Vuelvo a retomar este blog, no sé por cuanto tiempo, para hablar. Para hablar de mí, de mi vida, lo que no recuerdo haber hecho nunca esta publicación (al menos en primera persona), pero las circunstancias resultan propicias y hacerlo se vuelve, casi casi, una obligación.
Los que siguen el blog y me conocen saben que vivo en un pueblo del norte de Extremadura, aunque yo soy castellano, de Valladolid, donde residen mis octogenarios padres. Tengo un hijo, del que no tengo la custodia compartida, gracias a esas leyes de las que muchos hablan y nadie se ha leído, y de las que una y otra vez abogados y defendidos hacen un uso torticero, lo que, dicho por otra parte, la ley permite.
Soy un tipo de izquierdas, no progresista (tipos de derechas que protestan débilmente sobre lo que los de arriba le indican), y cada día estoy más convencido de la necesidad de que los medios de producción pertenezcan a los ciudadanos y sean ellos los que los gestionen. Esta pandemia es un ejemplo claro de ello.
Me dedico a la Educación y, aunque yo no lo crea, compañeros y excompañeros dicen que no lo hago mal. Mi especialidad es la Educación Especial. He trabajado con personas con discapacidades de todo tipo, y, cuando he ejercido de maestro de compensatoria, con alumno de etnia gitana, inmigrantes, niños y adolescentes pertenecientes a familias desestructuradas... He trabajado voluntario con alumnos gitanos.
Ni yo voy a dar lecciones a nadie sobre el asunto, ni permito que nadie me las dé, y mucho menos los que lo hacen desde un despacho de universidad, político o desde una tertulia.
Los que me conocen dicen que siempre estoy bromeando, sea cual sea la situación, lo que no implica que cuando deba abordar de una manera seria lo haga.
Tengo algunas amigas que me dicen que serviría para cosas más "elevadas", pero yo hace años me di cuenta de que mi grupo de amigos de toda la vida, los de Valladolid, no aspiramos a cambiar el mundo, solo a podernos tomar unas birras, un café, salir a cenar y tener tiempo para nosotros. Tal vez por eso sean mis amigos: ninguno queremos ser millonarios ni ostentar cargos que vistan mucho.
Como a todo el mundo, la pandemia me ha cogido desprevenido. Aunque el fin de semana del 8 yo ya decía que todas esas concentraciones eran una barbaridad (había indicaciones de la OMS de finales de febrero y del organismo europeo encargado de este asunto del 2 de marzo advirtiendo sobre ello).
Luego todo rodó de manera vertiginosa hacia la actual situación.
Voy a contar algunas cosas que han pasado desde entonces, porque, a pesar del rollo anterior, ese era la finalidad de esta entrada.
Cuando el lunes 9 y el martes 10 las cosas se empezaron a intuir hacia donde iba la situación en mí comenzó a surgir un debate: el siguiente tenía pensado ir a visitar a mis padres, pero mi hijo había estado el sábado en el Metropolitano viendo a su Atlético (algo malo tenía que tener mi hijo) y no sabía que hacer, por la edad de mis padres. En mí había un debate entre la visita debida y el peligro en que podía poner a mis padres. Unos días después no hizo falta que tomase la decisión; la evolución de la pandemia lo había hecho por mí.
Mi padre vive solo porque mi madre desde hace un mes y medio lo hace en una residencia, donde han detectado siete casos del virus. Una de las cuestiones que se me ha pasado por la cabeza es la elección de la residencia, que hube de hacerla yo en un solo día, en función de la calidad asistencial que la podían dar. ¿En otra de las residencias que barajamos habrá personas con coronavirus? Prefiero no pensar mucho en ello porque mi madre está bien y espero no volver a tener que volver a hacerlo.
Mi madre, como el resto de usuarios del centro, está recluida en su habitación. Lo que no implica que, cuando puede vaya el fisioterapeuta, y la levanta para utilizar el andador. La primera vez que se levantó, hace casi un mes, lo hizo porque yo, que estaba con el fisio, la animé y anduvo por la paralelas con la ayuda de él. Me alegré muchísimo porque en dos ocasiones anteriores se había negado y cuando yo la invité a ello lo hizo. El otro día utilizó un ratito el andador sin la ayuda del rehabilitador.
