domingo, 10 de julio de 2016

SIN TITULAR

Bajo la piel siempre subyace nuestro ser real. Ése que pocos conocen y que, en ocasiones, nosotros mismos tampoco tenemos gran interés en saber de él. Por fortuna, esos aspectos menos agradables suelen hibernar largos períodos en un rincón muy recóndito.
A veces, estos demonios, constitutivos de nuestra esencia, afloran sin pedir permiso, acompañando a nuestro estado de ánimo, o confomándolo, no le tengo claro. Entonces, sin remisión, todos nuestros miedos, nuestras debilidades, reales o creadas para el momento, adquieren nombre y, casi, casi, vida a través del tiempo que construimos para esta situación. 
No creo necesario poner nombre, o describir de manera más prolija, aquello de lo que hablo en este momento.


Somos animales y somos costumbre. A pesar de estar dotados de eso que se denomina inteligencia, parecemos vivir en círculos. Círculos de confort o de indigencia vital, no lo tengo claro. Intuyo que un nómada paleolítico poseía un mayor factor de incertidumbre en su vida que la gran mayoría de nosotros. Puede parecer una afirmación negativa, pero no tiene que serlo; al menos siempre que las personas no sientan la necesidad de hacer algo diferente.


Hace unos días vi parte de una película en la que aparecía Leonor Watling y volvía a pensar en ese tipo de belleza que se caracteriza por serlo, sin que parezca haber nada especial que conduzca a ella. Tal vez un cúmulo de intangibles: la mirada, la manera de sonreír, incluso la forma de andar contribuyan a ensalzar algo que trasciende a lo que se puede describir mediante rasgos físicos. También existe ese halo de cotidianidad. La sensación de que en cualquier calle, en cualquier tienda, en cualquier bar, puedes encontrar a esa persona.


Acumular cansancio, fatiga intelectual, tras escuchar las mismas boutades sobre aspectos sociales y sentir la necesidad de tejer un mundo propio, sin estridencias, en  el que volcar todo aquello que nada tiene que ver lo social. Sólo sentimiento. Invertir cada segundo en crecer, hacer crecer y que te hagan crecer. Comienzo a tener la certeza de que el tiempo no lo poseemos para dedicarnos a construir almenas desde las que atizar a los demás. Volcar lo que tenemos en ese pequeño círculo que hemos construido resulta una labor titánica y, desde un punto de vista emocional y afectivo, e incluso humano, lo mejor que podemos hacer como seres humanos.


¿Es cierto que alguien se puede acostumbrar a la soledad? No lo sé con seguridad, pero lo dudo. La soledad supone un vacío por el hecho de sentirte solo, aún gozando de compañía. No, no creo que alguien se pueda acostumbrar a la soledad. Sí que se puede vivir sin atarte a alguien, pero sentirse abandonado resulta algo muy distinto.


Tengo en mi mente la imagen de la muerte, que, desde hace unos meses, siempre es la misma. La aparente placidez esconde el secreto de lo vivido y lo que, en algún caso, debería haber sido vivido. La muerte tiene un rostro de mi sangre dentro de un sudario. Hace unos días estuve en un funeral y me chocó escuchar un par de veces la voz de un bebé. La vida siempre recuerda que estamos de paso y que ella lucha por permanecer, plantando, si es menester, cara su antagonista en su propio campo de juego.

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