domingo, 7 de abril de 2013

EL MAÑANA, QUE PUDIERA NO CONOCER

No recordaba con exactitud cuando tomó la determinación de seguir viviendo sin importarle el mañana, que pudiera no conocer jamás, aunque no dudaba de que fue en aquel momento cuando prescindió de todo vínculo con los seres que hasta entonces habían conformado su familia. O como ella decía, su tribu. Todo ocurrió en aquel instante preciso, que no sabía datar, pero cuyo recuerdo la acompañaba de manera permanente e indeleble.
Aunque pudiera parecer una huida hacia delante, esa frase tan manida y, en muchas ocasiones, ridícula, nada había más lejos de la realidad. Se trataba de seguir el hilo que la vida, su vida, le había prestado. Cualquier definición, cualquier interpretación, resultaba superflua en aquellos momentos. No existía ninguna otra causa para aquella forma de actuar.
Sabía que habían terminado esos banquetes pantagruélicos que sólo se producían cuando su familia, su tribu, conseguía llevar a buen puerto sus empresas. A partir de ese momento prescindiría, incluso, de la palabra, ese don que le había acompañado desde que tenía memoria, y según su madre desde mucho antes. No merecía la pena trasladar los sonidos que conformaban su alma; nada ni nadie sería capaz de interpretar la complejidad y belleza de esos fonemas entrelazados, que representaban lo que ella era en ese momento, como consecuencia de todo lo que había experimentado, en su interior y en convivencia con los otros de su especie, a los que había aprendido a no añorar. Nada se necesita si se aprende a no necesitarlo. Ese constituía desde hacía cierto tiempo su lema.
De la misma manera comprendió que no debía construir un hogar estable, pues tendría muchas más posibilidades de avanzar, de proseguir realizando funambulismos sobre su hilo de la vida, si mudaba de manera regular de morada. Había vivido de manera regular atada a ciertos lugares, a ciertos hábitats y la desastrosa experiencia vivida le impelía a no repetirla. No quería sucumbir ante aquella situación ya vivida y sufrida con anterioridad. Por ello la necesidad de una vida frugal y sin ataduras se convertía más que en una decisión en una necesidad.
Todo parecía haber confluido a partir de aquel momento para que ella tomara sus decisiones, sin someterlas a nadie ni a nada. Sus iguales habían dejado de existir y aunque sabía que fuera, en lugares indeterminados, había otros, distintos, pero con ciertos rasgos comunes, no confiaba en que comprendieran lo que ella sufría por todo lo vivido en los últimos tiempos. Le habían hablado, ahora no recordaba quien, de la extraordinaria capacidad de esos otros para comprender situaciones extremas, para ponerse en el lugar del otro, pero ella desconfiaba de todos aquellos chismes y de aquellos desconocidos. Posiblemente podía más en ella la desconfianza de su espíritu de supervivencia, que su necesidad de entablar relaciones sociales.
Mientras todo este discurso ocupaba su pensamiento el Sol acariciaba su cuerpo que permanecía sentado desde hacía un buen rato en aquella gran roca que permitía otear un mar casi infinito y curvo, detalle del que nunca se había dado cuenta hasta ese momento. El calor del astro le reconfortaba en aquel momento de soledad, idéntico a otros cientos de momentos de soledad vividos en los últimos tiempos y le retrotajo a aquellos momentos en que vivía con los demás, cuando los más mayores contaban a los más jóvenes que el frío había dejado paso en los últimos años a un calor que parecía ir en aumento. Ella agradecía que ese calor y el mar la arropasen en ese instante. En ese instante en que comprendió que era la última de su especie. De aquella especie de homínidos que, decenios de milenios más tarde, se conocería con el nombre de Neardhentales. 

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