martes, 12 de julio de 2016

BIOGRAFÍA

Existen varias formas de morir. En estos momentos yo me encuentro a un paso de una de ellas. Los médicos intentan reanimarme por todos los medios. Pero yo he decidido acabar. Acabar con todo, de una vez, incluido conmigo misma. Mi corazón está a punto de detenerse para siempre. En realidad mi corazón se detuvo hace mucho tiempo, justo cuando se empeñaron en no dejarme vivir. 
No recuerdo si tuve una infancia feliz. Ni tan siquiera recuerdo si tuve infancia. Sin embargo, a raíz de una enfermedad psicológica, una muy frecuente y de la que sale un porcentaje muy elevado de gente, el mundo, mi mundo, se empeñó en que yo fuese un juguete sin capacidad para decidir. El desconocimiento, la superstición religiosa, en forma de castigo divino a soportar, la avaricia y la enfermedad ajena, se construyeron mi ataúd en vida.
Poco a poco se me despojó de todo lo esencial para crecer: mi autonomía legal, mi juventud, mi libertad (si alguna vez la tuve) y todo se convirtió en una gran institución, diseñada para mantener en un estado perpetuo de infantilismo.
Algunas personas, las más clarividentes, se revelaron, pero chocaron con la necedad. La necedad de un sistema creado para dar más importancia a un enfermo capaz de engendrar hijos, que a personas con las suficiente preparación y sensibilidad, capaces de poner las cosas, mi vida, en su sitio.
Esas personas existieron, como también existió el proceso a través del cual yo me convertí, casi sin enterarme, en aquello que habían querido convertirme. Acabé siendo asidua de las instituciones de todo tipo y condición. Pero ése no era mi lugar. Mi impotencia, en forma de violencia, lo clamaba a gritos.
Cuando podía estirar las piernas por la calle, en total libertad, carecía de los recursos suficientes para desarrollar una vida normal. Ni mis hábitos de salud, ni mis interacciones con el mundo exterior podían considerarse las mejores. En este sentido mi forma de abordar a las personas seguía anclada en el momento en que enfermé de verdad.
Descubrí que el dinero eliminaba esa frontera y el consumo se convirtió en mi forma de comunicarme con el exterior. No existía la posibilidad de error o de frustración; mientras pagase nadie, al menos a la cara, consideraría mi actitud deplorable. El dinero ayudó a que mi autoestima no se derrumbase del todo. Sin embargo, en mi interior existía la voz de alarma que insistía en repetir: "Esto no es lo que deseas. Estas vacía",  pero llegó un momento en el que no supe que más hacer para acallar ese mensaje. Mis días se reducían a comprar, autodestruirme, fustigar a quienes me destruyeron y manifestar, de aquella manera, mi insatisfacción conmigo mismo. Entraba y salia en instituciones diversas, pero nada servía.
La novedad acallaba mi desorden interno, pero, tras el paso de ésta, volvían las viejas costumbres. Costumbres eficaces, pues nadie veía la violencia como llamada de atención, sino como un problema institucional, y me largaban de un sitio y del siguiente. A salto de mata en una existencia que avanzaba y se consumía entre las brumas de medicamentos, que un caso a punto estuvieron de matarme, y de los que ya era adicta. No necesitaba psicofármacos, necesitaba alejarme de todo y que alguien supiese que me habían convertido en una persona incapaz de aceptar retos, porque desde hacía años se habían empeñado en ello.
Cuando ingresé en la última institución se impuso la rutina de siempre: novedad, frustración, violencia, ingreso en otra institución y, de repente, surgió la novedad: me estoy muriendo. En este momento, el último, me doy cuenta de que nadie me preguntó lo que debía: ¿estás sufriendo mucho

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