domingo, 22 de abril de 2018

TAN DESCONOCIDAS

Los labios amoratados y la rigidez del cuerpo delataban que aquella mujer, casi anciana, había expirado hacía unas horas. Amortajada, silenciosa, colocada casi con precisión dentro del ataúd parecía esperar, en unas horas, su último viaje, el que le llevaría a ocupar un lugar en el panteón familiar. 
Sin embargo, la otra mujer, la que se encontraba a su lado, dejaba entrever, tras la tristeza que empañaba sus ojos, un halo de vitalidad inquebrantable. La persona que la había acogido en su seno antes de venir a este mundo se encontraba frente a ella sin vida. Nunca más podrían hablar; contarse sus confidencias o reírse juntas.
Todo había sucedido sin previo aviso; sin preparación posible. Una llamada de teléfono; una pregunta de un desconocido; un par de frases para explicar lo sucedido y una condolencia enlatada. Medio minuto a lo sumo, para notificar la terrible noticia.
Recordó el momento en que la contó que le gustaba un chico de su clase, el que iba a convertirse en su primer novio. Su madre sonrió y la dio un beso en la frente, como cuando de niña estaba enferma. Tras lo cual dijo: "Ya me contarás". Y la contó mucho. Muchas cosas sobre gente, sobre lugares, sobre su trabajo. Y su madre también la contó sobre gente, sobre lugares... Entonces se dio cuenta de que había perdido a algo más que una madre. Ella también era una amiga.
Sentía un gran vacío. Un inmenso vacío, mucho más profundo que el dolor.
A pesar de ello revivió una escena en la que ambas reían. Su madre le acababa de contar los torpes intentos de un tipo para concertar una cita con ella. Cada frase resultaba más cómica que la anterior. Imaginaba que su madre, que había enviudado al poco de nacer de ella, habría tenido unos cuantos pretendientes, algunos más avispados que aquél del que le había hablado, pero sólo supo de ése y de otro, Tomás, con el que estuvo saliendo una temporada.
La miró y no la costó reconocerse, en algunas de las facciones de su cara, a sí misma. Era frecuente que las dijeran que se parecían mucho. Lo que a ella le gustaba, porque su madre siempre había sido una mujer muy atractiva. Tal vez no bella, pero sí atractiva. Incluso en ese último trance se podía constatar la belleza de su rostro.
Fruto de esa herencia a ella no le habían faltado pretendientes. Cada vez que hablaba de ello con su progenitora ambas se reían y parecían compartir esa visión optimista que impregnaba cada una de las conversaciones que mantenían. Desconocía si ese optimismo se lo había transmitido la madre mediante su forma de ser, actuar y hablar o, como ocurría con el atractivo físico, se debía a una cuestión genética; daba igual. Lo trascendente era facilidad para reír, para olvidarse de lo malo y hablar de lo bueno.
Sabía que podría seguir viviendo sin ella cerca, lo llevaba haciendo varios años, en los que la lejanía (cuatro años hacía desde que Alemania se había convertido en su hogar por cuestiones laborales), pero intuía que ese hueco que hoy se había abierto, no cerraría del todo jamás. Siempre necesitaba reír, hablar sobre lo bueno, aunque se tratase de futilidades, con ella cada vez que volvían a encontrarse. Parecía, más que una costumbre, una adicción. Sin embargo, por desgracia, no volvería a ocurrir.
A pesar de haberse trasladado a Múnich, su relación se había mantenido en los mismo términos. Sus confidencias habían permanecido siendo un ritual. Sus risas compartidas también.
Cogió la mano, fría, de su progenitora por última vez. Necesitaba despedirse de forma física de ella. En ese instante una lanzada atravesó su interior. Un dolor seco, profundo que desveló una realidad: todos los recuerdos que tenía con ella se encontraban asociados a la felicidad. Confidencias sobre sucesos divertidos, alegría, incluso carcajadas, porque siempre hablaban sobre hechos divertidos o triviales, a los que daban un sentido jocoso. Sin embargo, no recordaba ningún momento en el que una de las dos contase a otra alguna experiencia negativa o un sentimiento asociado con la tristeza. Se daba cuenta ahora de que entre ellas nunca había tragedias, ni nada que pudiese aproximarse, ni siquiera de manea remota, a la pena o a la aflicción. Ella jamás había podido hablar con su madre de sus sentimientos más hirientes. Pero su madre, su amiga, tampoco lo había hecho con ella.
En ese instante comprendió que no conocía a su madre tan bien como creía. Y también vislumbró que su madre tampoco la conocía a ella.
Tal vez por ese desconocimiento, por compartir en exclusiva aquello que no causaba dolor, y no tanto por la distancia física que suponía su vida en Alemania, fue imposible que ella anticipase que su progenitora iba a ingerir, de manera voluntaria, más de cuarenta calmantes el día anterior, para acabar con su vida. 

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