lunes, 24 de junio de 2019

PROFESIÓN SOLEMNE

En unos meses cumpliría quince años en aquel convento. Desde que tuvo uso de razón, o desde que su memoria funcionaba, esa había sido su aspiración. 
La época del colegio y del instituto discurrió con normalidad. Suspendió algún examen en Secundaria, pero nunca tuvo que recuperar ninguna asignatura en septiembre. Se la podía definir como una alumna normal, que no se interesaba por los chicos ni, por supuesto, por las chicas. Dios no hubiese aprobado esa desviación. 
Al terminar este período, con dieciséis años, ingresó en el postulantado y con uno más comenzó el noviciado. Tras varios años de haber tomado los votos temporales, a los veinticuatro años fue admitida a la profesión solemne, consagrando su vida a Dios. Casi tres lustros habían pasado desde ese momento y ahora, en esa etapa, que según las correligionarias mayores era la de la estabilidad, ella sentía una zozobra que nunca antes había conocido. Por supuesto seguía entregada al Señor y a sus obligaciones diarias, pero algo había profanado todas las certezas anteriores: un sentimiento de bienestar que la ocupaba todo el tiempo y que se acrecentaba cuando él se encontraba cerca. Acompañado de una sensación de necesidad de sentirse cerca de él cada instante del día y de la duermevela que eran todas y cada una de las noches desde que comenzó aquel estado.
Todo comenzó cuando vio por primera vez a aquel hombre, al que le calculaba cuatro o cinco años menos que ella. Notó que algo, en lo más recóndito de si misma se había quebrado. Todas sus costuras habían saltado por los aires y el traje a medida que había sido su existencia hasta ese momento cayó, dejándola desnuda al albur de aquel rostro de labios carnosos y ojos azules, como el cielo al que ella aspiraba a llegar al final de sus días.
Desde esa primera vez ella creía que él también la correspondía. Al menos eso parecía indicar esa mirada fija y limpia que se centró en ella durante varios segundos y la sonrisa que pareció dedicarla.
Sus sospechas parecieron ser certeras, cuando comprobó que él don Manuel, el sacerdote de la congregación, buscaba siempre un momento para estar a solas y hablar con ella. Esos pequeños fragmentos de tiempo compartidos, llenos de miradas infinitas, entreveradas entre sonrisas provocadas por algo que intuía debía ser amor terrenal, suponían algo imprescindible. E intuía, poseía la certeza, de que se trataba de amor carnal porque a duras penas podía contenerse cuando estaba junto a él. Le encantaría besarlo, acariciar su cuerpo, sentirse poseída por él.
Lo curioso del asunto es que durante muchos años la habían advertido sobre los peligros de la carne y ahora sentía que la carne, la de don Manuel, era su salvación, el paraíso para el que había vivido durante toda su vida adulta. Estaba deseando con todas sus fuerzas recorrer ese edén hasta su último milímetro.
Las visitas del sacerdote cada vez se sucedían con mayor frecuencia. Igual que los encuentros, cortos y casi sin palabras, con ella.
Tras más de dos meses él se atrevió a buscar su mano, acariciándola con suavidad, y ella sintió como saltaban todas las alarmas, que apagó con celeridad, y se dejó llevar en el viaje de los dedos masculinos sobre su mano. Los ojos de ella gritaban con furia que la besase, pero no ocurrió. Una voz femenina reclamaba a lo lejos al padre Manuel y él separó sus manos para acudir a la llamada de la vieja hermana Matilda.
Durante la siguiente semana se encontraron otros tres veces, en los que sus manos, esta vez las dos, se entrelazaban mientras sonreían, y ninguno de los dos se atrevía a besar al otro, a pesar de que ambos hacían esfuerzos sobrehumanos por no acercar sus labios a los del otro.
Al fin ella se decidió y él la secundó. Nunca había besado a ningún hombre, pero parecía haberlo hecho mil veces. Los labios de él parecían contener un manual de instrucciones sin palabras y una extraña sustancia invisible, que la estremecía.
La madre Matilda, de nuevo, interrumpió ese momento iniciático, demandando, a lo lejos, la presencia del sacerdote, que acudió presto a la llamada.
A pesar de lo fugaz de lo ocurrido, ella retuvo en sus labios, durante horas, su esencia. El resto del cuerpo estaba ocupado en recrear esa excitación que no había sentido con anterioridad jamás.
A partir de ese día ella esperaba ansiosa que él apareciera en el convento. Sin embargo, él parecía evitarla y cuando se juntaban él esgrimía cualquier excusa para alejarse de ella.
Tras varios intentos fallidos ella lo atrapó en una estancia y preguntó por su conducta evasiva. El sacerdote, distante y con un tono de tristeza, respondió que él no le convenía y que lo mejor era olvidarse de todo lo ocurrido. E insistió en que hacía todo esto porque sentía algo muy importante por ella y no quería hacerla daño. No puedo explicarte nada más. ¡Lo siento! Siento todo mucho.
Ella, inexperta en este tipo de situaciones, no supo que contestar y se quedó petrificada en el cuarto mientras él salia por la puerta. El resto del día lo pasó intentando reprimir las lágrimas, que brotaron de manera abundante durante la noche, en la soledad de la celda y de su dolor, y buscando una explicación a las palabras que había escuchado de labios de Manuel. De esos labios que había besado y que deseaba aún con mayor vehemencia.
El día siguiente amaneció triste en su corazón, pero con la determinación de conseguir el amor del hombre que había trastocado todo en ella. Hablaría con él y le propondría abandonar todo ese mundo clerical, para irse a vivir juntos. Por otra parte, pensaba que su fe, entre otras cosas, se basaba en la honestidad, por lo que creía imprescindible hablar de la situación con la madre superiora.
Había escuchado ayer por la tarde que don Manuel vendría por la mañana al convento y esta cuestión hizo que se planteara si debía hablar primero con él o con la superiora. Encontraba pros y contras a ambas opciones y no se decidía sobre la mejor opción, aunque no dudaba que debía acometer ambas conversaciones.
De nuevo la voz de la madre Matilde, mencionando el nombre de don Manuel, agitó el aire calmo del convento. Esta vez no llamaba al sacerdote, había algo distinto en el tono de voz utilizado por la vieja monja.
Cuando salió de su celda, impelida por las palabras y el tono de la anciana hermana, buscaba algo más que hablar con el sacerdote. Buscaba una respuesta a una inflexión de voz que presagiaba algo inesperado y nada halagüeño.
La impactó ver a ese hombre vestido con una sotana escoltado por otros dos hombres vestidos con uniforme policial, que le empujaban de manera sutil los brazos, ambos unidos en sus muñecas por unas esposas.
En ese momento irrumpió en el pasillo la madre superiora que preguntó a los agentes de policía sobre el motivo de la detención del cura.
Y entonces, aquella monja enamorada, inexperta en todo lo relacionado con las relaciones mundanas, supo leer en los ojos de Manuel, clavados en ella, la verdad que, de manera inmediata, escucharía de labios del agente de mayor edad y también supo que él, a su manera, con sus imperfecciones la amaba.
Las palabras dichas por el policía lo corroboraron: "Sólo podemos decirla que existen varias acusaciones contra don Manuel por haber abusado de varios menores".

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