Mi padre vive en casa, se niega a ir a una residencia, tiene tres días a la semana ayuda a domicilio y la comida se la traen. A pesar de ello, y de que lleva bastante tiempo sin salir de casa, las cosas le van como hace un mes. Me gustaría contar que tanto la enfermera del centro de salud de Valladolid que corresponde a mis padre, que hace unos días me llamó para decir que al día siguiente iría a visitarlo, haciéndome preguntas sobre su estado y otras circunstancias como, por ejemplo, si tenía la medicación y la trabajadora social del centro que corresponde a mis padres y que le ha conseguido dos días más de ayuda a domicilio se están portando genial. De nuevo lo público. La enfermera incluso activó una función del móvil, que yo desconocía que existía, para pedir auxilio en caso de emergencia tocando un botón.
Ahora mi ocupación por la mañana es llamar a eso de las nueve y media, diez a mis padres, para saber que están bien. Les llamo luego otra o otras dos veces durante el día. Procurando que me sientan a su lado, aunque sea para porfiar o discutir de vez en cuando con mi padre sobre las prioridades en estos momentos. Hay costumbres que parecen no se pierden y que confieren una aspecto de normalidad al asunto.
Esta distancia trae aparejada otro tipo de circunstancias: llamadas de números desconocidos, que hace un mes no cogería, y que ahora lo hago con la ansiedad recorriendo cada uno de mis poros, pensando que puede ser una noticia indeseada de la residencia donde está mi madre o de algún centro de urgencias para hablar sobre mi padre. Por suerte, hasta ahora solo han sido cuestiones baladíes o que han contribuido a mejorar la vida de mi padres.
He vislumbrado situaciones más duras en mi cabeza, pero, hace mucho tiempo, aprendí a no preocuparme de aquello que no existe y eso procuro hacer.
Respecto a mi hijo, por el momento respetamos, con alguna variación el convenio de visitas. Hemos inventado un deporte. el coronapong, que consiste en jugar al tenis de mesa en una mesa de salón bajita y relativamente estrecha. El muy mamón me gana casi siempre.
Como todos los chicos de su edad se conecta con frecuencia para jugar y hablar con sus amigos. Me ha ayudado a hacer pizza y tiene ganas de aprender a cocinar. Ya hemos hecho algo de pasta, me "ayuda" a cortar alimentos, a batir huevos y en breve haremos algo más complejo.
A pesar de que ya frisa la adolescencia sigue queriendo hacer guerra de cosquillas que consiste en que yo le hago cosquillas y él se defiende con movimientos incontrolados que provocan, de manera invariable, que me lleve una patada, codazo, rodillazo y que suspendamos las operaciones.
Mi pareja vive en Madrid y es enfermera en un hospital en el que han muerto un para de personajes conocidos. Sé que está preocupada y que muy posiblemente tenga miedo, aunque ni lo uno ni lo otro me lo dice y, además, no tiene a nadie en casa cuando llega para recibir un abrazo. Este iba a ser un fin de semana con un par de días de regalo para estar juntos, pero se ha convertido en días de videollamadas.
Como he dicho vivo en un pueblo de unos cinco mil habitantes. Hace unos días leí que se había abierto en mi localidad una inscripción voluntaria para llevar comida y medicamentos a los ancianos que lo precisen. En un principio me mostré muy entusiasta y no dudaba que me apuntaría. Poco después tuve mucho miedo y no sabía que hacer. Al final, con miedo, me he apuntado, pensando en mi padre y lo necesario que es que alguien te ayude en estos momentos. Entre los que estábamos para apuntarnos, pocos, no había nadie de los beatos de la localidad, pero tampoco había revolucionarios de postal. Es más, alguno de los que estaban eran personas que habían pasados por problemas en su vida, de esos que para la gente bien no parecen lo más adecuado.
He hablado con mucha gente: familia, amigos y conocidos y tengo comprometidas unas cuantas curda, algunos cafés, algún viaje, visitar algunos restaurantes. Algunos estaban preocupados, otros desubicados, alguno intuía que tenía miedo, pero todos, todos deseaban que esto acabase para seguir viviendo, aferrándose cada uno a lo que fuera: criticar al gobierno, a la derecha, elogiando a los sanitarios, a los docentes... Pero todos querían disfrutar de ese futuro que, aunque ahora no lo parezca, está al a vuelta de la esquina.
Tengo preocupación por mis padres, por mi pareja, por mi hijo (por este menos, porque no sale de casa y es joven) y por mí; pero también tengo esperanza y muchas ganas de seguir, de equivocarme, de acertar, de amar, de obviar, de comer, de hacer el amor, de soñar, de desengañarme, de ver el mar, de pasear por el momento, de abrazar a los míos.
Un saludo.
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