesitaba conocer sitios nuevos, que sentía el deseo de hablar con personas desconocidas, de no ir siempre a los mismos chiringuitos del mismo paseo marítimo y que necesitaba estar a solas con su familia, para disfrutar de ella desde el primer minuto del día, hasta el último; cosa que su trabajo le impedía hacer el resto del año.
En realidad, hacía unos cuantos años que no iban de vacaciones con sus suegros, ellos ya no podían permitirse realizar viajes largos, aunque seguían alquilando un apartamento en aquella localidad, que tanto le gustaba a Paula, y allí pasaban "sus días de playa" todos los años; aunque ya sin sus hijos. Aún en esa circunstancia, no volvió a plantear su deseo de cambiar, de conocer nuevos lugares.
Debían quedar unos cinco minutos para llegar al hospital. De nuevo vacío. Por un momento pensó que esa sensación consistía en una preparación, en un ahorro de energía ante lo que se aproximaba. Desconocía lo que se iba a encontrar cuando llegase. Desconocía cuál sería su reacción cuando se encontrase con sus hijos. Con esos hijos con los que siempre quiso salir a andar en bici o a andar por el campo los domingos por la mañana, pero con los que casi lo hizo. Ése día era el único de la semana en el que el despertador no rasgaba su habitación a las seis y cuarto de la mañana. A fuer de ser sinceros los sábados lo hacía una hora más tarde. Él siempre quiso aprovechar ese día festivo para relacionarse de otra forma con sus hijos, pero la necesidad de descansar y la costumbre de quedar con los suegros para tomar el vermú y luego comer en su casa, convertían en inviable su anhelo. Durante una temporada se recriminó no despertarse antes e irse con sus hijos a andar en bici o a darse un garbeo no muy grande por el campo. Pero pronto comprendió que no daba más de sí y que la solución consistía en cambiar en los hábitos familiares, al menos uno o dos días al mes.
Aprovechó las vacaciones de verano para contar a Paula sus planes. Esta vez expuso todo lo que pensó, pero, otra vez, se chocó con la respuesta de ella: "Sus padres necesitaban estar con los nietos y Santiago, Andrés y Paula eran los únicos nietos que vivían cerca de ellos. Además, los nietos también necesitaban pasar tiempo con sus abuelos. Ella no había conocido a los suyos y sentía que le faltaba algo. No quería que a sus hijos les pasase lo mismo".
Él volvió a callar.
Sintió la sirena de una ambulancia acercándose. Miró a través del espejo retrovisor y vio como se acercaba hacia él a gran velocidad. Orilló su vehículo un poco y lo detuvo. Mientras la ambulancia pasaba veloz a su lado,  pensó que su vida junto a Paula no se asemejaba en casi nada a lo que habían planificado cuando su noviazgo ya iba camino de convertirse en matrimonio. Ni tan siquiera podía afirmar que había sido feliz a ratos. Sintió una nueva sensación en su interior, que le ahogaba. En ese instante surgió con fuerza una certeza: su vida continuaba, sin ella. En ese mismo momento surgió una duda: ¿sería capaz de vivir sin que alguien le dijese/impusiese lo que tenía que hacer?

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