martes, 28 de agosto de 2018

RETORNO A LEGIO VII

Había que zanjar una deuda y, a la vez, aprovechar un despertar al conocimiento. Una visita corta, con objetivos claros y cierto ánimo didáctico. 
Increíble encontrar aparcamiento gratis a tres minutos andando de la Pulchra Leonina, esa joya liberada de todo ornato innecesario y levantada sobre los conocimientos aún no escritos de la experiencia. 
Puede que haya transcurrido mucho tiempo, pero encontré la catedral más pequeña, más acogedora, a pesar de su altura. Recuerdo la primera vez que la visité, creo recordar que un domingo, cuando aún no costaba dinero conocer nuestro patrimonio. Una mañana soleada, en la que las vidrieras tamizaban la luz para conformar un ambiente de recogimiento, ayudado por un órgano y unas voces que cantaban algo que no fui capaz de identificar. Soy ateo, pero pensé que aquello era lo más parecido a encontrarse frente a Dios, frente a cualquier dios.
Sin embargo, como ya he dicho, en esta ocasión me pareció una construcción humana, de una belleza que ensalza la capacidad del hombre para crear piezas sublimes, casi atemporales. Como toda construcción ha sufrido reformas, chapuzas y auténticas genialidades, poco conocidas, que han conseguido que siga ahí, transmitiendo diferentes visiones de la vida, diferentes épocas en las que las ganas de vivir se anticipaban a la represión, el sufrimiento y la muerte. Tal vez el trascoro represente todo lo que somos: fe, renacimiento (con minúscula y con mayúscula) y Trento (los radicales aferrados al poder)
No, no es necesario saber sobre religiones para comprender ese arte. Es imprescindible conocer la Historia para entender que los burgos renacen en la Baja Edad Media, ganando poder económico y político, que les capacitan para poder pagar el nuevo arte nacido en Francia. El nuevo arte liviano, que abandona el arco de medio punto y la bóveda de cañón para preñar los edificios de luz, acercándolos a ese cielo que todos persiguen como culmen de una vida terrenal.
Una vez más pedí, en este caso a mi joven acompañante, que se pusiese en el lugar de un campesino del siglo XIV o XV, que venía por primera vez a la ciudad, lo que debía sentir al entrar allí. Tuve que recordarle que no había televisión, Internet ni fotografía. La impresión la ver por fuera, pero sobre todo por dentro, ese edificio debía ser indescriptible. La pequeñez frente a Dios. Incluso la indefensión ante aquella maravilla, que difícilmente podría describir a su vuelta.
Salimos de allí y descendimos para recordar que los verdaderos fundadores de esa ciudad fueron los romanos. El oro de Las Médulas debía protegerse y, de manera fugaz, la Legio VI Invictrix y, poco después, de manera permanente, la Legio VII Gémina, trazaron las líneas sobre las que se aposentó la ciudad.
 Resulta fundamental saber que sobre unas termas se pueden construir unas letrinas, justo al lado de una antigua puerta, enterrada por el tiempo y el olvido, de quienes tenían prisa por seguir viviendo y falta de tiempo para recordar. 
Cien, doscientos, trescientos metros más allá, el Renacimiento en todo su esplendor. Un palacio de ventanas en perfecta simetría, un claustro liviano en verano y un testigo del pulso que seguía teniendo la población dos siglos después. 
Cinco, diez, quince metros más allá Gaudí. El Modernismo. El dragón que no murió y transmitió una nueva forma de entender los volúmenes, las líneas curvas y el gusto por una impronta personal y universal. Dos mil años entre las escaleras que descienden a la funcional puerta de la ciudad romana y el uso del espacio por y para el arte. 
Pero aún hay más: el Panteón de una monarquía marchita (la leonesa), la narración en frescos de una vida de un salvador que no se salvó, que no se han retocado en ochocientos años y que nos siguen contando una historia conocida, que pierde todo su interés frente a ese titán que persiste en el techo de esa cripta y que nos cuenta que alguien, que no conocemos, recreó con sus pinceles unos hechos que estaban abocados a permanecer allí ocho siglos después, tal como los pergeñó el autor. 
Antes de que los arbotantes treparan hacia el cielo, allí, sobre los sepulcros de reyes, reinas y condes, alguien fantaseó sobre su obra, pensando que llegaría hasta el final de los tiempos, como una parte del cáliz que Doña Urraca mando construir y que fue fabricado por un contemporáneo de los primeros legionarios que se asentaron allí. El círculo, se cierra dos mil años.
Una vista rápida a la fachada de la Hostería creada a instancias de Fernando el Católico, que sirvió para albergue de peregrinos que recorrían el Camino de Santiago y hoy para solaz de los más poderosos, cierra este viaje rápido, casi prestado, ideado para compartir con quien se quiere el devenir de la humanidad en estos últimos dos mil años. 

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