lunes, 7 de octubre de 2013

EL FILO

Estas últimas semanas, por motivos que no vienen al caso, he dedicado parte de mi tiempo a repasar mi pasado. Dentro de este "repaso" también he tenido la ocasión de acercarme, no he llegado a entrar, a lugares donde desarrollé mi actividad laboral durante mis primeros años de profesión. Obviando el detalle de los cambios producidos por el urbanismo desenfrenado que propiciaron nuestras autoridades y sus colegas los constructores, uno tiene la impresión de que todo camina por la misma senda que ya conocía (aunque a fuerza de ser sincero, ya caminan muy por delante del lugar que yo conocía). Sin embargo, uno tiene la impresión de que el que suscribe se ha desviado de esta senda, camino o como se desee llamar. No lo lamento, ni mucho menos, pero el paso del tiempo conlleva esa distancia. Incluso tiendo a pensar que de no haberse producido ese distanciamiento mi vida hubiese constituido un tremendo fracaso, representado por un ancla que me amarraba al pasado.
A pesar de esta introducción, como empieza a ser costumbre, la temática de la entrada de hoy no versa, al menos de manera directa, sobre mi vida, o sobre mis circunstancias personales. Nada más lejos de  mi intención. Sin embargo, sí que existe cierta relación entre mis vivencias profesionales y la reflexión, o lo que sea, que deseo plasmar hoy negro sobre blanco (o sobre amarillo). Permítame el amable lector que me retrotraiga aún un poco más en el tiempo y le cuente una batallita personal para encauzar el post de hoy.
Hace muchos, muchos años, más de dos décadas, este humilde bloguero estudiaba para ser maestro, en la rama de Educación Especial (que suena muy bien y, lo juro, cuando trabajabas en ello te ayudaba a ligar). Una de las asignaturas que debíamos superar, con un ocho por si fuera poco, se llamaba Psicopatología Infantil y, como el propio nombre indica, versaba sobre todas aquellas patologías que se podían encontrar en niños y adolescentes. Si sobre algo existía consenso entre la gran mayoría de todos los futuros maestro que nos encontrábamos cursando esa asignatura es que el límite entre lo patológico y lo "normal" resultaba incierto y, sobre todo, muy fino. Una mera cuestión de azar. En algunos casos nunca mejor dicho.
Un brazo de un cromosoma más corto, tres brazos en otro, un accidente perinatal (en los momentos del nacimiento), en algunos casos por el uso de técnicas para "facilitar" la extracción del recién nacido, una familia con serios problemas.... Cien mil factores, que en muchos casos nadie puede controlar de manera previa, conducen a que la persona que nace posea una serie de características que dificulten su desarrollo pleno y, sobre todo, una autonomía total de acción en el medio en el que vive. Y todo depende de un gen cabrón, de una caída, de una adicción de la madre, de... 
Recuerdo que una de las frases a este respecto hablaba sobre la suerte que tenemos por ser "normales", pues existen miles, millones de posibilidades de que ésto no fuese así. Es más, a veces, uno tenía la impresión de que podía considerarse como anómalo que la gran mayoría de nosotros pudiésemos ser considerados como "normales". 
Como ya he escrito en otras ocasiones no sé con exactitud donde reside la normalidad y la anormalidad, esta cuestión se la dejo a los teóricos, pero sí tengo conciencia clara de lo que conllevan ciertos problemas y que ser portador de estos problemas genera unos problemas, unas limitaciones que necesitan de la sociedad que le rodea para poder llevar una vida lo más normal posible (que a veces se limita a recibir los cuidados indispensables como comida, higiene, amor..., para poder seguir viviendo). 
Y todo está ahí, en un filo invisible, intangible y, en muchas ocasiones, imprevisible, que te sitúa a un lado u otro de la barrera, de la autonomía, de la dependencia de la sociedad.
Un saludo.

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