El día había sido agotador, a pesar de no haber entrado en contacto con los pacientes. Su función, circulante, consistía en preparar la medicación necesaria para que sus compañeras puedan atender a los pacientes sin salir de la habitación. El ir y venir frenético, al cabo de las horas, se convertía en dolor de piernas y cansancio. Pero, a cambio, minimizaba los riesgos de contagiarse por este virus nuevo, que en ciertos aspectos había cambiado su vida.
Mañana repetiría turno vespertino, como los últimos tres días. Aunque sabía que en esta ocasión su atención sería directa con pacientes. Sus funciones fluctuarían desde las más clásicas: administrar medicación, regular el oxígeno de los pacientes, a aquellas menos tradicionales, pero más gratificantes, como ayudar a pacientes ancianos a ponerse en contacto con sus seres queridos y distantes, mediante videoconferencia, a través de teléfonos móviles bastante más modernos y sofisticados que aquellos que utilizan de manera cotidiana muchos de los ancianos a los que atendía día a día.
Tras cenar lo primero que encontró en el frigorífico: una ensalada ya preparada comprada en un supermercado unos días antes, ingirió una pastilla blanca y redonda mientras veía una película emitida decenas de veces en televisión. Daba igual, necesitaba encontrar una manera sencilla y eficaz de enlazar el ajetreo físico y mental del día con el sueño y en esa pantalla encontraba, por lo general, la solución.
Casi media hora después, cuando la somnolencia era algo más que un deseo, abrió los ojos de golpe, intentando buscar en las paredes del salón de su casa respuesta a una pregunta: ¿Había tomado la pastilla?
Tras unos segundos de duda recordó que, justo después de cenar, lo había hecho. Su mente transmitió al resto de su cuerpo una sensación de alivio, que contrajo toda su musculatura, en especial la encargada de que sus mandíbulas se encontrasen apretadas la una contra la otra de manera inconsciente. Y su pensamiento se dejó ir a la mañana del día siguiente. Una mañana, como la gran mayoría de las últimas de los últimos meses, en la que tendría que arrojarse de la cama a la fuerza porque desde hacía tiempo no encontraba motivo para ello. En algún momento del último año de su vida habían desaparecido las fuerzas y el ánimo para seguir navegando por la vida.
Desconocía si esa pastilla que ingería todas las noche, Lexapro, contribuía de manera decisiva a no recluirse en su habitación de manera definitiva; pero sabía que, en estos momentos, cualquier ayuda constituía un recurso válido para no cejar en el empeño de vivir y, sobre todo, de ayudar a todas aquellas personas hospitalizadas con las que trataba día a día en su trabajo.
Por primera vez en mucho tiempo comenzaba a vislumbrar que su vida tenía sentido.
1 comentario:
Me ha encantado, Paco, en estos momentos duros de mi vida me ha hecho pensar que habrá gente así cuidando a mi madre.
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