lunes, 22 de febrero de 2016

DECLARACIÓN DE AMOR

Jamás podré olvidar la primera vez que te vi, aunque tengo la certeza de que tu no recuerdas ese momento. Da igual. Puedo asegurar que en ese instante, a pesar de las preocupaciones que recuerdo tenía, mi vida cobró un nuevo orden, que se establecía en torno a ti. 
Ninguna novela, película o lectura científica me había preparado para sentirte. Tal vez tú me sentiste de forma parecida. Recuerdo que mi voz creó tu silencio. Un silencio necesario para ambos. Un silencio necesario para disfrutarnos, cada uno a nuestra manera. Necesario para saber que, a partir de ese momento, nuestros destinos se unirían de forma irremediable.
Yo te miraba embelesado. Necesitaba rozar tu piel y tu cuerpo, en ese momento indefenso, que, de una u otra manera, sabía mío, al menos en aquel instante. No se trataba de un acto de posesión egoísta; más bien al contrario. Era consciente de que tras conocerte te entregaría todo sin reclamarte nada a cambio. Pero en aquel instante en que te tuve entre mis brazos por primera vez, me permití el lujo de creer que eras mi sangre, mi carne, mi vida. 
Recuerdo que había personas que nos observaban. Recuerdo alguno de los comentarios que hicieron y que aún hoy me refuerzan en la idea del amor que, desde ese primer momento, sentimos el uno por el otro. Mis palabras, tu silencio, mi sonrisa nerviosa, nuestra mutua necesidad en aquel ambiente aséptico, apenas alterado por la potente luz sobre el que pivotaba ese instante. Desconozco lo que debe sentir una pareja de baile cuando se deja llevar por la música, pero sé, que sin necesidad de música, nos dejábamos llevar a través de ese abrazo. 
Viene a mi mente que durante unos instantes me separé de ti y, a tu manera, me reclamaste. No hizo falta un gran esfuerzo por tu parte para atraerme hacia tu persona. De nuevo unas palabras y tu silencio. Un abrazo y el resto del mundo se disolvió, al menos para mí. No necesitaba la belleza externa prestada, la tenía toda ante mí. 
El tiempo que transcurrió esa primera vez que estuvimos juntos, piel con piel, no lo recuerdo; ni necesito hacerlo. En realidad ese tiempo, esos minutos, aún no han concluido, pues están insertos en mi esencia, moldeándola con fuego y terciopelo. 
Me enseñaste a conjugar la palabra incondicional. Tú, para ti, por ti, contigo cobraron a partir de aquel momento un sentido diferente. Podría decirse que un sólo sentido, un sentido que siempre apunta en tu dirección. La única dirección que espero jamás este prohibida para mí. 
Aún recuerdo tu peso liviano mecido por mí, en un balanceo rítmico que parecíamos conocer, y necesitar, desde mucho antes de nacer ambos. Ahora, visto en perspectiva, creo adivinar que ese movimiento acompasado estaba inserto en nuestros genes, esperando que llegase el momento de conocernos, de sentirnos en silencio, envueltos por mi sonrisa que derramaba una felicidad recién estrenada y recién conocida. 
¿Sabes? Aún hoy, cuando me demandas un abrazo, intuyo que el trasfondo de él navega ese primer abrazo, esas primeras palabras, ese primer silencio que llegó tras tu llanto, cuando estabas en la incubadora, bajo esa luz amarilla. ¿Sabes, hijo mío? Nunca he sentido ni vivido nada como aquella vez cuando te vi en aquel cuarto en el que sólo estábamos tú y yo y por el que, de manera ocasional, transitaba personal del hospital.
¿Sabes? Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche, pero la recuerdo de manera vívida. Con la intensidad con la que sólo se puede vivir un amor eterno e incondicional, el que siento por ti. 

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